domingo, 28 de marzo de 2010

Monólogo con la Madre

Hay dos Estaciones del Vía Crucis que, precisamente por no estar recogidas en los Evangelios me han llamado más la atención: Los encuentros de Jesús con su Madre y con la Verónica.

¿Es, entonces, una tradición? No sé, pero mi conciencia cristiana no los rechaza. Desde aquí vamos a intentar imaginarnos en el escenario de aquel Jerusalén. Vamos a ser protagonistas. Vamos a meternos en sus calles abarrotadas de gente que había llegado con motivo de la Pascua y que se había encontrado con aquel espectáculo. Miremos bien la escena. Tres hombres iban a morir en la cruz, el horrible suplicio romano reservado a los malhechores y criminales. Y uno de ellos era Jesús, el Cristo, el Ungido de Dios.

Pero nosotros no podemos perder de vista, dentro de ese terrible escenario, el papel de una mujer destrozada por la angustia y el dolor, por la impotencia y el sufrimiento. Su nombre, María de Nazaret. La Madre, dolorosa ya, del que iban a matar de forma ignominiosa.

Y pensamos, María, que podemos considerar lógico que en tu amargura y desesperación de madre clamaras al Dios que te cubrió con su sombra y te hizo Madre de esa persona que salía a la calle cubierta de sangre, heridas y escarnio del palacio de Pilato, cargado con una Cruz.

Y pensamos también que irías siguiéndolo en toda la Vía Dolorosa llamándolo con esos gritos desgarrados por la impotencia y el dolor de Madre para transmitirle tu apoyo y calor materno con la esperanza de que se supiese arropado por ti desde tu corazón, atravesado ya por la espada que, en un tiempo ya lejano, te profetizó el anciano Simeón en el Templo de Jerusalén.

Y hasta lo verías de cerca, especialmente cuando os tropezasteis y os mirasteis de frente. ¿Qué os dijisteis con la mirada, María? ¿Qué sentimientos de dolor inhumano fuiste capaz de experimentar al ver que en vez de un Hijo tenías ante ti un apunte de persona, un resto de algo que alguna vez tuvo forma de Hombre, que lo amamantaste, lo educaste, lo cubriste de besos como niño y como adulto y que ahora te lo mostraban destrozado? ¿Cómo fue entonces la fe en el Padre que te escogió para sufrir y soportar ese momento? ¿Cómo fuiste capaz de llegar hasta el pie de la Cruz? Para todos cuantos estamos aquí en este siglo nos resulta humanamente incomprensible.

Solamente la Fuerza del Espíritu que se posó en Ti y la virtud del Altísimo que te cubrió con su sombra pudieron ayudarte y darte esa fuerza sobrehumana, divina podríamos decir, que necesitabas en tu desolación para no morir de dolor, angustia, impotencia y desesperación.

Jesús…, tenía que seguir su camino y terminar el destino para el que había venido al mundo, sufriendo, además de los dolores físicos horribles que tendría, el de verte sola frente a Él y no poder consolarte con una simple caricia filial. No. Habría que decir, humanamente, que no era eso, pero en los planes divinos, que era eso. Y seguiste el camino.

Acaso te sirviera de consuelo, si es que llegaste a presenciarlo, ver a esa mujer que, jugándose el tipo y sin poder entender que a un hombre al que iban a ajusticiar, llagado y lleno de sangre por todas partes, no hubiese nadie capaz de darle agua o limpiarle esa cara llena de sangre, sudor y salivazos de los sayones que, también en el camino, lo iban azotando.

Y tuvo el arranque de generosidad, de misericordia humana, de desprendimiento de su propia seguridad, para limpiar el Rostro de tu Hijo con su propio velo.

Y dentro de su rotura interior y exterior, tu Jesús tuvo el detalle de premiarla imprimiendo, insertando, marcando o llámese como se quiera, su propio Rostro en los tres pliegues de ese pedazo de tela, desde entonces Santo ya. Era el nacimiento de la Santa Faz que tanto ha supuesto para muchos cristianos.

Si lo presenciaste, estamos seguros que agradecerías ese gesto y, dejando volar la imaginación, pensamos que harías por ver a esa mujer y agradecerle su compasión. Tal vez fue la única ayuda que tuvo Jesús camino de la muerte, porque el cireneo fue forzado a llevar la cruz. No fue por iniciativa propia. Y si Roma consintió en esa ayuda tampoco fue por generosidad ni piedad, sino para que pudiera llegar vivo al Gólgota y concluir la asquerosa sentencia de Pilatos.

Era el momento del regocijo del poder de las tinieblas. Pero también era el momento de que muriese el grano de trigo para que surgiera el fruto del triunfo del bien sobre el mal. Y Tú, Madre, también participaste y colaboraste en ello. Porque a través de Ti nos llegó la Redención copiosa e infinita de tu Hijo, verdadero Hombre y verdadero Dios.

Permítenos, Madre, que meditemos unos instantes en cómo sería tu dolor de Madre y tu impotencia ante esa injusticia que con tu Hijo se cometía.

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Ya estamos en el Calvario. Todos. ‘Ellos’ y también nosotros, que vamos a intentar acompañarte. A Ti, como Madre. Y a Él, como nuestro Redentor.



Jesús va dando, dentro de su penoso estado y a pesar del mismo, respuestas concretas y demostración de ejemplo a seguir por nuestra parte.



Madre. ¿Le oías pedir perdón por los que le habían clavado los clavos en muñecas y pies a aquellos maderos, así como a los que antes lo habían azotado, coronado de espinas, ultrajado,…y decirlo en voz alta? Bueno. No sabemos si sería alta, si sería gritando o sería en un murmullo entrecortado y jadeante teniendo en cuenta su estado. Pero pidió el perdón para aquellos a través de los cuales y de su ignorancia se llevaban adelante los Planes Salvíficos y Redentores de Dios.

¿Oíste el momento de oír gritar a los dos individuos crucificados junto a Él, uno insultándolo y el otro clamando misericordia para él? La actitud de tu Hijo le hizo, no sabemos si revivir, pero teniendo en cuenta la trayectoria de su vida, perdonando y atendiendo a quienes se arrepentían de sus conductas pasadas, le hizo ser fiel a Sí mismo. Tampoco sabemos cómo se lo dijo ni nos lo podemos imaginar, pero surgió el Jesús de los caminos y de los atardeceres compasivos. “Te lo aseguro. HOY estarás conmigo en el Paraíso”. (Lc. 23, 39-43). Y eso es más que una promesa. Ese HOY es una realidad vivida ya desde el Presente Continuo de la Eternidad de Dios. Dimas, aun desde su cruz, debió morir dentro de una paz desconocida para él hasta ese momento. Puede que cuando le quebraran las piernas no se enterase de ello y si se enteró es posible que le diera igual. Se vería viviendo los pasos previos a los más hermosos de su vida: la entrada en el Reino de la mano de tu Jesús.

Pero el momento de hablar directamente contigo, su Madre, es inenarrable. ¿Qué se puede decir? Ni siquiera Juan, que desde su fidelidad al Maestro amigo fue el único Apóstol que le acompañó en la Cruz junto a ti, María, fue totalmente consciente del encargo que estaba recibiendo. No era ya recibirla en su casa y cuidar físicamente de Ella. Era cuidar de la Madre de la Iglesia naciente, era cumplir de alguna manera con la función del Hijo que físicamente se iba para que su Madre, como a la viuda de Naím, no notase tanto su soledad ni quedase desamparada. Era ser depositario del germen de la Maternidad de María como Madre de todos cuantos en el transcurso de los siglos íbamos a ser, como miembros de la Iglesia, hijos suyos por deseo expreso de Jesús.

¿Cómo y con qué fuerza dijiste eso, Jesús? ¿Cómo y con qué ánimo recibiste ese encargo, Madre? Y tú, Juan, ¿cómo y con qué actitud tomaste a esa mujer a la que tantas veces habías visto acompañando a tu Amigo? ¿Cómo fue el abrazo de acogida que le diste a tu nueva Madre? ¿Cómo vivisteis los dos el principio de esa nueva era que nacía desde el fin de la etapa de Dios como Hombre en la tierra?

No conoceremos jamás las respuestas a estos interrogantes, pero debemos verlo como una realidad implícita en ese momento de la Historia de la Humanidad, ya redimida.

Y nosotros, ¿no somos capaces de oír en el silencio de nuestro corazón, esa voz dirigida a todos nosotros, que nos dice muy claramente: “Escúchame tú, hombre o mujer que me acompañas en mi Cruz: Ahí tienes a tu Madre”?.

Y Tú, María, continúas hoy dándonos ánimos en nuestro trabajo, en nuestra vida, en nuestros quehaceres cotidianos, en nuestra dedicación a la causa de tu Hijo. No nos abandones jamás. Somos tus hijos por encargo explícito de tu Hijo…

Luego, salió el Hombre. Te ves sólo, Jesús. Abandonado. La vida se te escapa a cataratas. El sufrimiento es cada vez mayor. ¿Cómo podías seguir vivo después de todo lo que habían hecho? Das a entender que tenías una enorme fortaleza humana y tal vez fuese así, pero la Fortaleza que te mantenía vivo debía proceder de Alguien como Tú. Y clamaste a Él como Hombre. Después, en un rasgo de luz, acaso te dieras cuenta que era necesario que pasaras por ahí y que ese Dios que creíste por un momento que te había abandonado seguía fiel a su Plan Redentor a través de Ti. No en balde demostraste un temple fuera de lo común cuando ibas predicando por caminos, pueblos y ciudades.

Pero el cuerpo, o lo que quedaba de él, empezó a protestar. Tenía sed. Estabas desangrado. Nadie te había dado de beber. Necesitabas reponer líquido que luego saldría por todos los agujeros que te habían hecho. El último, la lanzada en tu costado, así lo demostró. Salió agua. Sangre ya no quedaba apenas. Era imposible. Pero solamente te dieron vinagre en una esponja colocada en la punta de una lanza para refrescarte la boca. (Jn.19, 28-30). ¿Cómo se iban a subir a una escalera para dar agua a un moribundo? No valía la pena, ¿verdad? Pero así se cumplió la Escritura.


Y quisiste que ésta quedase más patente: “Todo está cumplido”.(Jn.19,30).Tu misión, Jesús, estaba prácticamente cumplida, finalizada. Fuiste fiel al Padre y al Espíritu. Ya no tenías nada. Desnudo viniste y desnudo te fuiste. Alguna persona caritativa te pondría el paño de pureza como un signo externo de respeto y piedad hacia Ti. Bendita sea quien así actuó. Luego, los escultores y pintores de todas las épocas se encargaron de inmortalizar a los ojos de las gentes de todos los tiempos este gesto caritativo.

Y el final muy propio de Ti. Dirigirte al Padre con quien tantas veces te habías comunicado en la oración de los anocheceres y de los amaneceres. En el silencio de los montes o en la quietud de los mares. Y ahora no podía ser de otra manera: desde un monte, el Gólgota, le diriges la suprema y última oración: “Padre. En tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc. 23, 46)

Que Cristo en la Cruz y Nuestra Señora de la Esperanza nos bendigan

domingo, 21 de marzo de 2010

Monólogo con Jesús

Sí. Este es el momento esperado todo el año y la razón de ser de la Iglesia. Atrás ha quedado un año, desde la anterior Semana Santa, cargado de ilusión, trabajos y actividades. Queda atrás un año y ahora vamos a empezar otro Triduo Pascual con todo el emotivo y profundo significado que conlleva el Memorial de la Redención por parte de Jesús de Nazaret.

Es el momento de la meditación y contemplación en los misterios de su Pasión y su Muerte para luego sumergirnos en el triunfo de la Resurrección.

Vamos a vivir algunos de los momentos cumbres de esos días decisivos en que Jesús de Nazaret, Rostro humano de Dios en el mundo, Palabra creadora del universo, cumple la Misión para la que ha nacido asumiendo nuestra propia naturaleza y siendo igual que nosotros absolutamente en todo, menos en el pecado.

Es el momento del recogimiento interior y parece que nos puede ayudar vernos sumergidos en el ambiente de aquel Jueves Santo y meditar en un monólogo interior con la Virgen y su Hijo. Contemplemos la escena: Jesús ya se ha despedido de todos sus amigos con una Cena. La Eucaristía, signo de su presencia actual entre nosotros, ya se ha realizado. Y salen a Getsemaní. Jesús siente la necesidad de tomar fuerzas para los momentos posteriores. Necesita hablar con el Padre. Su Humanidad comienza a sufrir. Comencemos nuestro monólogo.

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Parece, Jesús, que después de la Cena que has tenido has ido al Huerto de los Olivos a descansar tranquilamente, pero no es así. Tu alma comienza a agitarse. Estás en tensión. No en vano te has despedido de tus amigos porque se acerca tu Hora y Tú lo sabes. Para eso naciste en Belén, te adoraron los Magos y los pastores ante el asombro o aturdimiento de José y María.

Aquello queda lejos en el tiempo. Las emociones de la cena te llevan a una vigilia del alma que quiere entregarse del todo. Es tu Misión. Te alejas llevándote sólo a Pedro, a Juan y a Santiago. Son los mismos que estuvieron en la Transfiguración del Tabor contemplando tu gloria, y los mismos que vieron con sus ojos la resurrección del hijo de la viuda de Naím, en un gesto de misericordia ante aquella mujer que quedaba sola en el mundo. Ahora van a ser testigos de algo mucho más difícil de entender: la agonía de Cristo.

Te retiras como a un tiro de piedra a un lugar donde existe una enorme roca. Y empiezas a entristecerte y a sentir angustia. Dices a tus amigos: ‘Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo" (Mt. 26, 38). Pero no es así. Ellos no conocen el momento crucial que vive la Humanidad. Y les vence el sueño.

Y Tú Jesús comienzas la Pasión en tu alma que siente una soledad intensa. Sientes la batalla que comienza en tu interior. Eres hombre como nosotros y te sientes más hombre que nunca, aunque también más Dios que nunca. Pero la angustia, el desasosiego, las lágrimas, el desaliento hacen acto de presencia. Y clamas al Padre.

¿Qué pasó por tu interior en esos momentos? ¿Se te hicieron presentes los sufrimientos de la crucifixión que ibas a sufrir? ¿Acaso las burlas y humillaciones venideras? Aun así, sabías que era voluntad del Padre y cumplirla era tu alimento y tu fortaleza. Y continuaste rezando y…amando. Y con todo tuviste que clamar al Padre como un niño pequeño, sólo y desamparado: ‘¡Abbá! Si es posible pase de mí este cáliz’. (Mt. 26, 39).

Pero sabías que el Padre quiere salvar a los hombres con el máximo amor del que puede ser capaz: un Amor infinito que nos devolviera su amistad con Él.

El intenso sufrimiento psíquico te hizo sudar gotas de sangre que resbalaban por tu cara cayendo al suelo. Y tu reacción no podía ser otra. Fuiste capaz de sobreponerte a Ti mismo y darle la respuesta que marcó el principio de la Redención: ‘Pero que no se cumpla mi voluntad, sino la tuya’. (Mt. 26, 39).

Fue el momento de la respuesta del Padre. "Un ángel del cielo se le apareció para confortarle” (Lc. 22, 43). Todo tu cuerpo lo tienes empapado en ese extraño sudor de sangre. La angustia de tu alma llega a ser terror; pero no te vence, no desistes de tu empeño de entregarte. Quieres el cumplimiento de la voluntad del Padre, que es la tuya, aunque como hombre estés lleno de pavor.
¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo? (Mt. 26, 40). Es la pregunta decepcionada que le dices a tus tres amigos. No han sabido estar a la altura de las circunstancias. Y acaso nosotros tampoco hayamos sabido estar a la altura de las circunstancias, en otros momentos de nuestra vida, con ese Jesús que, en esos momentos de angustia y soledad, se acordaba de todos y cada uno de nosotros, con nuestros nombres, apellidos y procedencias. Y eso le hizo vencer su pánico y aceptar el sacrificio. Por nosotros.

Ha llegado la hora. El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ‘Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar’. (Mt. 26, 46).

Sí. Ya llegaban. Judas se acerca y besa al Hijo del hombre. El rostro de Cristo quedó marcado por la huella de unos labios que consumaban la repugnante traición, labios que a su vez se tiñeron del rojo sudor de la sangre del Salvador.

Ahora quedamos nosotros. Es nuestra hora. Es nuestro acompañamiento a aquel Cristo sufriente representado por tantas imágenes del Cristo silencioso que hay en todos nuestros templos y que nos contempla conociendo hasta el fondo lo más íntimo de nuestra persona. Y espera que no lo abandonemos como hicieron Pedro, Santiago y Juan.

La contemplación de esta escena de la Pasión en Getsemaní es posible que pueda ayudarnos a ser lo suficientemente fuertes como para no dejar nunca el acompañamiento que le hacemos esas noches de oración íntima con Él. Y también para cumplir la Voluntad de Dios en cosas que nos cuesten. ¡Señor, que no se hagan las cosas como yo quiero, sino como quieres Tú! «Jesús, lo que Tú quieras. Como Tú quieras. Cuando Tú quieras”.
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Ya has llegado ante Pilatos, donde te ha remitido el Sanedrín judío.

Mientras Pilatos te interroga va llegando a la conclusión de que no hay ninguna culpa en Ti. Los motivos que aducen los jerifaltes judíos son religiosos y Roma no pinta nada ahí. Pero cuando ya le dicen que quiere ser rey de los judíos, eso ya suena a sedición, a revuelta, a alborotar al pueblo. Y eso sí debe atenderlo. Aún así, tampoco ve nada peligroso e intenta librarte proponiendo soltarte a Ti o a Barrabás. Y el pueblo eligió la libertad de un bandolero. ¡Qué sólo te encontrarías, Jesús!


A Pilato le faltó valor. Su cobardía le llegó al extremo de mandar que te azotasen. Y para cumplir semejante orden, te atan las muñecas y pasan la cuerda por una argolla del techo para dejarte de pie con los brazos extendidos hacia arriba dejando al descubierto pecho, espalda y todo el cuerpo. La pequeña defensa amortiguadora de los brazos estaba anulada.

Por la Sábana Santa sabemos, mirando la dirección de los latigazos, que fueron dos los sayones colocados uno a cada lado. Cada uno con un flagelo romano: un mango o empuñadura a la que iban unidas cuatro tiras de cuero de 50 centímetros cada una, al final de cada una de las cuales había dos bolas de plomo alargadas. Es decir, que cada latigazo equivalía a cuatro de golpe, con cuatro desgarros en la piel y en la carne a causa de las bolas de plomo.

El lugar donde descargar los latigazos podía ser la espalda, pero cuatro medios metros de cinta de cuero podían pegar en espalda, pecho, vientre o piernas, ocasionándote heridas en todos esos sitios. Y además del golpe en sí mismo, el corte ocasionado por la retirada brusca de las tiras para descargar un nuevo golpe.



Bestial. ¿Cuántos golpes te dieron, Jesús? ¡Qué caros te hemos costado! Los judíos tenían estipulado que fueran 40 en su Ley, pero como mucho llegaban a 39 para no matar al reo. Y no lo hacían con un flagelo. Los romanos eran bastante más animales. Pegaban hasta que se cansaban de pegar pero sin matar al reo. No olvidemos que Pilato lo quería soltar. Aun así, estarías IRRECONOCIBLE. “No hay en Él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, no hay en Él belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada.”(Is. 53, 2-3). Es el poema del siervo de Yavé que ahora se cumplía en Ti, se hacía presente,cobraba triste y trágica realidad. Para eso naciste. Para eso aceptaste esa forma de Redención pudiendo hacerlo de otra forma, incluso incruenta. Pero fue así. Y no tiraste la toalla. Supiste (y pudiste, aunque no sepamos cómo) aguantar el tipo hasta ese final que aún tenía que llegar.

Pero hay más. Además de las heridas que se podían observar, del vergonzoso espectáculo de ver correr tu sangre por las losas de aquel patio, debemos pensar, contemplar, deducir,…en las heridas internas de tu cuerpo. Tu hígado y tus riñones debieron quedar dañados. Con el dolor que estarías sintiendo, ¿cómo estarían tu corazón y tus pulmones? ¿Empezaría a hacer acto de presencia la asfixia, la enorme dificultad para respirar al no poder expandir los pulmones por el dolor que sentirías?

Podemos pensar que eras un pedazo enorme de dolor recubierto de forma humana. Serías todo dolor. Sin lugar a dudas.

Y te soltaron. Y nos imaginamos que no sería con ninguna delicadeza: cortaron la cuerda y caíste el suelo entre los charcos de tu propia sangre. La Redención ya había empezado.

Pero no tuvieron bastante. Tú habías dicho que eras Rey y a alguno de aquellos romanos se le ocurriría ponerte una corona, no de laurel como en sus juegos olímpicos, sino de la planta que hubiese por allí. Y la que había tenía espinas, pero eso parece que les divirtió más. ¡Claro! La cabeza todavía no tenía apenas heridas…

Y te la pusieron. Te coronaron. Te hicieron burla hasta el extremo de colocarte una clámide romana sucia y vieja como manto real y darte una caña como cetro de realeza y poder. Incluso hasta te compusieron un himno de la coronación: ‘Salve, Rey de los judíos’ (Mc. 15, 18), acompañado de bofetones y escupitajos. Eso fue otro tipo de flagelación: la de tipo moral. La humillación, el abuso de un ser en tus condiciones físicas,…

El espectáculo debió ser muy divertido para ellos. ¡Qué orgullosos estarían! Para nosotros ¿cómo sería? ¿dantesco?, ¿horroroso?, ¿infernal?... No sé. Acaso no encontraríamos calificativo alguno con el que resumir esos instantes.

“¡Ecce homo!” (Jn. 19, 5). Pilato te presentó así a la plebe. ¿Para qué? ¿Para que sintieran lástima de ti? ¡No! Si ya habían decidido la conveniencia de que un hombre debía morir por el pueblo (Jn. 11, 50), no se iban a enternecer ahora. Más bien pienso que te presentó, si bien ignorándolo, para que en los siglos venideros te pudiésemos contemplar la Humanidad entera y plantearnos el sacrificio que habías elegido por cada uno de nosotros.



Y la Historia sigue. Y nosotros formamos parte de esa Historia. Con nuestros nombres y apellidos. Con nuestras circunstancias. Con nuestras limitaciones, pero hasta cierto punto. Si Tú no dijiste ¡basta ya! nosotros debemos continuar, como Tú hasta que nos llames ante Ti. Y en ese momento, ten presente tu misericordia y los Méritos de esa Pasión, Muerte y Resurrección que tuviste por nosotros.

Pero eso de que ‘si lo dejas libre no eres amigo del César’ (Jn. 19, 12), debió influirle de forma definitiva. Solución: ‘Se lo entregó para que lo crucificaran’. (Jn 19 16). Y continúa la Pasión de forma más cruenta. Hasta ahora han sido palabras, acusaciones, silencios,…y latigazos.

Ahora…continúa de otra forma. Es el camino al Gólgota.

Que Dios y Nuestra Señora de los Dolores nos bendigan.

domingo, 14 de marzo de 2010

Operarios de la mies

‘La mies es mucha, pero los obreros, pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies’ (Mt. 9, 37-38). Es una cita superconocida, pero es la que mejor hay para tratar el tema del sacerdocio. De ahí el título que figura en el encabezamiento.

He dejado adrede este Sacramento como el penúltimo de los siete porque nos estamos acercando a la Semana Santa y la institución del Orden Sacerdotal tiene una relación directísima con la misma, concretamente con el Jueves Santo, ya que ese día, en la Cena de despedida a sus amigos, Jesús echó el resto: Instituyó este Sacramento y el de la Locura de Amor de Dios: la Eucaristía. De éste, hablaremos más adelante.

El sentimiento de religiosidad de la persona humana ha estado presente desde los albores de la Humanidad. Incluso si lo miramos desde el punto de vista histórico, veremos que las distintas civilizaciones que han surgido en la Historia Universal han tenido una relación con sus dioses y han existido unos sacerdotes que se han encargado de encauzar la relaciones humanas con la divinidad: Asiria, Egipto, Grecia, Roma e incluso otras civilizaciones: los Incas, los Mayas, los Aztecas, los Olmecas, los Toltecas, los Anasazi, el conjunto de indios que poblaban América del Norte, así como otros Pueblos (Iberos, Galos, Germanos,…), todos admitían la existencia de un dios o de varios, según entendiesen la divinidad desde el monoteísmo o el politeísmo, y estaban convencidos que había que ofrecerle sacrificios a través de los sacerdotes,porque las personas, desde siempre, tenemos un sentido religioso.

Así nos encontramos, centrándonos ya en el tema, que en la Historia de Israel, Abraham, el primer Patriarca, ofrece sacrificios a Dios y Éste llega a pedirle que le ofrezca al hijo de la promesa. No estaban los sacerdotes todavía, pero con el paso de los siglos aparecerían.

En tiempos de Jesucristo ya había un Cuerpo de sacerdotes atendiendo el Templo de Jerusalén y el mismo Jesús tuvo, en un determinado momento, que clarificar la función de éste, pues aunque generalmente se tuviese claro lo que significaba el Templo, se iba distorsionando su sentido: ‘Entró Jesús en el templo de Dios y arrojó de allí a cuantos vendían y compraban en él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, diciéndoles: Escrito está: “Mi casa será llamada casa de oración”, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones’. (Mt. 21, 12-13).

Esta preámbulo acaso haya resultado algo extenso, pero he querido analizar que el sacerdocio instituido por Jesucristo no es una cosa rara o extraña. Pero quiso que el Sacerdocio de la Nueva Alianza tuviese una especial trascendencia: (‘Él nos capacitó como ministros de la Nueva Alianza, no de letra, sino de espíritu, que la letra mata, pero el espíritu da vida)’. (II Cor. 3, 6), dando poder a los Apóstoles de atar y desatar: ‘En verdad os digo, cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo’. (Mt. 18, 18), y de consagrar el pan y el vino para que sean el Cuerpo y la Sangre del mismísimo Jesucristo: ‘Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi Cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía’. (Lc. 22, 19) y (I Cor. 11, 25 y ss.). Este gesto del Salvador se ha venido repitiendo hasta hoy a través de los sacerdotes de la Iglesia.



A la vista de todo lo expuesto, ¿tiene sentido en pleno siglo XXI que haya seminarios que formen sacerdotes y que éstos estén presentes en nuestra sociedad haciendo realidad los deseos de Jesucristo y sirviendo al pueblo como mediadores entre el Creador y nosotros? Personalmente, y a pesar de las corrientes modernistas de secularización social, de los intentos de ridiculizar la Iglesia e incluso de perseguirla, no tengo ninguna duda de su necesidad. Más aún. Pienso que son absolutamente necesarios para hacer presente a Dios entre nosotros a través de los distintos Sacramentos así como de la predicación de la Palabra y canalizando nuestra relación con el Absoluto.

Sin los sacerdotes la Iglesia no podría cumplir el mandato de Jesús: ‘Id, pues, y haced discípulos a todas los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’. (Mt. 28,19). Ellos son los que tienen el deber de asumir el servicio a los demás como objetivo de su ministerio representando a Cristo que es Cabeza de su Cuerpo místico.

Jeremías ya profetizó: ‘Pondré sobre ellas (las ovejas) pastores que las apacentarán; no temerán ni se amedrentarán, ni volverá a faltar ninguna’. (Jer. 23, 4). Ya nos hace ver la necesidad de tener santos y sabios sacerdotes que apacienten el Pueblo de Dios. Jesucristo aparecerá después diciendo: ‘Yo soy el Buen Pastor’. (Jn. 10, 11) y a Pedro le encomienda que apaciente sus corderos y sus ovejas. (Jn. 21, 15-17).

Y el sucesor de Pedro es el Papa. Así como los sucesores de los Apóstoles son los Obispos. Ellos tienen la plenitud del Sacerdocio. Los sacerdotes o presbíteros, cooperan con los Obispos a través de las Parroquias o de las funciones que se les encomiende: estudios superiores, atención a enfermos de hospitales, capellanes de religiosas, etc. Los diáconos también son ministros de la Iglesia y tienen funciones específicas como son el ministerio de la Palabra y el servicio del Altar. Aunque todavía no sean sacerdotes, pueden administrar el Sacramento del Bautismo y presidir el Sacramento del Matrimonio. Y también llevar el Viático a los enfermos.

Ignoro lo que se puede sentir cuando un joven siente las manos de su Obispo sobre su cabeza en el momento de su Ordenación Sacerdotal, por que es el Espíritu de Dios el que está actuando sobre él. Es tener el abrazo de Dios a través del sucesor de Juan, de Santiago, de Mateo y de los demás Apóstoles que recibieron ese encargo de Jesús de forma directa. Solamente sé mi impresión cuando me administró la Unción de los enfermos el Vicario de mi Parroquia en el momento de imponerme las manos. Inenarrable. Pero puedo decirles que me estremecí hasta la médula. ¡Cuánto más en el momento en que se deja de ser laico para ser un representante de Cristo, al que en adelante va a hacer presente en la Consagración de la Misa!

Parece que esté dando una clase de Religión, pero no es así. Simplemente estoy exponiendo una realidad que tenemos ahí y que a todos nos afecta por la necesidad que tenemos de ellos.

Pero viene un nuevo planteamiento. ¿Tenemos claro que en las familias se debe apoyar y encauzar el despertar de la vocación sacerdotal en los hijos? Es cierto que la vocación, la llamada, la hace el mismo Dios, pero los padres deben ser colaboradores con Él para que surjan muchos trabajadores en la mies. Es cierto que los laicos tenemos nuestro papel en la Iglesia, pero el rol del sacerdote es infinitamente mayor, porque ¿quién puede celebrar la Eucaristía en el altar haciendo presente a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre? ¿Conocen algún laico que pueda perdonar los pecados en nombre de Dios?

No hace tanto tiempo, cuando en las familias se vivía el temor de Dios, se educaba en valores, se deseaba que alguno de los hijos fuese sacerdote. Hoy no se le da la importancia que tiene y tanto el hedonismo como el materialismo parece que distraen a todos de la necesidad de fomentar las vocaciones sagradas.

Sí. Creo firmemente, desde mi propia experiencia, que son necesarios los sacerdotes. Más aún: imprescindibles. Si la vida nos la tomamos desde la indiferencia, la diversión o el materialismo, no lo veremos así. Pero si nuestra existencia la enfocamos desde el prisma de Dios, de lo absoluto, del enfoque a la Eternidad, haciendo del Creador el eje y centro de nuestra vida, indiscutiblemente el sacerdote nos ayudará a conseguir ese objetivo último de nuestra existencia. Nosotros seremos quienes tendremos que configurar nuestra existencia dentro de los planes de Dios, pero el sacerdote nos ayudará y orientará en el mejor de los caminos que debamos seguir si se presenta la duda.

No cerremos los caminos de Dios. Fomentemos las vocaciones desde nuestras posibilidades y desde nuestra oración. Y no olvidemos pedir a Dios por todos ellos, pues al ser hombres como nosotros también pueden caer como nosotros. Y levantarse. Y seguir luchando.

Y ya acabo, pero antes les dejo con esta ‘perla’ de Juan Pablo II y…quien tenga oídos para oír…

Los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado.

Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su Palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor. (JUAN PABLO II. Exhortación Apostólica ‘Pastores dabo vobis’. 25-III-1992, n. 15).




Que la Santísima Trinidad y Nuestra Señora de Guadalupe nos bendigan.

domingo, 7 de marzo de 2010

María en la Redención

Y se aprobó. La Cofradía del Santo Entierro celebraba su Asamblea anual y uno de los cofrades propuso adquirir una imagen de la Virgen para colocarla junto a la Cruz en la que está clavado su Hijo, el Cristo del Silencio, cuya imagen, propiedad de la Cofradía, procesiona el Jueves Santo en la Procesión del Silencio y en la del Viernes Santo..

San Juan dice en su Evangelio: ‘Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su Madre, María, la mujer de Cleofás, y María Magdalena’. (Jn.19,25). El verbo «estar», significa ‘estar de pie’, ‘estar erguido’, y el evangelista es posible que nos quiera presentar la dignidad de María, dentro de esos momentos difíciles, y su fortaleza, a pesar de su mortal dolor.

Posteriormente dice también: ‘Viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» (Jn, 19, 26-27). Estas palabras revelan los sentimientos de Cristo en su agonía ante su Madre a quien ve cercana y lejana a la vez. Y la entrega a su discípulo amado.

La maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y del Calvario, recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3,20). Sin embargo, mientras ésta había contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención. Así, en la Virgen, la figura de la «mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la tarea de difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo. (Catequesis de Juan Pablo II (23-IV-97)

Y esa fue la razón de ser de la propuesta. Al Paso le faltaba María, Madre de Jesús. Así se expuso esta idea, basada en el Evangelio y así lo aprobaron los Cofrades por abrumadora mayoría absoluta.

¿Por qué pongo esto? Me ha venido bien porque estos días de Cuaresma estoy profundizando sobre el papel de María en la Redención. Dios quería hacerse visible a la Humanidad y quería tener un rostro humano, para lo cual debía ser hombre sin dejar, obviamente, de ser Dios.

El punto de partida son los Planes de Dios. Si Él tenía previsto en ellos ese rescate de la Humanidad debía existir una mujer que llevase en su seno esa Criatura y la alumbrase. Y cuando consideró que era llegado el momento, envió a Gabriel como mensajero ‘a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen de nombre María’. (Lc. 1, 26-27).

Oído el anuncio de ser madre del Mesías, aceptó desde su fiat esa misión trascendental para ella y para todos nosotros con absoluta disponibilidad. A partir de ese instante, comenzaba su participación en la Redención del género humano. La misericordia de Dios que estaba esperando desde los tiempos del paraíso con Adán y Eva se hace concreción con la encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Desde este momento y en especial desde la Cruz, nosotros estaremos unidos a la divinidad y, además, como hijos adoptivos.

María es la criatura privilegiada que pone fin al Antiguo Testamento a la vez que abre las puertas del Nuevo Testamento, de la Nueva Alianza de Dios con la Humanidad. Y Dios incluye a María desde esa elección, para colaborar con sus Planes redentores junto a su Hijo y desde su Hijo. Ella es la persona que supo acoger en sí misma y con más perfección en la Historia de la Humanidad, esos Planes divinos. Más aún. Creo que podemos decir sin ningún temor al error, que solamente María, criatura como cualquiera de nosotros, es Madre de Dios y Madre del Redentor.

Y esa participación en los Planes divinos es una constante en su vida, ya que se hace presente en distintos momentos: la revelación del anciano Simeón en el templo de Jerusalén, la pérdida de Jesús a los doce años en ese mismo templo, a lo largo de la vida pública de su Hijo, culminando todo ello en los momentos angustiosos, dramáticos y cruciales del Calvario y la Cruz.

Fijémonos en esos instantes de la Cruz. Uno de los dolores más grandes que existen es el de unos padres que vean morir un hijo. Yo he sido testigo de esto en un matrimonio amigo que despidió por la mañana a su hijo cuando se fue al trabajo y unas horas después estaba muerto. Pero cuando la madre es viuda, parece, según dicen, que el dolor se multiplica en mucho. Ya no hay apoyos. Ya no hay caricias filiales. Solamente dolor, soledad, recuerdos,…

María era viuda cuando muere Jesús. Todo cuanto tenía pendía de aquel madero. ¿Qué sentiría María en esos instantes? ¿Cómo sería realmente su dolor? Pienso que por mucho que pensemos y meditemos este Misterio jamás podremos asomarnos a esa ventana de desesperación humana.

No sabemos, ni sabremos nunca, de dónde sacaría la Madre la fortaleza para resistir en esos momentos. La única explicación está en el Altísimo que no la abandonaría. El cariño de una madre dicen que es el más fuerte de la Creación y ahí se hizo presente en el ejemplo que la Virgen y Madre nos transmitió.

San Pablo nos dice: ‘Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia’ (Col. 1, 24). Y esto, ¿no se le puede aplicar a María que lo estuvo padeciendo de forma totalmente excepcional? ¿No es suficiente todo esto para ver muy claro que es nuestra Corredentora?

A María, nuestra Madre por expreso deseo de Jesús desde la Cruz, la miramos como el modelo perfecto a imitar en todos nuestros aconteceres y, mirándola a ella, alcanzar esa santidad que Dios desea de cada uno de nosotros. Desde nuestras propias cruces, las que cada día abrazamos cuando la aurora extiende su manto. Cada uno conoce la/s suya/s, pero no tengamos miedo. Ella siempre estará, como en Jerusalén, al pie de nuestra cruz.



Que Dios y Nuestra Señora de Coromoto nos bendigan.