domingo, 30 de mayo de 2010

El Padre Nuestro (III)

Estoy convencido que continua siendo responsabilidad del padre de familia llevar a su casa lo necesario para el sustento y alimentación ordinaria de todos los componentes de la misma. Lo que ocurre es que en estos tiempos lo mismo lo lleva el padre, que la madre. O los dos. Y eso está muy bien. Yo me he planteado si cuando Jesús llegó a esta petición estaría recordando los trabajos y esfuerzos de San José para mantener físicamente esa Familia. Acaso el mismo Jesús, cuando José murió, tuvo que tomar las riendas del trabajo en la carpintería para sustentar a su Madre hasta que comenzó su vida pública.

Sagrada Familia.-Autor: Jonh Rogers Herbert

De cualquier forma y sea como fuere, lo que está claro es que esta oración va dirigida a su Padre que está en el Cielo y desde la propia experiencia que como Hijo tuvo con el Padre a través de la oración comunicativa con Él, desea que se lo pidamos.

‘Danos hoy nuestro pan de cada día’. Es cierto que Jesús dijo en cierta ocasión: ‘No os inquietéis por vuestra vida, sobre qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, sobre qué os vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad como las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?’ (Mt. 6, 25-26). En definitiva, lo que nos está transmitiendo es que potenciemos la fe en la Providencia del Padre sobre todos nosotros. Pero como dice el refrán, ‘a Dios rogando y con el mazo, dando’. No hemos de esperar que nos solucionen los problemas. Debemos procurar poner los medios para conseguirlo con nuestro trabajo. Y si se tuviera la desgracia de no tenerlo, la Providencia llevaría a través de Cáritas o de otros medios, lo que necesitemos.

Pero hay más. Me parece que todos tendremos claro que a Dios hemos de pedirle todo cuanto necesitamos, si bien Él sabe lo que realmente es necesario y nos conviene a cada uno, pero ¿tenemos claro que también hemos de pedirle luz para conocer a quién debemos ayudar y procurarle ese pan que pedimos para nosotros si otros carecen de él? ¿Hemos pensado que podemos ser instrumentos de los que nuestro Padre se vale para que los necesitados puedan cubrir sus necesidades mínimas o básicas? El Libro de los Proverbios es muy explícito: ‘No me des ni pobreza ni riqueza; dame sólo el alimento necesario’. (Prov. 30, 8),

Están corriendo tiempos en los que todos somos necesarios para todos y la solidaridad mutua debe estar a flor de piel, a flor de pensamiento, a flor de caridad,… Cada vez hay más necesidad para muchas familias y aunque Cáritas se esté empleando a tope no llega a todas partes. Incluso en España se están viendo casos realmente sangrantes. Y lo mismo en todo el mundo. Verdaderamente no podremos llegar a todos los rincones ni tampoco a todos los necesitados, pero a aquellos que estén a nuestro alrededor y podamos hacer algo por ellos, no nos podemos esconder. Isaías, cuando nos habla del tipo de ayuno que quiere el Señor, nos dice ‘que compartas tu pan con el hambriento’. (Is. 58, 7). Y por la cuenta que nos tiene, procuremos no ponernos en situación de oír la voz de Dios diciéndonos: ‘¿Dónde está tu hermano?’ (Gén. 4, 9). Y no podríamos responderle con ‘No lo sé. ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?, porque con el Creador no se juega y acaso podríamos escuchar algo que no nos gustaría.

Y todavía un poco más. Bueno. En realidad, es un ‘mucho más’. ¿Dónde está nuestra dimensión religiosa, propia de los seres humanos? ‘Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y, sin embargo, murieron. Este es el pan del cielo, y ha bajado para que quien lo coma, no muera’. (Jn. 6, 48-50). Casi no sería necesario aclarar que esto lo dijo Jesucristo, pero es que no se acaba ahí. Sigue diciendo: ‘Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan, vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo’. (Jn. 6, 51). Y particularmente revelador por lo que significa de entrañable y sublime para nosotros, son las palabras de la Consagración de la Misa: ‘El cual, el día antes de su Pasión, tomó el pan en sus santas y venerables manos y, levantando los ojos al cielo, a Ti, Dios Padre Omnipotente, dándote gracias, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed todos de él, porque ESTO ES MI CUERPO’.




¿Dejaremos de pedirle que nos de ese Pan que nos catapulte a la Vida Eterna? Pues no. Radicalmente, no. Cuando rezamos el Padre Nuestro y llegamos a esta petición, el Pan Eucarístico debe tener una prioridad íntima para cada uno de nosotros. Es nuestra auténtica fortaleza para nuestra vida religiosa y espiritual. Acaso sea la unión más profunda que tengamos con el mismo Dios porque viene a hacer morada en nosotros, a visitarnos, a tener un coloquio personal, a transformarnos en templos vivos de la Divinidad. Ante eso, ¿qué podremos decir o argumentar, sino callar y adorar?

Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden. Una nueva petición al Padre que tampoco tiene desperdicio alguno. Aquí vemos claramente dos partes diferenciadas y complementarias. Y cuando Jesús nos enseñó a rezarlo así, a hacer de este modo la petición, sería por algo. Veamos.

En la primera parte de esta demanda parece claro que nos dirigimos al Padre con la misma actitud del hijo pródigo. Porque ‘Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría con nosotros). (1Jn. 1, 8). Reconocemos nuestros errores y pecados, y pedimos su perdón, porque tomamos conciencia de que su actitud paternal hacia nosotros no merece la respuesta fallida que le estamos dando y es necesario un cambio de rumbo en nuestro comportamiento con Él. Y nuestra esperanza radica en obtenerlo. El mensaje que Jesús transmite a lo largo de su vida es precisamente que Dios nos perdona, nos admite hasta el extremo de que Jesús va a buscar a los que llevan una vida equivocada. Se junta y habla con ellos. Les infunde esperanza en un futuro mejor y más luminoso, aunque cargado de dificultades. Siempre está esperando nuestra vuelta a Él. Hasta ‘setenta veces siete’, porque ‘no necesitan médico los sanos, sino los enfermos’. (Mc. 2,17).

‘Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa’. (Sal. 51(50), 3).Y cuando sentimos el calor de la acogida y del perdón, cuando nos llenamos del abrazo de Dios, también nos llenamos de agradecimiento hacia ese Dios ‘que no quiere la muerte del pecador, sino su conversión’ (Ez. 33, 11). , y siempre está propiciando ocasiones y oportunidades para nuestra vuelta a Él.

Pero todas estas maravillas tienen una condición que Jesús explicita cuando enseña a orar a sus discípulos: como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden. Todo está supeditado a nuestro perdón hacia quien nos está fastidiando, ofendiendo o creándonos problemas. ‘Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial’. (Mt. 6, 14). Dios perdona. Dios quiere perdonar. Pero Dios también quiere que en lo que a nosotros respecta, le imitemos en el perdón que le pedimos para nosotros. Quiere que esa vivencia del perdón divino que podamos sentir nos impulse a acoger a los demás sin exclusiones ni condiciones.

Especialmente ilustrativo es el ejemplo que Jesús pone en la parábola del siervo que debía mucho a su señor y éste le perdonó la deuda. Pero cuando ve a uno de sus compañeros que le debía muy poco no le quiso perdonar. La respuesta del señor no tardó en llegar: ‘Mal siervo. Te condoné yo toda tu deuda porque me lo suplicaste. ¿No era de ley que tuvieses piedad de tu compañero, como la tuve yo de ti? E irritado, le entregó a los torturadores hasta que pagase toda su deuda. Así hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonare cada uno a su hermano de todo corazón’. (Mt. 18, 23-35).

Y aquí voy a tocar un tema algo espinoso pero que personalmente tengo claro y que las veces que lo he consultado con quienes sabían más que yo, me han mostrado que no iba descaminado. El hecho de que yo perdone a quien me haya hecho algún daño, ¿implica el olvido? ¿Necesariamente cuando perdono tengo que ‘olvidar’ la ofensa que me han hecho? Bueno. Verán ustedes. Si yo ‘perdono pero no olvido’ en el sentido de recordar los hechos para devolverle el mal, es porque no ha habido un perdón claro, objetivo y de corazón. Esa actitud no nos sirve. No sería honrada ni posiblemente estuviese en la línea de lo que Dios espera de cada uno.

Pero voy a matizar un poco. Desde el punto de vista del ofensor, me parece que si percibe el daño ocasionado y, objetivamente, se da cuenta que debe reparar su error y lo hace en la medida de lo posible, estará haciendo realidad el consejo de Jesús: ‘Acumulad mejor tesoros en el cielo’ (Mt. 6, 20). Si permanece en su recuerdo lo que hizo y no lo quiere olvidar, para no tropezar con la misma piedra, será bueno en tanto le motiva un afán de superación personal.

Desde el punto de vista del ofendido existe una perspectiva distinta. Partiendo de la base de que la memoria es una facultad que tenemos los humanos que actúa independientemente de nuestra voluntad, podemos recordar los hechos que nos hicieron sufrir a causa de una persona concreta. Eso es natural. Lo que no debemos hacer es recordar aquellos hechos con rencor. No es bueno para nosotros. Hay un refrán que dice que ‘agua pasada no mueve molino’. Y es cierto. De lo que ha pasado debemos pasar página y seguir caminando.

Pero si perdono la ofensa y al ofensor, pero ‘no lo olvido’ en el sentido de tenerlo presente yo para no tener el mismo fallo que tuvieron conmigo, analizar el sufrimiento pasado pensando que lo que no quiero para mí no lo debo desear para los demás, podría ser válida esa actitud por lo que conlleva de aprendizaje. Sería una de las lecciones que la vida nos da. Eso supondría buscar mi perfeccionamiento espiritual a través de lo que me aporta como experiencia esa vivencia negativa. Y eso me empujaría a ser mejor.

En definitiva, perdonar es una decisión personal. El Maestro nos marca el camino a través de sus enseñanzas y de su propio testimonio. ‘Si vas a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda’. (Mt.5, 23-24). Es el mismo Jesús, en esa terrible experiencia de la Cruz, quien nos sigue marcando el camino: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen’. (Lc.23, 34).

Y siempre, confiemos en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, como dice San Pablo, y Padre nuestro, que nos quiere con locura y siempre está dispuesto a oírnos y a perdonarnos. Que Él y Nuestra Señora del Rosario nos bendigan.

domingo, 23 de mayo de 2010

El Padre Nuestro (II)

Dios quiere ser tremendamente cercano a su obra predilecta, el género humano, desde siempre y así lo ha ido manifestando en el transcurso de la Historia. Y siempre se tropezó con la tozudez de las personas. Envió luego a su Hijo para hacérnoslo ver y el resultado fue…la Cruz. Y luego la Resurrección. Ahora es el camino que nos toca recorrer aprendiendo de los errores del pasado y dando nuestra respuesta positiva a ese Padre que continuamente nos llama, nos interpela y espera nuestra respuesta diaria.

Esta cercanía, Jesús nos la quiso hacer ver en esta oración en la que manifiesta su deseo de que nos dirijamos a Dios llamándole ‘Padre’. ‘Vosotros orad así: Padre nuestro…’ (Mt. 6,9).

La semana pasada comenzamos a desgranar algo de su contenido. Hoy vemos algo más. Venga a nosotros tu Reino. Pero ¿qué Reino le pedimos que venga a nosotros? Podemos afirmar categóricamente que el Reino al que hace referencia Jesucristo no es, ni tiene nada que ver, con ningún reino con estructuras temporales, ni tampoco tiene como objetivos ningún bienestar material.

Cuando Jesús está siendo interrogado por Pilato y éste le pregunta si es rey de los judíos, la respuesta no deja resquicio alguno a la duda: ‘Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera mis seguidores hubieran luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo’. (Jn. 18, 37). Y es que el Reino que él nos quiso mostrar está a un nivel infinitamente superior a los de acá abajo porque es la Morada del Autor de todo, el cual desea que vivamos allí, con Él, sin pesares de ningún tipo y con una felicidad a la que nos destinó cuando nos llamó a la vida.

Pedirle que venga a nosotros ese Reino es pedir que seamos capaces de cumplir esta frase del Apocalipsis: ‘He aquí que hago nuevas todas las cosas’. (Ap. 21, 5). O sea, lo injusto transformarlo en justo; la dureza de corazón transformarla en un corazón puro capaz de amar a tope; que las viejas actitudes sean transformadas en motivos para servir y que la vida de cada uno sea un constante servicio a nuestros prójimos, a semejanza de lo que nos enseñó el Maestro a través de su modo de vivir.

Se trata, por una parte, de estar haciendo un análisis crítico permanente con nuestras formas de ser y de actuar para aplicarles los índices que corrección que sepamos que nos alejan de Él. Por otra parte hemos de ver que ese Reino tiene un destino muy claro: la Humanidad. Es para todos porque es universal. Como Jesús, que quiso morir por todos precisamente para que todos gocemos de ese Reino, que es el destino último y la razón de ser de nuestra vida.

Y ese viaje ya debemos empezar a prepararlo porque ‘el Reino de Dios está dentro de vosotros’. (Lc. 17, 21). No es ninguna utopía. Hemos de vivir y trabajar como si a la vuelta de cada esquina hubiésemos de tropezarnos con la puerta del Reino y entrar en ella para eternizar la forma de la vida que estemos llevando. ¿Vivimos intentando cumplir la voluntad, los planes, los pensamientos del Padre? Eso eternizaremos, porque Él nos dará bastante más del ciento por uno en ese Reino que constantemente le pedimos, sea a través de esta oración en concreto o en otros momentos de íntimo coloquio con la Santísima Trinidad. Pero nuestro esfuerzo y nuestra entrega serán valorados y premiados sin duda alguna.

Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. ¿Pero cómo podemos saber cuál es la voluntad divina? Isaías nos transmite el mensaje de Dios: ‘No son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos, dice Yavé. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos’. (Is. 55, 8-9). Si esto lo tenemos en cuenta, ¿qué hacemos? Aparentemente hay un desconcierto previo. Y digo aparentemente porque ahora vemos los que dijo Jesucristo.

'El Juicio Final'. Autor: Fra Angélico

Tengamos en cuenta lo que dice según nos cuenta San Mateo: ‘Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis,…cuantas veces hicisteis eso a uno de esos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis’. (Mt. 25, 31-46). Me da la impresión de que ahí ya podemos vislumbrar algo de esa voluntad divina.

El profeta Ezequiel nos transmite muy claramente los deseos de nuestro Padre, que van dirigidos a todos sin excepciones: ‘Dice el Señor, Yavé, que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva’. (Ez. 33, 11). Y esto es consolador y estimulante. Siempre está vuelto al arrepentimiento de cualquier hijo como nos explicó Jesús a través de una parábola que ya vimos en la entrada anterior.


Por lo tanto, cumplir la voluntad de Dios es abandonarse confiadamente en sus manos. Nuestra respuesta viene a través de nuestra fe manifestada en la radicalidad de nuestra confianza en quien sabemos que nos quiere con locura y desea ardientemente nuestro bien. Pero nuestro bien último. Pasaremos por ‘valles tenebrosos, pero no temeremos mal alguno porque Él estará con nosotros’. (Sal. 23 (22), 4). Lo demás…¿qué quieren que les diga? Es para meditar un poquito en este aspecto.

En cuanto a cumplir su voluntad así en la tierra como en el cielo, es desear que todo el universo esté inmerso en estos planes de Dios. Pero, ¡ojo! No vayamos a caer en el simplismo de pensar que como no vivimos en Saturno no tenemos nada que hacer. No me estoy refiriendo a eso sino a nuestro propio universo, a la sociedad que pertenecemos, a los ambientes que nos rodean, a la familia que diariamente vemos y besamos,… Ahí está nuestro pequeño mundo en el que el Padre nos plantó cuando nos llamó a la vida y a través del cual hemos de dar flores, semillas y frutos. Todo para Él. Es nuestra modesta contribución a cumplir su voluntad siendo espejos de Dios mediante nuestra conducta.


'Pentecostés'. Autor: José Segrelles

Estamos celebrando Pentecostés. Empezaba entonces la Aventura de la Iglesia. Ese día se materializó el envío a proclamar el Reino que Jesús había predicado. Nosotros somos los que hoy participamos activamente en esa Aventura. Y para eso necesitamos al Padre que nos bendiga, al Hijo que nos fortalezca y al Espíritu Santo que nos inunde con el mismo Fuego Divino de Pentecostés para que para hacer presente el Reino y cumplir la voluntad de la Trinidad que nos ha llamado y quiere contar con nosotros. Y el Espíritu Santo tiene mucho que decir. San Pablo nos lo explica muy bien: ‘Por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita ¡Abbá, Padre! De manera que ya no se es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios’. (Gal. 3, 6-7). Y a ese Espíritu nos debemos encomendar para hacer realidad los planes de Dios.

Que el Espíritu de Dios y Nuestra Señora de la Altagracia nos bendigan y asistan continuamente.

domingo, 16 de mayo de 2010

El Padre Nuestro

Ahora sí. Ahora ya voy a entrar en esa oración que Jesús enseñó a los apóstoles y, por extensión, a todos nosotros. Aunque solamente sea por las dos primeras palabras de su comienzo, ya merece la pena. Mateo nos hace un relato genial porque, además de la oración en sí misma, nos apunta una serie de recomendaciones del Maestro que son para tenerlas presentes siempre que oremos y en la vida nuestra de cada día. (Mt. 6, 5-15).

Él no quiere las apariencias para que la gente diga o piense lo buenos que somos. Sería caer en la hipocresía (no seáis como los hipócritas…(Mt. 6, 5). Desea la sinceridad y la rectitud de intención al comunicarnos con el Padre y tal vez por eso empieza con estas palabras llenas de confianza y abandono: ‘Padre nuestro…’. Pero es que hay más. Sigue una recomendación que personalmente me llamó mucho la atención: ‘Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará’. (Mt. 6, 6).

¿Por qué? En un principio me centré en la materialidad de quedarnos solos en una habitación de la casa donde no hubiese nada ni nadie que nos distrajese y, con el Evangelio en la mano, meditar la Palabra para intentar llevarla a nuestra vida. Pero es que luego, en un retiro que hice, el sacerdote que lo coordinaba destapó el frasco de los perfumes con ese fragmento y nos fue explicando el sentido profundo que tiene esta frase, más allá de meternos físicamente en la habitación. Y eso supuso un nuevo y grandioso descubrimiento personal que ya no me abandonó.

‘Entrad en vuestro interior, en la habitación de vuestro espíritu, tal como sois –nos decía-, cerrad la puerta de todo aquello que no sea Dios para abriros a Él. Eso supone olvidarse de todos los trabajos que os ocupan, de los problemas que os obsesionan. Haced el silencio interior y dejaos llevar por el Espíritu’.

Aproximadamente era el mensaje que nos transmitió. Han pasado más de treinta años y todavía conservo esta idea. Y eso me ha llevado a meditar muchas veces el contenido de esta oración que Jesús enseñó después de este prólogo a sus discípulos.

Esa manera de comenzar está poniendo ante nosotros un acercamiento, una confianza, una familiaridad en el trato con Dios que se corresponde con lo que Él quiere de nosotros, según nos da a entender el mismo Jesús. Pienso que para los discípulos supuso una gran novedad dirigirse a Dios de esa manera. Israel no estaba familiarizado con su Dios de esa manera. Y si nos paramos a pensar en el trato que le damos al Padre en pleno siglo XXI, ¿realmente frecuentamos esa confianza a través del trato de llamarlo Padre? ¿De verdad nos dirigimos con soltura y le llamamos Padre con la frecuencia que debiéramos?

Getsemaní está todavía relativamente reciente en nuestro pensamiento y en la vivencia de la Semana Santa y aún tenemos fresco aquel ¡Abbá! desgarrador que dirigió a su Padre pidiendo que le librase de cuanto se le venía encima. Pero hay otros momentos en que la Palabra ‘Padre’ está preñada de agradecimiento y ternura. Cuando regresan los discípulos que había enviado y le cuentan las maravillas que habían hecho, pletórico de alegría se dirige al Padre y le dice: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla” (Lc 10, 17-24). Lo recuerdan, ¿verdad? No desaprovechaba ocasión alguna de dirigirse a Él en cualquier momento o circunstancia.

Esta oración es una expresión y un acto de fe, esperanza y amor hacia nuestro Padre. Cuando a través de ella nos dirigimos a Dios, viene a ser como la acogida que el Padre hace al hijo pródigo cuando vuelve y se dirige a él. Acaso uno de los que mejor haya recogido ese momento de apertura paternal haya sido Rembrant. ¿Se dan cuenta de esa cabeza del hijo recostada en el regazo de su padre? ¿Se dan cuenta de las dos manos del padre sobre la espalda del hijo transmitiéndole su cariño, su acogida, su perdón, su ánimo a comenzar de nuevo?

La actitud del hijo, y, por extensión, la de cada uno de nosotros, manifiesta una actitud de dependencia y confianza en su padre. Pero es que la actitud del padre también está expresando, a su vez, una confianza ilimitada, a pesar de su absoluta superioridad sobre el hijo.

Aterrizando en nuestra realidad, al rezar esta oración estamos manifestando también una confianza sin límites en nuestro Padre que, a pesar de lo que alguien pueda pensar, es absolutamente sensible a nuestras necesidades, problemas, sentimientos y sufrimientos de cualquier índole y sus oídos siempre están atentos a nuestros clamores y súplicas. Y, por favor, no caigamos en aquellas arcaicas concepciones de un absurdo miedo que no tiene sentido alguno de dirigirnos con total confianza y libertad a nuestro Padre, que ‘hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos’. (Mt. 5, 45). Él continuamente nos está esperando en lo alto de todos los caminos para vernos llegar y acogernos en su misericordia y en ese infinito Amor del Creador hacia su criatura preferida.

Algo verían los discípulos cuando Jesús se dirigía al Padre al orar que les impulsó a pedirle que les enseñase a orar. Y acaso esto fuese una de las cosas que más satisfizo a Jesús cuando les enseñó (y también nos enseñó a nosotros), a llamar a Dios ‘Abbá’, para que nuestra oración incluyese una naturalidad, una espontaneidad, una llaneza de trato, hasta entonces desconocida, que nos condujese a una encantadora intimidad con el Dios de la Historia, de la Revelación, de la Creación,…

San Pablo es consciente de esto y cuando escribe a la Comunidad de Roma, les dice: ‘Vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y nos permite clamar “Abba”, es decir, “Padre”. Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios’. (Rom. 8, 15-16).

‘Santificado sea tu nombre’. ¿Qué encierra este deseo que Jesús nos enseña? Cuando manifestamos nuestro deseo de que sea santificado el Nombre de Quien no tiene Nombre (‘Si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé? Dios contestó a Moisés: Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: “Yo soy” me envía a vosotros’. (Ex. 3, 13-14). Estamos reconociendo, venerando e incluso adorando ese Nombre desde nuestras limitaciones e imperfecciones, sí, pero también desde nuestra aceptación de saber que siendo quien es y siendo como es, nos acoge y acepta como somos cada uno. Y además, nos pide nuestra colaboración con Él. Dice San Juan: ‘Ha llegado la hora en que los que rindan verdadero culto al Padre, lo harán en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad’. (Jn. 4, 23-24).

Desear que sea santificado el nombre de Dios es manifestar un deseo de algo que es propio del Padre: su Santidad. Desde esa expresión estamos manifestando el modo propio de ser de Dios. Manifestamos la honra, el respeto que le profesamos en ese Misterio Trinitario que no comprenderemos jamás en esta vida, pero que en la Vida auténtica entenderemos y sabremos adorar en plenitud y perfección.

Desde esta perspectiva resulta nimio y absurdo invocarlo como a un dios que queremos que tape nuestras miserias, fracasos y frustraciones. Queremos que esté a nuestro servicio según las necesidades que creamos tener en cada momento, según nuestras propias concepciones de las cosas. Y claro. Al no cumplirse nuestras pequeñas y humanas perspectivas, nos desinflamos, dudamos de Él y tiramos la toalla. Eso no es santificar su nombre. Y es que Dios es inmanejable, amigos. Nos faltaría el abandono confiado en sus manos. El saber que nos transmite su propia santidad a través de la Gracia que recibimos en los Sacramentos, lo cual nos permite tener un parecido más cercano al suyo, aunque todavía muy limitado.

La próxima semana, Dios mediante, continuaremos con el contenido de esta breve pero densa oración.

Que nuestro Padre-Dios y nuestra Madre, Nuestra Señora del Nahuel Huapi, nos bendigan.

domingo, 9 de mayo de 2010

Padre nuestro (II)

En la entrada anterior planteaba que Dios es Padre y su paternidad se proyecta sobre Israel, el pueblo que eligió para acoger a su Hijo en su etapa humana. Lo fue gestando y preparando durante siglos y a pesar de ser un pueblo de ‘dura cerviz’ (‘Y me dijo Yahvé: “Ya veo que este pueblo es un pueblo de cerviz dura”. (Dt. 9, 13) siempre estuvo con él. Cuando lo creía necesario suscitaba algún profeta que, en su nombre, les transmitiese su voluntad, sus deseos, sus mensajes, sus correcciones,…

Por fin, cuando creyó llegada la hora, se encarnó en una Virgen de Nazareth, que con su ‘Hágase en mí según tu palabra’ (Lc. 1, 38), acogió en su seno la Palabra del Padre, el Logos, el Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que en Belén de Judá, con su nacimiento como hombre y Dios verdadero, empezó a dejarse ver, a manifestarse a los pastores (los más humildes) y a los Magos (con un estatus social, como diríamos hoy, sensiblemente mayor a juzgar por los regalos que le hicieron, por su séquito y alguna cosa más).

Es como si hubiese querido transmitirnos el mensaje de que Él había venido para TODOS, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, sanos y enfermos. No había distinción social alguna, de raza ni de nada.

Este Niño crece y quienes lo van tratando se van dando cuenta que no es un hombre corriente. Tiene una talla humana y moral fuera de lo normal. Y cuando comienza su vida pública va creando situaciones con sus palabras, sus hechos y su doctrina que a nadie deja indiferente. Necesariamente van surgiendo adhesiones y discrepancias. Pero no indiferencia.

Cierto es que su primo Juan fue preparándole el camino para el inicio de su vida pública, hasta que llega un punto culminante: el bautismo de Jesús en el Jordán. Si no me equivoco, es la primera vez que el Padre lo ‘presenta’ a todos: ‘Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco’ (Lc. 3, 22). Esto muestra la paternidad de Dios con Jesús.



Luego…llega otro momento cumbre. Al menos para Juan. Está en prisión. Humanamente, con dudas. Jesús le manda la respuesta con los emisarios que le envía: ‘Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído. Los cojos andan, los ciegos ven, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados; y dichoso el que no se escandaliza de mí’ (Mt. 11, 4-6). Juan ya había dicho: ‘Conviene que yo mengüe para que crezca Él’. (Jn. 3, 30). Es ésta una frase que ha sido y será el centro de muchas meditaciones personales por lo que puede representar para el enfoque de vida personal de cada persona con respecto al Salvador.

Posteriormente Salomé se encargaría de ser el instrumento para retirar a este Precursor de la Palabra de la vida de Israel. A partir de ahí, Jesús ya empieza su predicación con una doctrina que abarca muchos aspectos que iremos tocando en entradas sucesivas.

En esta nos vamos a centrar con este interés tan especial y singular de Jesús de presentarnos la figura del Padre desde su propia experiencia, desde su prisma, para que viéramos que es Alguien tremendamente cercano para cada uno de nosotros, sea pecador (Jesús diría que había venido a buscarlos) o justo. ‘No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni yo he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores’. (Mc. 2, 17).

Desea que a su Padre lo veamos como al nuestro propio, porque nos ha elegido, nos ha escogido, nos ha amado en y desde nuestra singularidad como fuente y origen de todo lo personal, abarcando toda nuestra personalidad, a través de lo que hacemos cada día, de nuestro genio, de nuestro ser,…Que lo veamos como nuestro Creador hacia el que tienden todas nuestras ansias de libertad y felicidad a pesar de nuestros condicionantes, limitaciones y salud que le presentamos en el Ofertorio de nuestras Misas poniendo a su disposición nuestra totalidad, sin reservas de ningún tipo. Y con quien hacemos suave e íntimo coloquio en la acción de gracias después de recibirle en la Eucaristía en amorosa y cordial comunicación, reconociendo su Paternidad y nuestra filiación desde la presencia real de Jesucristo en el Sacramento recibido, como nuestro Hermano Mayor.

Él quiere que alejemos de nosotros la idea que podamos tener del Dios solamente juez y castigador que se tenía de Él de entrada, sin que eso signifique que no sea Justo. Desea nuestro bien y nuestra felicidad y para que lo entendamos con mayor facilidad nos presenta la parábola del hijo pródigo que, según opinión de muchos sacerdotes, debiera ser la parábola del ‘amor y el perdón del Padre’ por el retrato que nos hace de la actitud de este personaje hacia su hijo pecador.

Cuando en ocasiones oigo decir a personas que ante alguna desgracia se empeñan en hacer aparecer a Dios como culpable de las mismas por permitirlas, lamento mucho su ceguera espiritual. Veamos. ¿Qué tiene que ver Dios con que una persona arrollara a mi esposa en un paso de peatones ocasionándole heridas muy graves? ¿Qué tiene que ver Dios con la hipotética distracción de ese conductor? ¿No será más bien que ese tipo de personas aprovechan cualquier situación para atacarlo y alejar de Él a la gente? Acaso les vendría bien escuchar lo que Jesús dice a San Pablo, según refiere el propio Apóstol: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Duro te es dar coces contra el aguijón’. (Act. 26, 14).

Cuando con los años van apareciendo los achaques propios de la edad y las enfermedades,sean las que fueren, ¿qué culpa tiene Dios? ¿Es Él quien lo manda? Pienso rotundamente que no. Analicemos, si no, el sentido de las curaciones que Jesús fue haciendo a lo largo de su vida pública e incluso las resurrecciones que obró en determinados casos. Si nuestro Salvador era especialmente sensible con los enfermos y se enternecía con su sufrimiento, hasta el extremo de tener misericordia de ellos, ¿va a ser Él quien envíe las enfermedades? Sería un claro contrasentido, ¿no?

Vivimos tiempos recios en los que el poder de las tinieblas pretende enseñorearse del mundo y en los que nuestra fe en la Trinidad Santísima debe estar por encima de todo aunque no entendamos nada. Como María en la Anunciación. Se fió absolutamente de Dios. Y si nos cuesta, pidámosles que nos la aumente, tanto a Dios como a su Madre, que también es la nuestra.

En estos momentos difíciles puede venirnos bien esta frase de Jesús aplicada a nosotros mismos: ‘Yo no estoy sólo, porque el Padre está conmigo’ (Jn 16, 32). Y cuando S. Juan nos habla de la docilidad de su Maestro a la voluntad del Padre, nos marca una línea de actuación real, no utópica, de que somos instrumentos y colaboradores directos del Padre: ‘Es el Padre, que vive en mí, el que está realizando su obra’. (Jn. 14, 10). Y eso a pesar de nuestra pequeñez e insignificancia. Contamos para el Padre como hijos únicos e irrepetibles.

Y ya resucitado, hace depositaria a María Magdalena del mensaje que debe transmitir a sus amigos los discípulos: ‘Voy a mi Padre, que ES VUESTRO PADRE, a mi Dios y a vuestro Dios’. (Jn. 20, 17). En la Cruz nos da a su Madre como la nuestra. En la Resurrección nos muestra su voluntad de que veamos y tratemos al Padre como nuestro también.

Es cierto que en diversas ocasiones de su vida pública nos lo presenta como ‘nuestro’ Padre: ‘Así, pues, habéis de orar vosotros: PADRE NUESTRO que estás en el cielo…’. (Mt. 6, 3-13). Y pedía a sus discípulos que dieran testimonio de buenas obras para que cuantos las vean ‘glorifiquen a VUESTRO PADRE, que está en los cielos’. (Mt. 5, 16).

Es posible que ellos se vieran ante sí un muro por las dificultades que podrían tener. Era nadar contra corriente. Pero les anima diciéndoles: ‘No temáis, pequeño rebaño, porque VUESTRO PADRE ha querido daros el reino’. (Lc. 12, 32). San Pablo diría más adelante a la comunidad de Éfeso: ‘Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra’. (Ef. 3, 14-15).

Y cuando nos ponemos en oración ante el Padre, reconociendo nuestra nada, sabiendo que todo viene de Él pero trabajando como si todo dependiese de nosotros, contando con el Espíritu que nos anima y nos da Vida, posiblemente estemos haciendo realidad este imperativo del Maestro: ‘Sed perfectos como VUESTRO PADRE celestial es perfecto’. (Mt. 5, 48).

Sí, amigos. El Padre nos quiere. El Hijo, también. (No en vano quiso morir en la Cruz y resucitar después por cada persona). El Espíritu vela constantemente por nosotros. La Madre no cesa de interceder por cada uno en nuestras dificultades y problemas. ¿Y nosotros? ¿Seríamos capaces de concebir este Amor como Jesús, cuando dijo ‘El Padre y Yo somos una sola cosa’. (Jn. 10, 30)?

Invito a que seamos fiel reflejo de nuestro Padre del cielo personalizando, dentro de nuestras limitaciones humanas, esta frase de Jesús: ‘El que me ve a mí, ve al Padre’ (Jn. 14, 9). Y confiemos en Él. A generosidad nadie le gana.


Que nuestro Padre celestial y Nuestra Señora Santa María la Antigua nos colmen de bendiciones.

domingo, 2 de mayo de 2010

Padre nuestro.

A pesar del título arriba expuesto, no me voy a detener, al menos por ahora, en la riqueza que encierra esta oración cristológica. Acaso más adelante me detenga en ella con detenimiento.

No sé si estamos de acuerdo en que una de las enseñanzas más trascendentales que Jesucristo nos enseñó es que llamemos Padre a Dios, algo totalmente innovador para aquel momento de la historia del pueblo israelita. Pero, ¿siempre ha sido así? Porque una de las cosas que me he planteado es si el pueblo al que pertenecía nuestro Salvador ya lo llamaba así o no.

Esto me ha llevado a bucear un poco por las sendas de la Biblia, especialmente por el Antiguo Testamento, llevado de mi buena voluntad y mi pasión por la Palabra. Y he encontrado algunos textos que arrojaban alguna luz.

Por ejemplo, Isaías, (uno de mis profetas preferidos, junto con Jeremías, pero sin menoscabo de los demás) dice: ‘Señor. Tú eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla y tú el alfarero, todos obra de tus manos’. (Is. 64, 7). ¿Cómo llegó a esta conclusión? ¡Hombre! Si tenemos claro que el Espíritu, auténtico Autor de la Biblia, hablaba por boca de los Profetas, la respuesta ya la tendremos, pero aun así, habrá que dejar algo, por poco que sea, al hombre, a la persona, al instrumento del que se vale el Autor para plasmar su mensaje.

Y algo antes, todavía lo expone tan claro que no deja lugar para duda alguna: ‘¿Dónde está tu celo y tu fortaleza, la emoción de tus entrañas y tu misericordia? ¿Se han cortado? Con todo, tú eres nuestro padre. Abraham no nos conoció y nos desconoció Israel, pero tú, ¡oh, Yavé!, eres nuestro Padre y “Redentor nuestro” es tu nombre desde la eternidad’.- (Is. 63, 15-16). Ya ven. Este profeta lo tenía muy claro, aunque el pueblo mimado de Dios no era totalmente consciente de esto.

De cualquier modo, pensaba que esta expresión debía venir de atrás y mi primer pensamiento se dirigió a Abraham, porque ‘Yo te haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre que será una bendición’. (Gén. 12, 2). Como principio, no está mal, pero no se refleja la Paternidad que buscaba, si bien parece que la da a entender.

La Historia se va desarrollando, pasan los distintos Patriarcas y nos encontramos con ese pueblo prometido a Abraham sometido a una esclavitud feroz en Egipto. Y sin embargo el pueblo no pierde la esperanza en quien sabe que es su Dios. Su clamor es continuo y saben que llegará un libertador. Y el momento llega en el Sinaí manifestándose a Moisés., en el episodio de la zarza que arde sin consumirse. ‘El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí…Ve, pues; yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto’. (Éx. 3, 9-10).

A poco que analicemos esta orden divina, podríamos ver que corresponde a la actitud de un padre que ve a sus hijos en peligro, sufriendo y humillados. Y la respuesta llega. Cuando se consigue y se atraviesa el Mar Rojo, este pueblo elegido ha emprendido el camino hacia una libertad que lo transforma en pueblo cultual hacia su Dios, que sabe que lo protege, que son suyos, aunque las distintas infidelidades también hace que reciban algún varapalo, como cualquier padre hace con sus hijos para enmendar sus conductas erráticas.

Podemos decir que Dios ya ha dado forma, y a dado a luz a ese pueblo que tenía concebido desde la eternidad para acoger la llegada de su Hijo unos siglos más tarde. Y llega un momento en el que Moisés se ve agobiado e impotente ante sus exigencias y reclamaciones. Le dice: ‘¿Por qué has echado sobre mí la carga de todo este pueblo? ¿Lo he concebido yo ni lo he parido para que me digas: Llévalo en tu regazo como lleva la nodriza al niño a quien da de mamar, a la tierra que juraste dar a sus padres? (Núm. 11, 11-12). También parece que Moisés está empleando con Dios una terminología que corresponde a un padre o a una madre.

Pero es el profeta Oseas quien nos relata el amor tierno y entrañable que Dios manifiesta a ese pueblo que le quiere honrar, aun dentro de sus infidelidades. ‘Cuando Israel era niño, yo lo amé; yo desde Egipto vengo llamando a mi hijo, pero cuanto más los llamas, más se apartan…Yo enseñé a andar a Efraín, le llevé en brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarle. Los até con ataduras humanas, con ataduras de amor; fui para él como quien alza una criatura hasta tocar a sus mejillas, y me bajaba hasta él para darle de comer’. (Os. 11, 1-2). Aquí ya podemos observar que le está llamando claramente ‘hijo’, que lo llama desde Egipto.

Y más adelante, es Jeremías el que nos muestra con una claridad enternecedora, la reacción de Dios hacia ese hijo díscolo que tiene. ‘¿No es Efraín mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas veces trato de amenazarle, me enternece su memoria, se conmueven mis entrañas y no puedo menos que compadecerme de él, palabra de Yavé’. (Jer. 31, 20). Realmente es un consuelo que todo un Dios sea capaz de sentir esa manifiesta ternura hacia su pueblo, y, por extensión, hacia cada uno de nosotros. El profeta Ezequiel así nos lo manifiesta: ‘¿Quiero yo acaso la muerte del pecador , dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva?’ (Ez. 18, 23). Manifiesta tan claramente la voluntad de Dios que es, para nosotros, un canto a la misericordia y paternidad divinas. Es como un himno solemne al triunfo del amor de Dios sobre el mal y el pecado del mundo.

Siguiendo mi periplo por el A.T. me he detenido en el Libro de la Sabiduría. Recordé haber leído algo concreto sobre el tema que nos ocupa y me lo encontré. ‘Uno se propone navegar, se dispone a atravesar por las furiosas ondas e invoca a un leño más frágil que la nave que le lleva. Pues ésta fue inventada por la codicia del lucro y fabricada con sabiduría por un artífice. Pero tu providencia, Padre, la gobierna, porque tú preparaste un camino en el mar y en las ondas senda segura’. (Sab. 14, 1-3). Este sentido de filiación está latente en el pueblo de Dios y así lo manifiesta en ocasiones, como en estos versículos.

Y también en el Libro de los Salmos hay bastantes veces en las que el salmista acude a Dios como un hijo a su Padre. Por ejemplo: ‘Él me invocará diciendo “Tú eres mi padre, mi Dios, la roca de mi salvación”. Y yo le haré mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra. Yo guardaré eternamente con él mi misericordia y mi alianza con él no será rota’. (Sal. 89 (88), 27-29).

Este sentido de paternidad está contenido en el pueblo israelita que, como tal pueblo, se considera ‘hijo’. Luego ya vendrá Jesús de Nazaret a manifestarnos que esa paternidad trasciende al nivel personal, individual, y a la universalidad del género humano. Eso ya lo veremos en otra ocasión.



Que nuestro Padre Dios y Nuestra Señora de la Caridad del Cobre nos bendigan.