domingo, 28 de junio de 2009

Santificarás las fiestas

No sé al empezar a escribir, si todos nosotros incluido yo mismo, tenemos claro qué es, en qué consiste, la santificación. No me vale esa salida facilona de decir que ‘consiste en ser santos’ porque caeríamos en lo mismo de antes. No. De verdad que no me vale. Ahí debe haber algo mucho más profundo desde el momento que Dios es el tres veces Santo.

Jesús, cuando algunos discípulos empiezan a retirarse de Él para no volver, les pregunta a los Apóstoles si ellos también quieren irse. Y es Pedro quien toma la palabra para responder: ‘Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios’ (Jn. 6, 66-69).

Pedro, al parecer, tuvo claro lo de la santidad, pero yo, aun teniendo claro esto de forma muy elemental, me he metido en Internet y he buscado mucho rato y en diferentes páginas este concepto. Y ha valido la pena. Al cabo de un día y medio he hecho un hallazgo. Algo así como si hubiese encontrado la dracma perdida de la parábola. Con unas palabras técnicas, pero muy reveladoras, he podido leer este texto:

SANTIFICACIÓN. Separación para Dios o Su Plan que consiste en tres fases: (1) Santificación posicional –unión con Cristo por medio del bautismo del Espíritu Santo como resultado de la salvación y por lo cual recibe la imputación de la rectitud absoluta de Dios. (2) Santificación experiencial –la condición temporal de separación para Dios del creyente cuando está en la plenitud del Espíritu Santo. (3) Santificación final –cuando el creyente es separado para Dios eternamente habiendo recibido un cuerpo de resurrección.

¿Qué les parece? Cortito pero muy sabroso. Acaso para alguno de ustedes no aporte nada nuevo, pero para mí ha sido algo definitivo. Jamás había oído ni leído una definición así. Es posible que esté en muchos tratados de espiritualidad, pero a mí no me había llegado nada en estos términos. Me ha impactado a pesar de que las etapas que marca ya las conocía, pero no desde ese prisma de unidad. Lo cierto es que me ha obligado a reflexionar y así lo expongo ante ustedes.

La santificación es una separación de alguien para Dios o para los planes de Dios. Pero entiendo que eso no es desde el planeta Saturno, por ejemplo, sino a partir de la cotidianidad de nuestra vida en la familia, en el trabajo o profesión, desde nuestro propio estado o vocación, desde la utilidad en la jubilación, desde las dificultades de la vida misma, desde el prisma de la juventud que lucha por labrarse un futuro, desde… Pongan aquí las mil y una cosas que ustedes conocen de su entorno y desde las que Dios nos llama a su servicio sin importar si se está sano o enfermo, si es adinerado o carente de muchos recursos, si tiene la experiencia de los años vividos o el impulso de los años juveniles.

Todo esto conforma la segunda fase del párrafo arriba indicado y me parece que dura toda una vida. Desde que nos bautizaron empieza ese período de existencia preñado de futuro, formación, entrega, descubrimientos, caídas y levantamientos, hasta esa tercera fase, la santificación final, en la que se echa la vista atrás, se analiza la propia trayectoria, el comportamiento de los años vividos y se emite, como San Pablo, el veredicto personal: ‘He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe. Sólo me queda recibir la corona de salvación, que aquel día me dará el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa’. (2Tim. 4, 7-8) .

Desde esta perspectiva solamente cabe esperar la llamada definitiva para volver ante Aquel que nos llamó, para verle tal cual Es y oírle decir personal y directamente: ‘Ven, bendit@ de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me alojasteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme’ (Mt. 25, 34-36). Ahí estará la santificación definitiva porque ya participaremos de la misma santidad de Dios de forma plena. Ahí daremos gracias por cuanto hicimos en la segunda fase de la santificación.

Y hasta que eso llegue habrá que continuar entregándonos en el altar de la vida diaria ofreciendo nuestro trabajo y nuestras limitaciones, conscientes de que el mismo Dios que nos ha dado soporte a lo largo de nuestra vida, lo seguirá haciendo. Luego, otros continuarán nuestras huellas apoyándose en las huellas de Jesús.

Al llegar a este punto debo centrarme de nuevo en la santificación experiencial. Si nos marcamos alcanzar la meta indicada en la tercera fase, está claro, al menos para mí, que habrá que poner de nuestra parte los medios necesarios para alcanzarla, siendo éstos básicamente dos: oración y Sacramentos.

Oración en tanto que ésta es una comunicación, una conversación con Dios como hacían nuestros primeros padres en el Paraíso antes de su caída, pero sabiendo que nosotros por nosotros mismos, somos incapaces de llegar hasta el Hacedor. Es Él quien se abaja hasta nosotros desde su cotidianidad amorosa con cada uno de nosotros.

Sacramentos, porque a través de los gestos y símbolos de cada uno de ellos, empezando con el Bautismo, base de la santificación posicional, Jesús de Nazaret, verdadero Dios (Segunda Persona de la Santísima Trinidad) y verdadero hombre, se hace presente real y verdaderamente en cada uno de nosotros llenándonos de su presencia.

¿Cómo podremos alcanzar la santificación final si no procuramos poner los medios necesarios para la santificación experiencial?

Pienso que es desde ahí de donde surge para el cristiano que desea una vida centrada en la Trinidad, la necesidad de guardar, reservar, dedicar o brindar, me da igual el verbo que queramos aplicar, un día a la semana para dedicárselo a Dios de forma especialmente personalizada, además de lo que hagamos los otros seis días restantes mediante nuestros quehaceres, nuestra oración o nuestro descanso.

Me da la impresión que cuando Dios habla a los israelitas y les dice: ‘Seis días trabajarás y harás todas tus faenas. Pero el séptimo es día de descanso en honor del Señor tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tus hijos, ni tus siervos, ni tu ganado, ni el forastero que reside contigo’. (Ex. 20, 9-10), estaba marcando una pauta de comportamiento aplicando su pedagogía divina, más que un mandato sin más objetivo que constreñir al pueblo a su voluntad.

Israel tal vez necesitaba en ese momento que se le hablase así, recién salido de una esclavitud centenaria en Egipto para reencontrarse con sus propias raíces y con las relaciones con su Dios.

Para nosotros, Jesús nos marca un camino a seguir cuando en la cena de despedida de sus amigos aquel Jueves histórico y memorable, toma el pan entre sus Santas y Venerables manos y tras bendecirlo, dice: ‘Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía’. (Lc. 22, 19) .

Es, como dice a continuación con el vino, ‘la copa de la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros’ (Lc. 22, 20).

Santificarás las fiestas. Lo que aparenta una orden sobre santificar el domingo o los festivos relativos a Dios, la Virgen o sobre lo que la Iglesia considere, es más el deseo de Jesús de compartir con nosotros mismos aquel Jueves Santo haciéndose presente en la Mesa de la Eucaristía a la que Él mismo nos invita, que una obligatoriedad sin más objetivo en sí misma.

Será necesario añadir nosotros nuestra compañía a Dios a través del culto latréutico de la Eucaristía, para ir conformando poco a poco, paso a paso, el camino a nuestra santificación final.

La vivencia personal de la Eucaristía, sea dominical o diaria, debe tener unos sentimientos hondos, unas reflexiones maduras, que nos conduzcan a comprometidos planteamientos personales.

La Eucaristía encierra una profundidad mayor que un simple ‘cumplimiento con Dios’, como he oído decir a más de una persona.

Pienso que la Eucaristía debe ser vivida y contemplada desde el prisma de una concelebración conjunta entre el sacerdote que la preside y los cristianos presentes, laicos o religiosos, que participamos en ella.

Pienso que las palabras pronunciadas por el sacerdote para ser respondidas por la Asamblea, no son frases aisladas que ‘él dice y nosotros respondemos’. No, porque son una simbiosis de personalidades en las que el sacerdote desde el altar y la Asamblea desde el lugar que ocupa en el templo, conformamos una única e indivisible personalidad dentro de la liturgia eucarística, sin anular la personalidad de cada uno, como un pueblo unido por la misma fe, la misma esperanza, el mismo amor.

Viene a ser algo así como si Jesús estuviese hablando con nosotros en una conversación distendida y amigable en la que todos hablamos y disfrutamos alrededor de una Mesa, compartiendo el alimento que fortalece el espíritu y anima al cuerpo a incrustarse en las estructuras mundanas para hacer llegar a los demás con nuestra propia vida, con nuestro propio testimonio, (aun a pesar de nuestras limitaciones y pecados), la realidad de lo que estamos viviendo.

Cuando salimos a participar de las lecturas ya no es Fulano o Mengana los que podamos leer. Son Jeremías, Isaías, Pablo, Pedro, Juan que están presentes ahí en ese momento en el ambón a través de nosotros y hablan DIRECTAMENTE a los ocupantes de la nave del templo. Proclaman la PALABRA recibida valiéndose de la boca y de la personalidad del lector o lectora como si estuvieran en Nínive, Corinto, Jerusalén, Éfeso o en el lugar correspondiente de su predicación de antaño.

Cuando el sacerdote expone la homilía, la Asamblea estará oyendo a uno de los profetas del siglo XXI o al mismo Jesús del monte de las Bienaventuranzas que les está hablando a ellos y les está transmitiendo el mensaje de la Palabra como lo hacía en cualquiera de sus intervenciones públicas. Y nos sentiremos responsables de llevar a nuestras vidas aquello que más nos ha calado en un afán constante de superación y de búsqueda de la perfección que Dios nos pide que tengamos: ‘Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’. (Mt. 5, 48)
Para nosotros el ofertorio no debe ser simplemente ofrecer el pan y el vino a Dios. Es meter en el cáliz, simbolizado por las minúsculas gotas de agua que se mezclan con el vino, todo lo que conforma nuestra existencia: los pesares, las satisfacciones, los sufrimientos, las frustraciones, las angustias, las alegrías y tantas y tantas cosas como envuelven nuestra existencia, para ofrecérselos al Padre por mediación del sacerdote. Es poner nuestra vida en el altar. Es poner nuestra disponibilidad y nuestros talentos para dejarse modelar por Dios como barro en sus manos de Supremo Alfarero.

Es sentirnos concelebrantes cuando llegan las oraciones comunes de todo el pueblo, como el Gloria, el Credo o el Padre nuestro, pronunciadas a la vez que el sacerdote, de la misma manera que cuando varios sacerdotes concelebran pronuncian las palabras de la Consagración al unísono a la vez que extienden todos sus manos sobre el pan y el vino que pasan a ser, en función de su ministerio sacerdotal y la actuación del Espíritu Santo invocado en la epíclesis, el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Porque nosotros también nos debemos sentir sacerdotes al participar del Sacerdocio de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, en función del Bautismo que en su día recibimos.

La Comunión es algo muy especial. Nos hace sentir pequeños, insignificantes, en el momento de recibir esa Hostia que sabemos, por la Fe, que Jesucristo está todo entero con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y que viene a nosotros a visitarnos en nuestra morada a pesar de haberle dicho, como el centurión, que ‘no soy digno de que entres en mi casa ...’ Pero Cristo entra. ¡Vaya si entra! Y dentro de ese momento de íntima unión entre Dios y su criatura, fluye el diálogo que ‘recrea y enamora’. La música está callada. La soledad suena en el silencio interior. No existe el tiempo. Sólo está la Eternidad, el Todopoderoso, dentro de nuestra existencia haciéndose persona de nuestra persona al acogerlo en nuestra propia intimidad.

Eso no se puede entender. Es la Fe la que nos habla. Nosotros solamente podemos abrirnos a su misericordia, a su Gracia, y dejarnos poseer. Sólo nos queda enfrentarnos a nuestros límites humanos y decirle: ‘Padre. Gracias por ser quien eres y por ser como eres. Aquí me tienes con todas mis limitaciones, mis fallos y mi nada. Haz de mí lo que quieras. Lo acepto todo con tal de que tu voluntad se cumpla en mí y que yo sea instrumento de tu paz y vehículo a través del cual te manifiestes en este mundo que has redimido y que no te conoce porque no quiere conocerte. Ayúdame con tu Gracia para no defraudarte.’

Y cuando al sacerdote levanta su voz para terminar la Eucaristía y rompe el hechizo de ese momento mágico de intimidad divina, sentimos que hemos de mordernos el pensamiento y la voluntad para no enviarle alguna barbaridad mental.

Y sí. La Eucaristía termina en el templo. Pero la bendición final es el ‘Id y predicad el Evangelio a toda criatura.’ (Mc. 16, 15). ‘Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra’. (Hech. 1, 8).

Y la Eucaristía continuará en el altar de la vida diaria : en el taller, en el mar, en la casa , con la cotidianidad de cada día transformándola en la cotidianidad del taller de un carpintero llamado José, casado con una esposa de nombre María y un joven aprendiz llamado Jesús.

La próxima Eucaristía será una continuidad de la anterior y una nueva proyección hacia el futuro de la Iglesia que espera la Parusía final. Será la búsqueda permanente de la santificación personal y comunitaria.

Entonces encontraremos sentido a ‘santificar las fiestas’ y es cuando sentiremos la necesidad de seguir viviendo la Eucaristía. Será el balón de oxígeno espiritual que estaremos necesitando.

Obviamente este tema, como los anteriores y los que seguirán, Dios mediante, tienen muchas más cosas para profundizar en ellos, pero para eso les remito a los especialistas. Mi modesta aportación es lo que es, es como es y es lo que comparto con ustedes.

Les dejo con el Salmo 34 (33). Les invito a leerlo, meditarlo u orar desde su contenido.

Bendigo al Señor continuamente,
su alabanza está siempre en mi boca.
Mi alma se gloría en el Señor,
que los humildes lo oigan y se alegren.
Engrandeced conmigo al Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Busqué al Señor y Él me respondió
librándome de todos mis temores.
Mirad hacia Él: quedaréis radiantes,
y la vergüenza no cubrirá vuestros rostros.
Cuando el humilde clama al Señor, Él lo escucha
y lo salva de todas sus angustias.

domingo, 21 de junio de 2009

El Nombre de Dios



a) “No te harás escultura ni imagen alguna de nada de lo que hay arriba en el cielo, o aquí abajo en la tierra. No te postrarás ante ellas, ni les darás culto, porque Yo, El Señor tu Dios, soy un Dios celoso que castigo la maldad de los que me aborrecen en sus hijos hasta la tercera y cuarta generación, pero yo soy misericordioso por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos.
b) No tomarás en vano el nombre del Señor, porque el Señor no deja sin castigo al que toma su nombre en vano. (Ex. 20, 4-7)


Ya ven que he optado por tomar el segundo Mandato divino desde esa perspectiva del Libro del Éxodo, porque de este modo abarco estos dos aspectos.

Dios sigue participando hoy, como ha hecho siempre desde que nos creó, en la Historia. Y continúa dándonos pautas de comportamiento a pesar de estar en el siglo XXI, porque aunque haya enviado a su Hijo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, en la persona de Jesús de Nazaret, que nos dio un programa de vida en las Bienaventuranzas y luego lo resumió todo en el Mandamiento del Amor, también nos habló de la vigencia del Decálogo cuando dijo: “No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de la Ley y los Profetas; no he venido a abolirlas, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias. Porque os aseguro que mientras duren el cielo y la tierra la más pequeña letra de la Ley estará vigente hasta que todo se cumpla” (Mt. 5, 17-18).

En Jesucristo la Historia se personifica hasta el extremo de que ésta se organiza en dos grandes etapas: antes de Cristo y después de Cristo.

Entonces voy a tratar brevemente de las imágenes de Dios, la Virgen o los santos, consciente de mis limitaciones y remitiéndome siempre a la Doctrina oficial de la Iglesia Católica.

En diversas ocasiones he oído decir que esta Iglesia ADORA las imágenes de la Virgen o los santos, lo cual NO ES CIERTO. Voy a intentar explicarlo.

La Biblia aclara que no es lo mismo ‘ídolo’ que ‘imagen’ como adorno o símbolo que nos recuerda una determinada persona cuyas virtudes han quedado patentes.

En Ex. 25, 17-22, podemos leer que es Dios mismo quien da instrucciones: “Haz también dos querubines con oro batido y colócalos a los dos extremos de la plancha. Pon un querubín en un extremo y el otro querubín en el otro.” Etc. Los dos querubines del Arca de la Alianza eran adornos, los hicieron hombres y jamás el pueblo israelita los consideró ‘ídolos’. Ni tampoco Moisés que en este sentido era intransigente, como ya sabemos, por el episodio del becerro de oro. A ese sí que lo adoraron.

También tenemos esta otra cita en la que Dios dice a Moisés: “Hazte una serpiente de bronce, ponla en un asta, y todos los que hayan sido mordidos y la miren quedarán curados. Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso en un asta. Cuando alguno era mordido por una serpiente, miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado” (Núm. 21 8-9) . ¿Se dan cuenta? Es el mismo Dios quien encarga a Moisés que haga una serpiente de bronce para que cuantos fueran mordidos por las serpientes venenosas la mirasen y sanasen de las mordeduras. Pero NO la adoraban.

La Iglesia Católica acepta la VENERACIÓN a las imágenes de la Virgen o los santos en tanto que nos CONDUCEN, nos LLEVAN, a verlas como ejemplo a seguir por sus virtudes (algunas en grado heroico) o por vivir el Evangelio en un grado de perfección elevado. Por tanto no tiene ningún sentido decir que la Iglesia ADORE a cualquier santo o a la Virgen, (el Arca de la Nueva Alianza, como dice la letanía del Santo Rosario), a la cual se le da un culto especial llamado de HIPERDULÍA, por ser la Madre de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, pero éste NO ES un culto de Adoración o de Latría, que solamente se le da a Dios.

En cuanto al mismo Dios, ¿cómo vamos a hacer imágenes suyas si es un Espíritu Purísimo? Podremos representar a Jesucristo en diversos momentos de su vida humana (vida pública, Pasión, Muerte o Resurrección) pero a esas imágenes no se las adora porque no están representando a Dios si bien están refiriéndose a Él. Esas imágenes tienen mucho que ver con la historia del Arte universal, en el cual los distintos artistas de diferentes naciones, según el momento histórico que les ha tocado vivir (Románico, Gótico, Renacimiento, Barroco, etc. etc.), han plasmado en la pintura o en la escultura (incluso en arquitectura) su personal visión de la religiosidad de la época, pero en ningún caso se ha hecho como ‘ídolos’ para ser adorados, lo cual hubiese sido una auténtica aberración.

“El nombre de Dios adorado por los ángeles”, pintura del encabezamiento de esta entrada, es un magnífico fresco de la bóveda del Coreto de la Basílica de Nuestra Señora del Pilar (Zaragoza), que Francisco de Goya y Lucientes, pintó en el siglo XIX, desde su particular visión del tema que trato, y a nadie se le ocurre pensar que haya que adorar nada en esa pintura, pero sí nos puede conducir a recordarnos lo que Dios debe representar para nosotros y analizar nuestra relación personal con Él.

Jesucristo, que siempre es veraz y habla muy claro, (es el LOGOS), habla de la glorificación del nombre de Dios. Veámoslo. El Domingo de Ramos ha pasado. Jesús habla de su muerte y dice: “Me encuentro profundamente abatido, pero ¿qué puedo decir? ¿Padre, sálvame de esta hora? ¡Pero si he venido precisamente para aceptarla! Padre, glorifica tu Nombre. Se oyó esta voz venida del cielo: Yo lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. (Jn. 12, 20-32). Si Jesucristo hace esta petición a su Padre será, entre otras cosas según pienso, para enseñarnos que también debemos hacer lo mismo.

A veces me pregunto si cuando ante una situación de mayor o menor gravedad se dicen frases como ‘Dios no debería hacer esto o aquello’, o ‘¿Por qué tiene que permitir Dios esta catástrofe?’ y otras frases semejantes, no se estará fabricando un dios a nuestra medida según nuestros parámetros humanos, con lo cual estaremos fabricando un ‘ídolo’ hecho con manos o pensamientos humanos, porque ¿quiénes somos nosotros para atribuir a Dios cosas que no le son propias? ¿Por qué no dejamos a Dios que sea QUIEN ES Y COMO ES y nosotros nos ocupamos más y mejor de nuestras cosas y de nosotros mismos? Por favor. No reduzcamos a Dios a nuestros pobres límites humanos porque Él es infinitamente superior a nosotros y sus planes y sus pensamientos no son los nuestros.

Después de todo esto que he comentado paso al segundo punto del encabezamiento. ¿Qué es tomar en vano el Nombre de Dios?

Yo recuerdo que siendo un niño entre siete u ocho años por lo visto no hacía las cosas como deseaba mi familia. Esto motivó que una persona ajena a la misma, con la buena intención de apoyar los criterios educativos de mis mayores, dijo esta frase: ‘Piensa que si no obedeces a tus padres Dios te castigará y te irás al infierno’. Yo, con semejante edad, les aseguro que tenía miedo auténtico, casi terror, cuando oía semejantes cosas.

Después, ya adulto, fui descubriendo que Dios no era nada de todo eso. Más bien era todo lo contrario. Y distintos sacerdotes me fueron ayudando a descubrir el Dios-Amor que no desea la muerte del pecador, sino su conversión, y que nos llama a estar con Él, a trabajar con Él, a dialogar confiadamente con Él.

Pero esa frase me lleva a presentarles que eso podría ser una forma de tomar el nombre de Dios vanamente y totalmente fuera de lugar.

Más aún. Les propongo que consideren esta situación: Un grupo de madres jóvenes está esperando que sus hijos respectivos salgan del colegio, El tema de su conversación: dejar de fumar. En el desarrollo de la misma surge esta expresión de labios de una de ellas: ‘Te juro que ya fumo la mitad de cigarrillos que el mes pasado’.

Esta situación expuesta es ficticia, pero sí les puedo asegurar que he sido testigo presencial de varias conversaciones en las que la expresión ‘Te juro que…’ fue empleada en contextos baladíes y carentes de importancia.

El juramento. ¡Qué poco solemos conocer de él! Estamos acostumbrados a que algunos altos cargos de la Nación ‘juran’ su cargo ante un crucifijo y con la mano puesta sobre una Biblia. Pero apenas conocemos el significado del acto de ‘jurar’.

Pues es, ni más ni menos, que PONER A DIOS COMO TESTIGO DE LO QUE AFIRMAMOS. Y eso significa que a Dios debemos dejarlo tranquilo en temas carentes de significado o sin importancia. Su nombre merece bastante más que emplearlo en temas insignificantes.

Recuerdo que cuando era estudiante y salía este tema en clase de Religión, el profesor nos insistía una y otra vez en que nos metiéramos en la cabeza que para ser válido un juramento debía cumplir tres condiciones: a) Que el tema motivo del juramento fuese cierto. b) Que sea justo aquello que juramos y c) Que haya una necesidad absoluta, sin precipitaciones y ponderadamente, de hacer el juramento; de poner a Dios como testigo.

Jesucristo nos da una pauta: “Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados ‘No jurarás en falso sino que cumplirás lo que prometiste al Señor con juramento’. Pero yo os digo que no juréis en modo alguno,…Que vuestra palabra sea sí cuando sea sí; y no cuando es no. Lo que pasa de ahí, viene del maligno”. (Mt. 5, 33-37). Es decir: que nuestra palabra (nuestra palabra de honor) debe ser suficiente por sí misma como veraz sin necesidad de invocar a Dios como testigo. Si no somos creíbles para nuestros semejantes, ¿qué clase de personas seremos? ¿O es que no nos fiamos unos de otros? Esto ya sería muy serio. (No he puesto toda la perícopa por razones de espacio, pero sería conveniente leerla.)

Como he dicho en ocasiones anteriores, con el honor de Dios no se debe jugar. Y su nombre debe ser respetado.

Por cierto. Esto nos lleva a otro tema: la blasfemia, desgraciadamente tan usual en nuestros días. Es una pena. Porque querer ofender a Dios, a la Virgen, a los santos o las cosas sagradas es una infamia que no conduce a ninguna parte porque Dios es inmutable. Eso sin contar con que educativamente muestra el mal gusto, la bajeza y la carencia de respeto hacia las personas que la escuchan.

No, amigos. El nombre de Dios es suficientemente grande y digno para que se le nombre con todo el respeto y la consideración que su grandeza y majestad merece.

Y el amor que nos tiene a toda la Humanidad, sean quienes fueren, requiere una correspondencia adecuada, ¿no les parece?

Y les dejo con un nuevo Salmo, el 13 (12). Se le titula “Bendito sea el nombre del Señor”. Me parece suficiente los versículos 1 al 3, pero si lo desean y lo meditan entero, podrán descubrir la riqueza que contiene.



¡Aleluya!
¡Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor!
¡Bendito sea el nombre del Señor
desde ahora y para siempre!
Desde la salida del sol hasta su ocaso
sea alabado el nombre del Señor.

viernes, 12 de junio de 2009

El Primer Mandamiento

Es posible que sea iterativo, pero aun a riesgo de ello debo advertir que no voy a tratar los temas del Decálogo ni de ningún otro tema como los especialistas respectivos, pues no lo soy, pero sí deseo hacerlo desde un punto de vista personal, dentro de la doctrina oficial de la Iglesia Católica y sin ningún ánimo de polemizar.

Cuantas veces escucho Radio María y a través de sus ondas me llegan las charlas de Obispos y sacerdotes, en muchos casos elevadas, bien argumentadas, fenomenalmente expuestas y con vocabulario adecuado y preciso, los admiro y los escucho, pero yo, al no llegar donde ellos llegan, pienso que eso no significa que no pueda dar mi opinión desde otro aspecto y con formas diferentes. En cualquier caso, soy yo con mis circunstancias quien tiene la osadía de hacer estas exposiciones en el blog, con mi estilo personal y siempre confiando que el Espíritu divino me asista como cristiano de la calle que intenta vivir el cristianismo y exponer sus puntos de vista.

En fin. Que no sé en qué camino me he metido, pero siento que como laico comprometido hasta la médula con mi Dios y Señor, Uno y Trino, también debo dar mi opinión respecto al Decálogo, que, personalmente, siempre he procurado cumplir, y desde mi propia experiencia, que como siempre, comparto con todos ustedes. Por supuesto ha habido (y hay) fallos por mi condición humana y pecadora como le puede pasar a cualquiera, pero siempre me he encontrado con el perdón de Jesucristo en el Sacramento de la Confesión.

“No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de la Ley y los Profetas. No he venido a abolirlas sino a llevarlas hasta las últimas consecuencias. Porque os aseguro que mientras duren el cielo y la tierra la más pequeña letra de la Ley estará vigente hasta que todo se cumpla”.(Mt. 5, 17-18)

Con esta frase de Jesucristo arranca el sentido de mi entrada de hoy. Veamos.

Si miramos el libro del Éxodo podremos leer: “Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto, de aquel lugar de esclavitud.” (Ex. 20, 1-6). No pongo toda la cita por no alargarme, pero léanla, por favor. Leído así ese texto, parece que nos ponemos ante un Dios severo que parece decir: ‘¡Eh! Que Yo he hecho esto por vosotros y ahora como pago o contrapartida debéis hacer…’

No. Nada más lejos de la realidad. No olvidemos el contexto de la época en que Dios se dirige a su pueblo, la mentalidad de éste y la de los pueblos limítrofes que tienen sus propios dioses y Dios sabe que su pueblo puede seguirlos y apartarse de Él, como ya lo demostró con la idolatría del becerro de oro.

Es un momento muy difícil para Israel que está pasando de ser un pueblo esclavo, sometido a las leyes y arbitrariedades egipcias, a ser un pueblo libre y cultual que quiere ser agradecido a su Dios por haber escuchado su clamor y haber enviado un libertador como Moisés en el que tiene puesta su confianza como mensajero de Yavéh y líder en el éxodo por el desierto.

No tiene leyes, no sabe regirse todavía por sí mismo, pero sí tiene añoranza, en ocasiones, por la comida de Egipto: ‘¡Cómo nos acordamos de tanto pescado como comíamos en Egipto, de los cohombros, de los melones, de los puerros, de las cebollas, de los ajos! (Núm. 11, 5). Tiene tendencia a mirar hacia atrás en lugar de proyectarse hacia el futuro. (Como puede pasarnos a nosotros en ocasiones).

Realmente necesitaba una normativa y Dios, que siempre está pendiente y conoce lo que nos conviene a cada momento, comunica a Moisés el camino a seguir a través del Decálogo y otras normas. Quien tenga curiosidad y quiera, puede leer el libro del Éxodo del capítulo 20 hasta el final de este libro. Encontrará ‘algunas’ normas.

Hay una expresión que Dios dice a Moisés en el Sinaí cuando éste desea saber qué dirá a los israelitas cuando le pregunten cuál es el nombre del Dios de sus padres. Fíjense la respuesta: “YO SOY EL QUE SOY”. (Ex. 3, 11-15).

Esta respuesta siempre me ha llamado la atención, porque aunque aparenta decirle algo así como ‘¿Y a ti qué te importa mi nombre o quién soy?’, si analizamos el sentido profundo de la expresión lo que está manifestando realmente es que su Omnipotencia está fuera de todos los parámetros humanos de inteligencia y comprensión. Nosotros no podemos estar en ese nivel.


Quiere dejar claro que estaba con Israel como lo está hoy con nosotros, oyendo nuestros clamores diarios como oyó entonces los de su pueblo. Diariamente nos está enviando su Mensajero y Libertador en la Persona de Jesucristo Eucaristía.

Ahí está el nuevo Dios libertador que continúa cuidando su nuevo pueblo sanándolo de sus heridas psíquicas o espirituales conseguidas en las pequeñas batallas de nuestro quehacer diario, educándonos como un padre y una madre hacen con sus hijos toda la vida, santificándonos cuando a pesar de nuestras limitaciones de criaturas hacemos realidad la esperanza y la fe que Dios tiene depositada en cada uno de nosotros, con nuestros nombres y apellidos.

El ‘leitmotif’ es ese: interpretar el ‘amar a Dios sobre todas las cosas’ como una entrega incondicional a Él con una vida llena de dignidad y libertad, de manera que cuando nos vean a nosotros, con nuestra propia forma de ser y de vivir, vean a Dios a través de nosotros. Que seamos un reflejo de Dios.

Tenemos por una parte ese hálito de Dios transmitido en la creación de nuestros primeros padres en el Paraíso y heredado por todo el género humano. Por otra parte también tenemos la Ley Natural, contenida en el Decálogo y en nuestro interior como Ley de Derecho Divino, y corroborada por Jesucristo en la frase del encabezamiento de este escrito. ¿Comprenden ahora por qué les decía que de la cita de San Mateo, 5, del principio arrancaba el sentido de esta entrada?

Y Dios reclama exclusividad para Él no por egoísmo propio, ya que en Dios no cabe ese sentimiento porque al ser una imperfección no puede tener cabida en su Ser que es la perfección suma, sino por nosotros, por nuestro bien, para que nos alejemos de cuantos baales, astartés, kishares o anshares del siglo XXI, ya que, como el pueblo israelita, somos capaces (y lo somos de hecho, como veremos después) de crear nuestro(s) propio(s) ‘becerro(s) de oro’ y caer en una idolatría de estos tiempos que nos toca vivir.

Pienso que cuando hay personas que buscan amuletos con el pretexto de que ‘traen buena suerte’, o atribuyen a ciertas cosas un carácter que realmente no tienen (la mala suerte del número 13 o pasar por debajo de una escalera, etc.), o que piensan que con determinadas prácticas a través de la quiromancia o la cartomancia se puede adivinar el futuro, etc., lo que realmente están buscando es una seguridad, unos apoyos equivocados. Acaso estén buscando a Dios sin saberlo, pero por caminos equivocados.

A Dios se le busca desde la fe, desde una confianza ilimitada en Él, desde un ponernos en sus manos fiándonos de su amor paternal y maternal hacia nosotros. Y esa Trinidad Creadora, Santificadora, se nos dará a tope con fiarnos totalmente en Ella. Dios quiere que demos el salto en de la fe para caer en sus brazos amorosos. “Fijaos cómo crecen los lirios del campo.; no se afanan ni hilan; y sin embargo os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno Dios la viste así,¿qué no hará con vosotros, hombres de poca fe?” (Mt. 6, 28-30). Ya sé que ese fragmento evangélico hace referencia al vestido, pero no exclusivamente. También hace referencia al cariño providente de Dios a cada uno de nosotros.

Se trata de evitar que esos falsos ‘dioses’ a los que hoy se rinde culto, porque a quien sea no le interesa que se redescubra al auténtico Dios, el de siempre, el que envió a su propio Hijo a morir por el Género Humano para liberarlo de una esclavitud peor que la de Egipto como es la del pecado, se interpongan entre el Padre y nosotros.

Esos ídolos del deporte, de los macroconciertos, del ocio, del poder, del alcohol, de las drogas y de tantos etcéteras como podríamos encontrar, que sin darnos cuenta nos pueden embrutecer y llevarnos a un alejamiento de nosotros mismos, así como a una carencia de valores y de una personalidad con sólidos criterios propios.

¿Significa eso que es malo ir a conciertos, al fútbol, admirar a figuras del deporte o de la música o divertirse? ¡No, por favor! No es eso. Esas cosas son buenas en principio. Yo mismo soy un gran admirador de Juan Diego Florez y de su magnífica voz de tenor y de sus facultades, así como de otros cantantes, músicos o literatos. Me refiero a que no nos dejemos arrastrar por esas cosas ni por ninguna otra con rumbo a la nada, dejando de ser nosotros mismos y perdiendo el norte de nuestra vida y de nuestro Dios auténtico.

Todos esos ídolos de hoy tienen tendencia a capturarnos con mucha sutileza. Cuando vamos a darnos cuenta nos vemos ‘cogidos’ por ellos hasta el extremo de justificarlos y ver como algo totalmente ‘normal’ todo lo que hacemos, aun a costa de humillar o pisotear a nuestros semejantes. Y, francamente, esto es muy triste.

El “no tendrás otros dioses” es una fuerte y sonora llamada de atención del Padre común de todos a que nos centremos en Él, camino de nuestra instalación permanente en una libertad que nos viene directa y gratuitamente de nuestro Creador.

Permítanme una confidencia personal que comparto con ustedes. Nunca me cansaré de dar gracias a Dios por “SER QUIEN ES” y por “SER COMO ES”. Así. Tal cual. De ese modo me pongo en sus manos con absoluta confianza en que va a entender mis limitaciones en todos los sentidos. Yo estaré dándole culto de Latría desde esas limitaciones, pero nada más. Lo acepto como es y no me preocupo de nada más, porque Él también me acepta a mí como soy con mis ansias de perfección y de eternidad. El resto lo pone Él. (Que no es poco, ¿verdad?).

Acabo ya, pero como la vez anterior, les dejo con otro Salmo. Esta vez es el 103 (102), versículos 13 al 18:


Como un padre siente ternura por sus hijos,
así siente el Señor ternura por sus fieles;
Él sabe de qué estamos hechos,
se acuerda de que somos polvo.

Los días del hombre son como la hierba:
florecen como la flor del campo,
pero cuando la roza el viento deja de existir,
nadie la vuelve a ver en su sitio.
Pero el amor del Señor a sus fieles dura eternamente,
y su salvación alcanza a hijos y nietos,
a todos los que guardan su alianza
y se acuerdan de cumplir sus mandamientos.

Bueno, pues... ahí está. Les deseo lo mejor. Hasta siempre.

sábado, 6 de junio de 2009

El Decálogo, ¿desfasado?

Hace tiempo que vengo observando los acontecimientos que de ordinario me van rodeando, tanto a nivel de mi localidad como a nivel nacional o mundial. Resultado: Un desconcierto en todos los ambientes. El sentir general de las gentes con las que hablo es que hay una crisis de valores humanos (y cristianos también), que hace patente una crisis general también a nivel de las familias.

No se da el valor que siempre ha tenido el hecho de respetar las personas, especialmente a las que ya tienen cierta edad, a los que incluso se les llega a despreciar. La violencia, los robos violentos, los malos tratos y especialmente se observa, lamentablemente, que no existe el respeto a ese bien natural e incuestionable que cada persona tiene y disfruta, como es la vida.

Se mata con el menor pretexto.

El aborto y la eutanasia se nos presentan como un progreso social hasta el extremo de afirmarse por parte una determinada persona, con cargo importante en el Gobierno de una Nación, que fue preguntada en una entrevista en una determinada Cadena de Radio si un feto de trece semanas, (que se asemeja mucho a un bebé), es un ser vivo, y ella respondió: "Un ser vivo, claro, lo que no podemos hablar es de ser humano porque eso no tienen ninguna base científica". Todo es válido con tal de justificar el aborto. Demencial, ¿no?

Se pide la protección de animales y plantas en peligro de extinción, lo cual está muy bien . Se pide que no se les maltrate, que también está muy bien, pero ¿y a los niños que están dentro del vientre materno y se les mata? ¿Y a los ancianos a los que se les quiere aplicar la eutanasia activa?

Pienso que solamente Dios es Señor de la vida y de la muerte. Pienso también que ese mismo Dios entregó en un momento dado a una determinada persona y en un monte concreto, unas tablas de piedra conteniendo lo que se ha venido en llamar ‘Los Diez Mandamientos’, que no son otra cosa que la propia Ley Natural que todo ser humano llevamos impresa en nuestro ser, aunque haya personas, acaso en número excesivo, que se empeñen en ignorarlos pensando que ya están desfasados para el siglo XXI y optan por actuar a partir de sus propios impulsos, de su propia voluntad, de su propio egoísmo, ignorando a Dios, sus planes, sus preceptos, sus pensamientos, sus proyectos con la Humanidad e incluso ignorando o cuestionando su existencia.

Y eso no es así. Dios, además de existir, nos quiere con locura. Desea nuestro bien y nuestro auténtico progreso a partir de sus Normas que, en definitiva, entregó a Moisés para nuestro bien. No importa que los primeros destinatarios fuesen los israelitas en pleno desierto. Nosotros hoy vamos caminando por otro desierto y nos vienen de maravilla para esa travesía personal. En ellos está el germen de todos los valores humanos y cristianos. Solamente hay que desarrollarlos en nuestra existencia y ponerlos en funcionamiento. Personalmente pienso que esto es uno de los talentos que Dios nos entregó al nacer y del que nos pedirá cuentas de los intereses que ha obtenido a través de nuestra gestión.

“Los hombres y mujeres de hoy somos libres. Nadie puede impedir que la sociedad progrese hacia la libertad”, parecen decir algunos sectores de la sociedad que ven los Mandamientos como algo caduco. Pero no es válido. Se confunde la libertad con el libertinaje, con el ‘todo vale’ para conseguir más dinero, más disfrute, más ‘tener’ en lugar de ‘más ser’. La realidad es otra aunque no quieran verla ni reconocerla. Es el egoismo personal quien suele imperar en todo.

Los Mandamientos, al ser de origen divino, son inmutables. Como su Autor. Llevamos algunos miles de años desde su promulgación en el Sinaí y siguen jóvenes, lustrosos y útiles. Solamente habrá que descubrir la relación entre valores y Decálogo para darnos cuenta de la vigencia de ambos. ¡Si es que son inseparables! Esos diez Mandatos sí que son el auténtico camino hacia la auténtica libertad si sabemos integrarlos en la cotidianidad de cada momento de la vida. Incluso me atrevería a decir que son de una gran ayuda para sacar pecho ante las dificultades del día a día. Además, “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc. 13, 31). Recuerdan esta cita de Jesús, ¿verdad? Pues…eso. No hace falta más comentario. Lo dice el LOGOS, la Palabra. ¿Qué vamos a añadir nosotros?

Por otra parte no debemos perder de vista que Dios mantiene su fidelidad a las personas de todos los tiempos, incluidas las de hoy. Y ahora, lo mismo que antes, también pide una correspondencia de nuestra fidelidad a Él. Cuando los Profetas hablaban en nombre de Dios, ¿cuál solía ser el motivo de su queja o su denuncia? Que los hombres se alejaban de Yavéh y rompían su Alianza con Él.

Hoy se repite la historia. Las personas solamente ven la corteza de los Mandamientos, su forro, su portada,… Pero debemos ahondar en el mensaje, en su contenido profundo. Sólo así encontraríamos la Gloria de Dios que está latente en ellos así como el camino que nos conduce a la verdadera libertad.

Y, por favor. No pensemos que los Mandamientos solamente hacen referencia a Dios y a los demás. También son una guía para nosotros mismos. Debemos vernos reflejados en ellos, autoanalizar nuestro comportamiento, nuestras actitudes hacia nosotros mismos y hacia los demás.

No son una pesada losa para nosotros, sino una alianza de Amor de Dios para con su pueblo que somos nosotros. Si pensamos las cosas, veremos que cumpliendo su contenido no habría necesidad de tener cárceles, ni puertas blindadas, ni temor a posibles robos, ni violaciones, ni policías… El respeto mutuo, nacido de esa Alianza entre el Creador y nosotros, sería quien vendría marcando las pautas de nuestra conducta.

Cuanto más meditemos sobre este bendito Decálogo, más descubriremos la acción de Dios en nosotros, más descubriremos el amor que nos tiene, más descubriremos quienes somos nosotros a nivel personal y comunitario, más descubriremos el cuidado amoroso del Creador hacia su criatura al descubrir en estas normas los cuidados personales de unos con otros.

Y acabo, pero no me resisto a la tentación de hacerlo con unos versículos del Salmo 19 (18) versículos 8 al 12 :



La Ley del Señor es perfecta; es descanso para el hombre,
El mandato del Señor es firme; hace sabio al ignorante;
Los preceptos del Señor son rectos: dan alegría al corazón;
El mandamiento del Señor es diáfano: da luz a los ojos.
El temor del Señor es puro: estable para siempre;
Los juicios del Señor son verdad: todos justos por igual;
Son preferibles al oro, al oro más fino;
Y más dulces que la miel, más que el jugo del panal.

Por eso tu siervo está atento a ellos,
Y los guarda asiduamente.


Saboréenlo. Y no tengan miedo a orar con todo este Salmo. Que Dios les bendiga.