domingo, 31 de enero de 2010

¿Hijos pródigos? ¡Pues claro que lo somos!

‘Confesar los pecados mortales, al menos, una vez al año, en peligro de muerte y si se ha de comulgar’.

Dicho así, de entrada, me podrían decir que ya conocen cuál es el segundo Mandamiento de la Santa Madre Iglesia, pero es que de alguna manera tenía que empezar a hablar del Sacramento del Perdón de Dios, de la Reconciliación con Dios, del sabor espiritual del Amor que nuestro Padre nos tiene a cada uno, de forma personalizada e infinita. De cualquier modo, pienso que es un buen preámbulo o una buena introducción a este Sacramento.

No obstante me da la impresión, por lo que veo a mi alrededor, que a este Sacramento no se le valora como se debe y merece.


Ignoro si ustedes también lo observan, pero personalmente veo colas enormes a la hora de la Comunión en las Misas (en ocasiones hemos estado el sacerdote celebrante y cuatro Ministros Extraordinarios más ayudando), pero los confesionarios han permanecido vacíos o han tenido poquísima gente. Seis como máximo. De pena, ¿no creen? Es como para hacer un análisis crítico y sacar nuestras propias conclusiones.

Y aunque las causas pueden ser muy variadas, no es el objetivo de este tema. Desde estas líneas me gustaría profundizar en el Sacramento en sí mismo aterrizando en nosotros mismos que somos los destinatarios directos de este Sacramento y de todos los demás, sin ser, ni mucho menos, exhaustivo. Y como siempre, es una satisfacción personal compartir con ustedes mis propias experiencias.

Creo que todos conocemos y hasta es posible que hayamos meditado, incluso más de una vez, la parábola del ‘Hijo Pródigo’. (Lc. 15, 11-32). Más o menos, todos nos hemos visto retratados en ella sintiéndonos el hijo que se marcha del hogar paterno. Esa es la razón por la que he puesto el título que han visto en el encabezamiento de la entrada. Todos somos pecadores en mayor o menos grado, pero no por eso nos vamos a rasgar las vestiduras, porque teniendo un Padre como el que tenemos, ¿qué vamos a temer? ‘Os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse’. (Lc.15, 7).

Para Dios, perdonar es una gran fiesta en la que la alegría y el regocijo adquieren el carácter de divinos porque hemos permitido a Dios Ser-Él-Mismo: Amor, Perdón, Acogida, Ternura, Cariño,…infinitos.

Metámonos en esta escena: Una mujer pecadora llora sus pecados a los pies de Jesús, realmente arrepentida al enfrentarse a la vida que ha llevado. Va a Jesús. No le dice nada. Sólo llora. En un momento determinado surge una voz que la envuelve en el Perdón: ‘Tus pecados te son perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz’. (Lc. 7, 48-50). ¿Cómo sería este momento para Jesús que perdona y para la mujer que se ve libre de las ataduras amargas de su vida anterior? ¿Qué sentiría la mujer al oír la voz del Maestro y su gesto liberador? ¿Qué hubiésemos sentido nosotros de haber estado presenciando esa escena? No lo sé, pero sí sé que es para estar meditando este fragmento evangélico unos momentos antes de acercarnos al confesionario.

La actitud de Jesús es idéntica a la del padre de la parábola del Hijo Pródigo: acoge a la hija arrepentida que, sin palabras, pide perdón. Es el signo de la misericordia divina que queda patente ante la actitud de conversión del/la pecador/a arrepentido/a.

Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica ‘Reconciliatio et Paenitentia’, dice que: ‘el hijo que desea volver a los brazos de su Padre y de ser perdonado, nos representa a todos y cada uno de nosotros’.

Pero nosotros, ¿sentimos realmente eso en nuestro interior? Porque me da la impresión que cuando en cualquiera de las Eucaristías a las que asistimos empezamos a rezar ‘Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra u omisión…’, cuando acabamos de decirlo y, sobre todo, cuando finaliza la Misa, en nuestro interior no nos reconocemos tan pecadores en la práctica de la vida diaria, ni a sentir la necesidad de recibir el Sacramento de la Reconciliación con la frecuencia que debiéramos.

El Mandamiento de la Iglesia de confesar, al menos, una vez al año, supone una actitud de mínimos. Para el cristiano consciente y enamorado de Dios, debe suponer una frecuencia mucho mayor.

Recuerdo que en la homilía de un determinado domingo, el sacerdote celebrante nos decía: ‘Yo, siendo sacerdote, me confieso cada quince días. ¿Y vosotros? No hace falta que me contestéis. Es suficiente que os respondáis vosotros mismos’. Les puedo asegurar, por lo que pude ver, que fue un comentario acertado y efectivo. Caló en las conciencias de muchos de los asistentes y aumentó notablemente las colas en el confesionario.

Jesús nos regaló el Sacramento de la Reconciliación y no tenemos derecho a arrinconarlo, a no usarlo, porque estaríamos despreciando o desestimando su gran detalle de amor para con nosotros. ‘Paz a vosotros. Como me envió el Padre así os envío Yo. Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retengáis les serán retenidos’. (Jn. 20, 21-23). Esta es la clarísima institución del Sacramento del Perdón el mismísimo Domingo de Pascua, dando Jesús potestad de perdonar los pecados en Su nombre, a los Apóstoles y a sus sucesores. Un magnífico regalo para todos nosotros, ¿no?

Este fragmento evangélico me da pie para tocar una determinada postura de un determinado número de personas que plantean una cuestión: ‘Yo me confieso con Dios’. Bueno. No dudo de su buena fe, pero sí dudo de su conocimiento de la Religión que dicen profesar y del desconocimiento del Evangelio. El fragmento evangélico de Juan anteriormente citado expone sin lugar a dudas que el Perdón de Dios debe llegar de la mano de un sacerdote por voluntad expresa de Jesucristo a quien decimos seguir. Esa expresión suena a excusa barata para esconder el posible miedo a enfrentarse a su propia realidad de pecador, a ponerse delante de Dios que no es juez, sino Padre que lo espera con los brazos abiertos, a decir a un hombre determinado (pero sacerdote) sus pecados, sus angustias, sus problemas que le impiden caminar con libertad y alegría por la vida.

Además. ¿Qué garantía tiene que con su ‘confesión’ con Dios, Éste le ha perdonado sus pecados? ¿Cómo lo sabe? ¿No será más sencillo y efectivo oír las palabras del sacerdote diciendo: ‘Escucha cómo Dios te perdona’. Y a continuación, extendiendo sus manos sobre el penitente, continúa: ‘Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz. Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO’. Y cuando quien se confiesa responde ‘amén’, allá en el Cielo, en la Eternidad, en el Reino de Dios o como queramos llamar a la morada del Dios Uno y Trino, revienta la alegría, la fiesta, el regocijo y quién sabe cuántas cosas más por el pecador arrepentido que vuelve a la amistad con el Padre.

No. El sacerdote no es un hombre cualquiera. En virtud del Sacramento del Orden Sacerdotal está revestido de una Gracia especial. Es un hombre de Dios. Es el puente que nos lleva a Dios. Es quien hace posible la Gran Fiesta Celestial al administrar el Perdón divino.

Porque en el momento de la Confesión el sacerdote representa a Cristo. Es Él mismo quien está actuando, acogiendo, a través del sacerdote, que se convierte en su instrumento visible para perdonar y sanar nuestras conciencias. Él es el continuador de la misión de los Apóstoles.

Esa es la razón por la que no debemos confesar los pecados solamente una vez al año. Cuando la Confesión es frecuente se van modificando en nosotros las malas tendencias porque vamos recibiendo nuevas Gracias de la Trinidad que nos ayudan a eliminar esos defectos que nos impiden llegar a la santidad y, a la vez, ir adquiriendo virtudes. El resultado, a un plazo más o menos largo, es ir consiguiendo esa perfección de la hablaba Jesús: ‘Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto’. (Mt. 5, 48). Pienso que vale la pena.

Pienso que este Sacramento no es para vivirlo como una rutina, como un ‘porque sí’. Es mucho más serio al ser un encuentro con Dios, como en cualquier otro Sacramento. Hemos de intentar vivirlo como un encuentro personal con el mismísimo Jesucristo y prepararnos a la Confesión siempre de forma especial como si fuese la primera vez que lo fuésemos a recibir.

Valdría la pena prepararnos previamente con alguna lectura de la Palabra de Dios que nos ayudase o animase a recibir el Sacramento; hacer el examen de conciencia reposadamente, con mucha tranquilidad y responsabilidad y tener una oración que finalizase este preámbulo, a ser posible nacida de nuestro corazón. No temamos improvisar. Aquí sí que tenemos que dirigirnos a Dios pidiéndole ayuda y Gracia para hacer una buena confesión que nos reconcilie con Él. ¿Sería una barbaridad que retumbase en nuestros oídos la respuesta de Dios diciéndonos: ‘En la palma de mis manos te tengo escrito. Aunque tu padre y tu madre te abandonen, Yo no te abandonaré’. (Is. 49, 15-16). ‘Alargó de lo alto la mano y me recogió, me recobró de las enormes aguas, me tomó, me dio respiro, me salvó, porque me quiere’. (Sal. 18(17), 17-20).
Pienso que sí somos realmente hijos pródigos todos los mortales. Y a todos nos tiene preparado un lugar en su morada. Solamente es necesario querer. Y querer, es poder.

Les dejo con estos fragmentos del Salmo 32(31)

Dichoso el que ve olvidada su culpa y perdonado su pecado.
Dichoso aquel a quien el Señor no le imputa la falta,
Y en cuyo espíritu no hay engaño….


Por eso te importan todos los fieles en los momentos de angustia,
Y aunque se desborden las aguas caudalosas, no los alcanzarán.
Tú eres mi refugio, me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación.
Yo te instruiré, te mostraré el camino a seguir.
Y me ocuparé de ti constantemente…

Muchas son las penas del malvado,
Pero al que confía en el Señor lo envuelve el amor.


Que nuestro Dios, Uno y Trino, y su Madre nos bendigan a todos.

domingo, 24 de enero de 2010

Hombre y mujer, ¿son complementarios? El Sacramento del Matrimonio (y II)

Vimos la semana pasada el matrimonio desde un prisma intimista de la pareja humana que después de un conocimiento mutuo durante un tiempo, deciden unir sus vidas para siempre, desde el punto de vista del matrimonio cristiano; la aparición de las crisis y discusiones y posibles formas de ir solucionando estas cosas y otros pequeños escollos que se nos presentan en la convivencia diaria.

Pero existe otro problema por el que vale la pena limar todas las asperezas que se puedan presentar y ceder ante todas las razones existentes propias y ajenas. Tanto el marido como la esposa. Me estoy refiriendo a los hijos. Uno de los fines propios del matrimonio son ellos y el deber de todos los padres es educarlos, integrarlos en la sociedad y, como cristianos, también a la Iglesia. No debemos perder de vista que para crear vida, para perpetuar la Creación en lo que a las personas se refiere, Dios ha querido contar con el hombre y la mujer. Somos con-creadores con el Creador.

Y somos complementarios en nuestra unicidad y el hijo o la hija de esa unión llevan los genes del padre y de la madre. Precisamente esa es una de las razones por las que se lucha por ellos, se les defiende de todo y somos capaces de los mayores sacrificios cuando lo vemos enfermos o con algún problema grave. Son alguien nuestro a quienes queremos y con quienes nos forjamos hermosos planes de futuro para su bien. Pero ¿nos planteamos todo esto cuando se piensa en el divorcio? ¿Se calcula el daño que se les puede causar?

No nos equivoquemos. Aunque haya una separación más o menos amistosa y con acuerdos aceptados por ambos cónyuges (porque lo son a pesar de la separación o el divorcio debido al vínculo matrimonial), lo que los niños y niñas habidos en el matrimonio desean es ver a su padre y a su madre juntos, felices y que les transmitan paz, estabilidad y seguridad en su existencia.

Y lo digo con conocimiento de causa. Desgraciadamente he presenciado alguno de estos casos y los niños, incluso adolescentes, se han pasado las horas de clase llorando, han bajado su rendimiento escolar, se han vuelto taciturnos o irascibles y su comportamiento personal con padres y profesores ha cambiado radicalmente. En todos, la tristeza hacía acto de presencia en sus vidas y se asomaba por sus ojos.

En unos casos pudimos intervenir al conocer a los padres y, como amigos, hablar con ellos desde el corazón y la amistad. En otros, tuvimos que contemplar los hechos desde una impotencia personal, ciertamente lamentable en todos los aspectos. Créanme. Son muy penosas estas situaciones, pero con niños por en medio, todavía más.

Y cuando la situación tenía arreglo y se solucionaba el problema evitando el divorcio o la separación, había que ver en esos niños la luz de su mirada, irradiando una felicidad difícilmente descriptible.

Es necesaria para cualquier cristiano la oración personal, la meditación, y lo que queramos pero también debemos aprender a orar juntos. Desde nuestra propia experiencia lo puedo asegurar. El matrimonio es un largo camino que se recorre con ayudas. Y una de las fundamentales es la Gracia propia de este Sacramento. Y además, la oración la potencia.

Existen medios que también son ayudas: el Apostolado de la Oración (APOR), Talleres de Oración, Rezo del Santo Rosario a nivel individual o en familia, Grupos de Oración,…son múltiples y cualquier sacerdote nos puede orientar en este sentido. Pero lo fundamental es querer hacerlo. No me vale decir ‘Es que no tengo tiempo’, porque hace más el que quiere que el que puede. Se trata de echarle reaños a la cosa y anteponer los intereses de Dios, que ha depositado su Fe y Esperanza en nosotros, a los nuestros. Él ya nos dará el salario que nos corresponda, no lo duden, porque a generosidad no Le gana nadie. Nosotros hemos estado y estamos en ello, y realmente se saca mucho fruto de cara a la convivencia matrimonial y a nuestra proyección en la Iglesia como piedras vivas de la misma.

No olvidemos tampoco este hecho: el amor que nos ha unido viene de Dios. Es cierto que nuestro cariño, por muy grande que pueda ser, es ínfimo comparado con el que Él nos tiene que es infinito, pero debemos corresponderle de alguna manera, y permaneciendo mutuamente fieles el marido con la esposa y viceversa, es una de las formas de hacerlo. Y la fidelidad conyugal es uno de los grandes valores del Matrimonio.

Hoy en nuestra sociedad se presentan unos valores (contravalores, diría yo) que van en sentido opuesto a este aspecto matrimonial, pero quien tenga claras sus ideas cristianas me dará la razón. Este tema ha salido en algunas conversaciones con amigos y cuando me ha llegado el momento de opinar, en tono jocoso les he dicho que si con una mujer ya tenía suficiente trabajo y dedicación, ¿para qué iba a complicarme la vida con otra? Sería estúpido.

Y tengan claro las señoras que me puedan leer que lo dicho anteriormente no tiene ningún sentido peyorativo ni despectivo. Al contrario. Lo que pretendo es colocarlas con la dignidad que tienen y merecen y no ser moneda de cambio de nadie. No en vano ocupó la mujer un lugar en el Pensamiento de Dios en la Creación, con una misión que cumplir. Y muy grande, por cierto.

Vean, si no, lo que dice el Libro de los Proverbios, en su capítulo 31, versículos 10 al 31: ‘Una mujer completa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas. En ella confía el corazón de su marido, y no será sin provecho. Le produce el bien, no el mal, todos los días de su vida…’. Personalmente me atrevo a sugerirles que lean toda la cita anotada. Es para disfrutarla y sacarle mucho provecho, tanto los varones como las mismas mujeres. Vean el final de la cita: ‘Engañosa es la gracia, vana es la hermosura, la mujer inteligente, ésta será alabada. Dadle del fruto de sus manos y que en las puertas la alaben sus obras’. De antología, ¿verdad?

Y los caballeros no se pierdan este fragmento bíblico del Libro de la Sabiduría y analicen si, aunque está referido a ésta, se puede aplicar a sus respectivas esposas: ‘Es a ella a quien he amado y buscado desde mi juventud: me he esforzado por hacerla mi esposa y me he convertido en amante de su belleza’. (Sab. 8, vers. 2,9,16). Y una aclaración. De esos tres versículos he hecho un resumen buscando la unidad de contenido, pero si lo desean, pueden leer el capítulo 8 y, aunque referido a la Sabiduría, pueden analizar si se le puede aplicar a las esposas.


Si observamos un poco el relato de la Creación, podremos ver que la mujer está a la misma altura del hombre. Es semejante a él por su propia naturaleza. De todos los seres creados con anterioridad no hubo ninguno que satisficiese al varón. No eran como él. Solamente la mujer pudo ser una compañera que compartiese su misma dignidad. Pienso que el autor del Génesis nos quiere enseñar, cuando nos presenta el hecho de que ‘fue creada de una costilla de Adán’, (Gen. 2, 21) que Eva pertenece a su misma raza, es decir, varón y mujer son idénticos en cuanto a dignidad y humanidad pero diferentes y complementarios en cuanto a cualidades y funciones.

Ahora vamos a ver qué dice Jesús en el Evangelio. ‘Se acercaron unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron: -¿Puede uno separarse de su mujer por cualquier motivo?- Jesús les respondió: -¿No habéis oído que el Creador, desde el principio, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos uno sólo? De manera que ya no son dos, sino uno solo. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’. (Mt. 19, 5-7). Si eso lo dijo Jesús, ¿qué podemos hacer sino realizar eso en nuestros matrimonios? La unidad y la indisolubilidad, propiedades del matrimonio, están perfectamente definidos y suficientemente claros para entender el mensaje de la Palabra a los fariseos que le preguntaron y a la sociedad del siglo XXI. Porque el LOGOS sigue siendo actualidad permanente.

Ya sé que hay muchos aspectos más para tratar, pero no lo quiero hacer excesivamente largo. Cuantos me lean pueden saber más que yo de este tema y tener la riqueza de su propia experiencia. Y también es posible que hayan profundizado más que yo en este tema. En definitiva todos estamos embarcados en la misma nave: la de Pedro. La Iglesia. Y desde ella procuramos vivir nuestro matrimonio.

Como resumen de todo les voy a dejar esta vez con Santo Tomás de Aquino. Miren cómo resume el Matrimonio: ‘Los bienes del Matrimonio son tres: el primero lo constituyen los hijos, que han de ser aceptados y educados para el servicio de Dios; el segundo es la fe o lealtad que cada uno de los cónyuges debe guardar al otro; el tercer bien es el Sacramento, esto es, la indisolubilidad del matrimonio, por ser signo de la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia’. (Sobre los Sacramentos, 1, c., p. 339)
Que Dios y la Virgen nos bendigan.

lunes, 18 de enero de 2010

Hombre y mujer, ¿son complementarios? (I) El Sacramento del Matrimonio

¡Bueno…! Voy a intentar plantear el Sacramento del Matrimonio desde el prisma de mi experiencia personal, dentro del marco de la Doctrina de la Iglesia Católica. Ni pretendo ser exhaustivo ni tampoco sentar cátedra de nada, pero sí que puedo y debo decir, que dentro de lo que es este blog, pienso que tiene cabida como la tuvo la Unción de los Enfermos y como la tendrán en su día el resto de los Sacramentos.

Es posible que haya quien pueda disentir de mis planteamientos, pero no es mi deseo establecer polémica alguna, ya que para mí, la realidad es como es desde mi vivencia matrimonial de muchos años y que, gracias a Dios y a la Virgen, continúo viviéndolo con más intensidad, si cabe, que antes.

Existen dos puntos de partida básicos y fundamentales: Nosotros tuvimos claro desde el primer momento que nuestra unión era para toda la vida. El otro punto de vista es que el matrimonio es entre un hombre y una mujer.

Referente al primer punto existen muchas teorías contrarias, presuntamente progresistas, que defienden el divorcio. ¿Qué quieren que les diga? Yo no puedo estar de acuerdo con eso porque estoy convencido, y así lo hemos vivido y experimentado mi esposa y yo desde hace ya muchos años, que todas las dificultades que puedan presentarse son susceptibles de solucionarse, simplemente con un diálogo franco y sereno, sabiendo apearnos a tiempo de nuestro podio particular al que nos sube nuestras pretendidas razones creyendo que lo que pensamos es lo único bueno y aceptable.

Pero, ¿y el otro o la otra? El matrimonio es cosa de dos. Y los dos somos personas. Y los dos tenemos nuestras propias razones. Y los dos tenemos nuestra verdad. De ahí pienso que surge la necesidad del diálogo con la humildad suficiente para admitir mutuamente la parte de razón que pueda tener el otro y encontrarnos, cada vez que surja algún problema, en el punto medio. Ni tú ni yo. Los dos. Pensemos que en el Matrimonio debe existir una unidad mutua dentro de la diversidad de las personas y los caracteres de éstas. Un apoyo y ayuda mutua. Nuevamente San Pablo: ‘¿Qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido, y tú, marido, si salvarás a tu mujer?’ (I Cor. 7, 16). Y eso es una cosa tan personal y trascendente que deberíamos tenerla siempre presente en el trato diario de nuestra relación matrimonial.

Tengamos presente que en todos los matrimonios se discute, surgen algunas desavenencias y se pueden plantear algunas crisis, pero todo puede tener solución si ponemos empeño y toneladas de cariño mutuo sabiendo olvidar lo que pudo provocar estas situaciones y aprendiendo las lecciones correspondientes para no volver a tropezar en los mismos escollos. Y si vuelven a surgir (que será lo más probable) volver a aplicar lo mismo para que todo salga bien. ‘Con tres cosas me adorno y me presento, hermanos, ante el Señor y ante los hombres: la concordia entre hermanos, la amistad entre los prójimos y la armonía entre mujer y marido’. (Eclo. 25, 1). Precioso, ¿verdad?

‘No hagáis nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino que cada uno de vosotros, con toda humildad, considere a los demás superiores a sí mismo. Que no busque solamente su interés, sino también el de los demás’ (Fil. 2, 3-4). Esta otra cita de San Pablo viene como anillo al dedo para aplicarla al matrimonio. Tanto el marido como la esposa debemos buscar lo mejor para el otro. El camino por donde nos conduce el amor matrimonial. Siempre mirando al frente, en la misma dirección, en nuestro proyecto de vida matrimonial. La Gracia propia de este Sacramento nos ayuda a ello.

Ignoro si alguno de ustedes habrá pensado, por la forma de exponer las cosas, que existe una igualdad entre mi esposa y yo que facilita las cosas. Nada más lejos de la realidad. Somos diametralmente opuestos en muchísimas cosas, (jocosamente suelo decir,y es cierto, que ella es de Matemáticas puras y yo soy de Letras más puras todavía, lo cual, tomándonos el tema con humor, hace que discutamos más y nos riamos más), pero, eso sí, estamos unidos en lo fundamental: en la forma de concebir el cristianismo, en sentirnos hijos de la Iglesia Católica, en dedicar nuestras vidas al servicio de ese Dios que hemos ido descubriendo en nuestro camino a través de las diversa facetas de la vida, de los muchos problemas padecidos (profesionales, familiares, de amigos, de salud,(algunos muy graves), etc.), y con Su ayuda hemos ido saliendo de todo. Y nuestro matrimonio se ha enriquecido con nuevas experiencias y nuestra unidad, nuestra mutua solidaridad matrimonial, se ha reforzado.

Existe la unicidad personal, que hay que respetar, pero también existe la COMUNIDAD DE VIDA Y AMOR. Y cuando esto se tiene claro, la convivencia se facilita y se puede llevar adelante la tarea matrimonial con el apoyo mutuo, con el amor mutuo, con el humor mutuo… Les puedo asegurar que el humor debe tener un rol fundamental en la relación de la pareja. Hay que aprender a reírse juntos y contagiar esa alegría a nuestro alrededor. Incluso en momentos crudos y amargos por los que se puede pasar en un matrimonio cualquiera. De esto, les doy mi palabra de honor.

Es una de las maneras más efectivas de ir solucionando todas las dificultades, crisis, discusiones o problemas que surjan en el matrimonio, porque todo eso existe sin lugar a dudas. Pero mirémonos en la Sagrada Familia. No lo tuvieron más fácil el matrimonio José y María a pesar de su papel en la Historia de la Salvación: Dificultades para el empadronamiento y camino a Belén, un parto en unas condiciones lamentables desde el punto de vista humano, dejar la seguridad de su hogar para huir a Egipto,… Me parece que no hace falta continuar porque todos conocemos estos hechos históricos que nos pueden aportar bastante luz.

Y además de los hechos en sí mismos, se puede profundizar en ellos y sacar muchas consecuencias para nuestra vida personal y matrimonial. Y Jesús creció y se educó en ese ambiente y ‘les estaba sujeto’ ( Lc. 2, 51).

Nos puede ayudar, tanto a nivel personal como a la pareja, la oración en común. Sí. Ya sé que alguien podrá decir que ya estoy nombrando la oración, pero es que la realidad es esa. Si estamos hablando del Matrimonio cristiano recibido desde el Sacramento, a través del cual nos hemos comprometido a poner en él al mismísimo Jesucristo, ¿dejaremos de hablar con Él en la oración comunitaria familiar así como en la oración personal, poniendo en sus manos nuestras dificultades, proyectos y la renovación diaria de nuestro cariño? No en vano es una institución humana sobre la que está permanentemente la bendición de Dios.

Fíjense en lo que nos decía ese gigante de la Iglesia que fue Juan Pablo II. Les dejo con él: ‘Me he referido a dos conceptos afines entre sí, pero no idénticos: “comunión” y “comunidad”. La “comunión” se refiere a la relación personal entre el “yo” y el “tú”. La “comunidad” en cambio, supera este esquema apuntando hacia una “sociedad”, un “nosotros”. La familia, comunidad de personas, es, por consiguiente, la primera “sociedad” humana. Surge cuando se realiza la alianza del matrimonio que abre a los esposos a una perenne comunión de amor y vida, y se completa plenamente y de manera específica al engendrar hijos: la “comunión” de los cónyuges da origen a la comunidad familiar. Dicha comunidad está conformada profundamente por lo que constituye la esencia propia de la “comunión”. (Juan Pablo II.- Carta a las familias. 2, II, 1994, n.7). Me da la impresión que no necesita comentario. Además de explicarlo muy bien el anterior Papa, cada uno puede profundizar en su contenido. Acabaremos este tema la semana próxima.

Que Santa María del Camino nos bendiga y ayude.

domingo, 10 de enero de 2010

La Unción de Enfermos y ¿la muerte? (y II)

Después de ver la semana pasada que Jesucristo se hace especialmente presente en los momentos de la enfermedad y el sufrimiento, seguimos ahora con el tema viendo el papel que la Unción de Enfermos tiene en estas circunstancias.

Veíamos que Jesús no es insensible ante el sufrimiento y actúa curando leprosos, ciegos y distintas clases de enfermos. Incluso resucita muertos. Y la gente acudía a verlo con la esperanza de que los sanase.

Ahora bien. Nosotros no vamos a tener ocasión de encontrarnos físicamente con Él al doblar alguna esquina. Así no está hoy entre nosotros, pero está de otra forma distinta pero real. Él se vale de signos para llegar hasta nosotros y comunicarnos su Gracia.

De la misma manera que cuando no estoy en presencia de un amigo para hablar con él le escribo una carta, le mando un mail con el que le animo o le telefoneo, le apoyo en sus problemas o dificultades y le transmito algo de ilusión y ánimo ante la adversidad empatizando con él, con lo que de alguna manera me hago presente en su existencia, así Jesús se hace presente y cercano a nosotros también, desde su perspectiva de Dios y de Hombre, a través de los Sacramentos.

Especialmente en esos momentos difíciles de incertidumbre que lleva consigo la enfermedad en la que una persona se siente débil y limitada. Es cuando podemos experimentar el sentido de lo que se manifiesta en el Antiguo Testamento como ‘el pobre de Yavéh’, el ‘pobre de Dios’, sólo, enfermo y triste, pero con una gran esperanza puesta en su Señor, como Job.

Siente esa ansia humana de clamar a Dios, como se manifiesta en los Salmos, para que les cure y les ayude. Y esa acción-respuesta de Dios, como dijo Isaías en el pasaje anteriormente citado, la manifiesta públicamente Jesús en la sinagoga de Nazaret, donde tras leer este pasaje del profeta continúa diciendo: ‘Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír’ (Lc. 4, 16-21).

Cuando un enfermo es religioso, aunque no lo manifieste con su presencia física en la Iglesia, en el Templo, cuando se encuentra con su problema vital de enfrentamiento a su enfermedad y, en su caso, a la muerte, surge la fe que tenía escondida por muy primitiva que ésta sea, pero que le transmite una esperanza. Y se comunica con Dios. A su forma, pero lo llama, clama a Él en una oración angustiosa pero tremendamente humana, visceral, desde lo más hondo de su ser. Y acaba encontrándolo.

Por eso Dios quiere estar presente en todos los momentos trascendentes y decisivos de las personas: cuando se nace, en la juventud, cuando se casa o elige otro estado de vida, en el ejercicio de una profesión, en la madurez,…en el pecado y el arrepentimiento,…pero máxime en los momentos de dolor y sufrimiento (físico o psíquico) y de la muerte, que es única.

Ahí tiene su sentido y razón de ser el Sacramento de la Unción de Enfermos, porque acarrea a la persona que está en situación de ‘pobre de Yavéh’ una fuerza interior, misteriosa, que le ayuda a superar esos momentos difíciles y, sobre todo, que le ayuda a encajar en su experiencia humana ese momento tan difícil para él.

Es una pésima pasada que por cualquier absurda tontería, algunas personas no consientan que entre el sacerdote a su casa con la excusa de que el enfermo o enferma se vaya a asustar al verlo y pueda pensar que su final está próximo. ¿Por qué negarle la fuerza de Dios en ese momento crucial y definitivo de su existencia? ¿No es preferible que sepa que se va a encontrar con ese Dios-Amor que le perdona igual que perdonó a los que le crucificaron?

Dios no va a estar con la vara de medir o la balanza de pesar para ver en qué nos sorprende, sino que va a estar con los brazos abiertos para recibirle como nos explicó en la parábola del Hijo pródigo: para ofrecer una fiesta, la Fiesta de la Vida, en su honor. Y a eso no hay derecho a que se le prive.

Parece que en la Comunidad cristiana falta una conciencia muy grande, una sensibilización básica, hacia este Sacramento. Parece ser el gran desconocido de los Sacramentos. Antiguamente que recibía el nombre de Extremaunción aún podía parecer que se le recibía solamente cuando se tenía la certeza de la muerte, pero ¿ahora?

Personalmente lo he recibido, como mínimo, cinco veces coincidiendo con otras tantas intervenciones quirúrgicas. Y me ha ayudado y confortado saber que el mismo Cristo que recibimos en la Eucaristía se hacía presente en mí a través de la unción con los Óleos y la imposición de manos del sacerdote, Y la familia y algunos amigos han estado presentes en ese momento de oración eclesial donde se ha manifestado de forma especial el sentido de unidad familiar y de la amistad.

Y no dudé lo más mínimo cuando mi esposa, aún semiinconsciente en el hospital después de ser arrollada por un coche, en solicitar que se le administrase ese Sacramento, porque estando en estado grave y siendo creyente practicante sabía que lo iba a aprobar, como así fue, cuando ya estuvo plenamente consciente dos días después.

No se administra la Unción solamente porque se padezca una enfermedad grave de la que puede sobrevenir la muerte, sino que dado que es una realidad que puede llegar, que se reciba el consuelo de nuestra fe para que nos ayude en esos momentos recibiendo toda la fuerza salvadora de Jesucristo. La presencia del sacerdote contribuirá a que seamos conscientes del cariño infinito que Dios nos tiene a cada uno.

Y lo magnífico es que ese sufrimiento que tengamos puede contribuir a salvar el mundo y dignifique el culto a Dios. San Pablo afirma: "Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, a favor de su Cuerpo que es la Iglesia." (Col 1, 24)


Por el hecho de haber recibido la Santa Unción, su sufrimiento queda inmerso en el Misterio de Cristo que muere y resucita. Es el culto que le ofrecemos a Dios mejor que veinte mil sermones o que las montañas de engaños de algunos familiares para que el sacerdote no entre a administrar el Sacramento, ya que esa persona se está santificando ofreciendo lo más propio que tiene, su sufrimiento y su enfermedad, como culto al Dios que le dio el ser y lo llamó a la vida. Y eso es salvación para sí mismo y para la Humanidad.

Entonces la Iglesia caminará con alegría y esperanza porque el sufrimiento de esa persona servirá, entre otras cosas, para que el mundo camine mejor hacia la paz verdadera y el auténtico progreso.

Ante esa perspectiva, ¿no se sentirá mejor sabiendo que Dios le ha perdonado y se ha hecho presente en ese momento crudo del sufrimiento y que para él, el nacimiento de un nuevo sol de amanecer será absolutamente diferente porque le va a bañar la Luz verdadera que proyectará su alma a la Fuente de Vida Eterna?

Y nosotros hemos de saber encajar que el Sacramento de la Unción es muy importante. Tanto como los otros seis. Lo que ocurre es que al no ser tan conocido como los demás no se le valora lo suficiente. Pero al menos que nosotros tengamos claro que en cuanto se nos presente una ocasión razonable para recibirlo, aunque no estemos en peligro de muerte, no la desaprovechemos y vivamos esa ocasión que nos brindan Dios y su Iglesia de acompañarnos en el sufrimiento, en el quirófano o en la circunstancia que nos permita ‘disfrutar’ de la presencia de Cristo en nosotros. Incluso de procurar que otros lo reciban cuando sepamos que lo pueden necesitar.


La Iglesia lo ha puesto fácil para que lo recibamos tantas cuantas veces sea necesario, ya que al recibir la fuerza de Dios, el sufrimiento de esa persona tiene un sentido salvador y Cristo se hace presente para ayudarle, consolarle e incluso para curarle de su enfermedad si le conviene, porque de Dios se puede esperar TODO y sus métodos y formas de actuación son muy diferentes de las nuestras. Él Es-Quien-Es y Es-Como-Es.

No olvidemos que este Sacramento es antiquísimo, ya que las primeras Comunidades cristianas ya lo administraban. ‘¿Alguno entre vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará, y los pecados que hubiere cometido le serán perdonados.’ (Sant. 5, 13-15).


El signo del Sacramento es el Óleo, el aceite bendecido por el Obispo en la Misa Crismal del Jueves Santo, y simboliza el vigor y la fuerza del Espíritu Santo, el cual vivifica y transforma nuestra enfermedad y nuestra muerte en sacrificio salvador.

En el título de esta entrada he puesto ‘la Unción de los Enfermos y ¿la muerte?’, así, entre interrogantes, porque me parece que tiene una razón de ser.

Verán ustedes. Para un creyente convencido que ha descubierto a lo largo de su vida la acción de Dios en su propia vida y en la de su familia, así como en las vidas de otras personas, el momento de la muerte no es para que se asuste. Es cierto que nos duele dejar hijos, esposa o esposo, nietas o nietos, amigos y aquello que nos ha causado muchas satisfacciones en la vida, pero por encima de todo eso está el encuentro con ese Dios por el que hemos estado dando la cara durante toda nuestra existencia, que ha depositado en nosotros unas cualidades o talentos que hemos puesto a su servicio, y su Fe y Esperanza divinas las ha puesto sobre nuestros hombros para que seamos sus instrumentos en la extensión de su Reino en este mundo.

Ahora es el momento de conocerlo cara a cara. Es cuando tiene sentido el poema de Santa Teresa de Jesús: ‘Vivo sin vivir en mí. Y tal alta dicha espero, que muero porque no muero’.

Poner ‘la muerte’ entre interrogantes es, simplemente, porque considero que no es un final que desemboca en un vacío sin sentido, en una nada absurda, sino que ES REALMENTE EL COMIENZO DE TODO. Es un nacimiento, un tránsito, un viaje a una Vida sin fin, de adoración y alabanza en plenitud y perfección al Dios de la vida y el Amor.

Es el gran momento de manifestar nuestra fe y nuestra esperanza en la Misericordia divina, en la realización plena en cada uno de nosotros de las promesas de Jesucristo, si hemos sabido permanecer fieles a la voluntad de Dios, Uno y Trino, que un día nos llamó a la vida y nos tuvo unos cuantos años dándonos la ocasión de vivir por Él, con Él y en Él a través de nuestros condicionantes y limitaciones personales y que ahora ya nos llama nuevamente a esa Vida verdadera que no tiene fin: LA SUYA.



Benditos sean Jesucristo y su Madre Inmaculada.

domingo, 3 de enero de 2010

La Unción de Enfermos y ¿la muerte? (I)

Como cualquiera puede comprobar, ya escribí sobre los Sacramentos en general y entonces me hice el propósito de ir tratando cada uno de ellos viendo la riqueza que tienen y su propio significado.

Es posible que por las especiales circunstancias por las que estamos atravesando en mi familia, me haya detenido en el la Unción de los Enfermos parándome a reflexionar sobre el mismo y llego a la conclusión del desconocimiento que existe en general de este Sacramento.

El análisis personal que he hecho desde la Doctrina de la Iglesia y mis propias vivencias y convicciones me ha llevado a este escrito que transmito para compartirlo con todos ustedes. Es posible que deba ponerlo en dos partes por la extensión que tiene y para no cansarles con su lectura, ya que como dijo en el s. XVII Baltasar Gracián, sacerdote jesuita español, literato del conceptismo, ‘Lo bueno, si breve, dos veces bueno; lo malo, si poco, no tan malo.’

Adentrándome ya en el tema, parto de un hecho que, como creyente a tope, considero muy claro: Jesús, igual que en su etapa entre los humanos, quiere estar presente en la vida de cada persona y ayudarla en todo, pero de forma especial en los momentos de angustia, de preocupación o referidos a la salud personal.

Los Sacramentos, como ya se vio en su momento, son signos a través de los cuales Dios se manifiesta y se hace presente en nuestras vidas. Y así como cada uno de ellos tiene una significación propia y característica para momentos determinados de nuestras vidas, el de la Unción de Enfermos tiene su propia particularidad, ya que también está metido dentro del conjunto de Cristo resucitado el cual se hace presente en esos momentos para seguir salvando.

Por otra parte tiene también un contexto concreto para ser administrado: el de la enfermedad, de la que nadie nos escapamos. Ésta siempre nos sitúa ante una experiencia negativa de la vida. La del dolor y el sufrimiento. Pone ante nosotros la manifestación de lo poco que valemos físicamente, de nuestra propia debilidad.

La enfermedad nos sitúa ante ese vacío, esa indefensión personal que sentimos ante una dolencia peligrosa o grave en sí misma y que a pesar de los cuidados y adelantos médicos, de la calidad de los profesionales de la salud que nos atienden o de los medicamentos existentes más sofisticados, nos enfrentamos al interrogante de saber si saldremos de esa situación concreta o será la última que padezcamos. Es el instante de mirar de frente ese momento decisivo y trascendental que es nuestra propia muerte y que acaso sea lo más importante de nuestra existencia.

Si nos paramos a analizar lo que ocurre a nuestro alrededor, vemos que no se le da la importancia que tiene. Estamos acostumbrados a ver personas que diariamente mueren e incluso pueden ser verdaderos amigos nuestros, lo cual nos afecta de una manera especial. Y hasta lo encontramos natural por ser ley de vida, por mucho que nos cueste asumir esa realidad.

Pero cuando nos toca a nosotros o a algún familiar, especialmente si es muy cercano a nosotros, todavía nos afecta más.

Y surgen ocasiones en las que al tener la seguridad de que ese miembro de la familia va morir al cabo de un tiempo mayor o menor, algunos se empeñan en ocultarle la realidad, la camuflan o disfrazan con mil y un argumentos y no desean que se persone un sacerdote para administrarle el Sacramento de la Unción ‘para no asustarle’.

Personalmente pienso que es un desdichado engaño, porque además de privarle de la Gracia propia del Sacramento, le privamos de la presencia del mismo Jesucristo que se hace presente a través de la Unción.

Lo más digno que tenemos no es el hecho de haber nacido, ya que ahí permanecimos pasivos y nos ‘empujaron’ a vivir. Asumimos posteriormente nuestro nacimiento, nuestra existencia, con el paso de los años como un hecho natural, fuimos montándonos nuestro propio ‘rollo’ en la vida y, tal vez, permanecimos ajenos al objetivo que cada uno tenemos en nuestra persona y nuestra individualidad. Incluso podemos pasar de largo por la vida sin pena ni gloria, tristemente, anodinamente,…

Pero la muerte sí que la podemos asumir porque entra dentro del proceso de nuestra humanización y podemos darle un sentido al final de nuestra existencia. Es una aceptación de ese instante como la plenificación de nuestra humanidad inmersa en la Humanidad de Cristo Salvador y Redentor, que murió por cada uno de nosotros dando un sentido a nuestra vida y también a nuestra muerte.

Ésta hay que aceptarla como un problema muy serio para las personas. ¿No hemos presenciado el caso de la familia que se desvive por atender a ese familiar que está en sus últimos días de vida, con todas las atenciones posibles, olvidándose de ellos mismos, pero que a pesar de todo no pueden meterse en su dolor, en su sufrimiento, lo cual les hace vivir una absoluta impotencia? Ahí el enfermo está en su propia solitariedad, (que no en su soledad).

Y ante esto, ¿qué dice la Biblia? En un principio, en el A.T., se aceptaba la enfermedad como un castigo de Dios porque se tenía el concepto de que todo, lo bueno y lo malo, venía de Dios. Y el pobre Dios recibía todas las culpas de los desajustes de salud de todos los humanos. No había forma de entenderlo fuera de ese contexto. Se pensaba qué habría hecho una persona o sus padres para tener la enfermedad que pudieren padecer. Al pasar, Jesús vio a un hombre que era ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién ha pecado para que esté ciego: él o sus padres?” Jesús respondió: “No es por haber pecado él o sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios." (Jn 9, 1-3). Este pasaje nos puede dar una idea del concepto que los Apóstoles, y con ellos el pueblo judío, tenían de la enfermedad. La respuesta de Jesús es clarificadora.

El profeta Ezequiel ya rompe una lanza a favor de Dios para dejar claro que ese concepto hay que cambiarlo. ‘Quien debe morir es el que peca; el hijo no carga con el pecado del padre, y el padre no cargará con el pecado del hijo. El mérito del justo le corresponderá sólo a él, y la maldad del malo, sólo a él.’ (Ez 18, 20). Cada uno es responsable de sus actos y no tiene nada que ver la enfermedad con el comportamiento personal.

Pero las personas empezamos a entrever que Dios puede curarlos y acudimos a Él. Hay un montón de Salmos en los que se le invoca, casi con angustia y zozobra, en busca de protección. ‘Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor:«Señor, salva mi vida».(Salmo 114). O este otro ejemplo: ‘Ten piedad de mí, Señor, porque estoy angustiado: mis ojos, mi garganta y mis entrañas están extenuados de dolor. Mi vida se consume de tristeza, mis años, entre gemidos; mis fuerzas decaen por la aflicción y mis huesos están extenuados’. (Salmo 31(30).

Ya ven. Se recurre a ese Dios bueno que tantas veces ha acudido en auxilio de su pueblo.

Isaías, cuando habla del Siervo que tiene que venir, lo coloca fundamentalmente como alguien que va a salvar: los ciegos verán, los cojos andarán,… ‘Yo, el Señor, te he llamado en justicia, te tomé de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas.’ (Is 42,6-7).

En la mayoría de los milagros que realiza, Jesús quiere manifestar que el Reino ya ha llegado en medio de las personas, un Reino que básicamente es una acción por parte de Dios que se acerca a nosotros para que el fenómeno humano se realice y plenifique. Que donde hay amor y paz, lo haya en abundancia, con ausencia total y absoluta de envidias, odios o rencores.

Uno de los signos de que Dios está cercano a la persona humana es que le brinda su ayuda para que viva feliz como tal. Desea que seamos simplemente seres humanos, tal como nos creó desde el principio. Y así asumió nuestra naturaleza humana. San Pablo nos dice que ‘se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz’. (Fil. 2, 7-8).
El Evangelio de Marcos que es eminentemente activo, nos presenta un Jesús dinámico ante los cojos, los ciegos, los paralíticos, los leprosos, ante la mujer que ve venir con el cadáver de su hijo en Naím,… El objetivo de sus milagros es presentar la acción salvadora de Dios para dar vida al género humano.

Pero ¿qué lugar ocupa la Unción de Enfermos en estos hechos? La próxima semana ahondaremos un poco más en este tema. Que Dios nos bendiga a todos.