miércoles, 25 de marzo de 2009

LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ (I)


Ha sido una semana muy especial, no por lo que esperaba ni por lo que tenía previsto, sino por las vivencias.

Es cierto que tengo una entrada de Euterpe, a quien agradezco su acertada intervención, y a quien contestaré próximamente porque el tema que aborda es muy interesante. Pero ahora deseo, por lo reciente e impactante para mí, tocar el tema del título de esta entrada.

Me pongo delante del ordenador para comenzar a escribir y les aseguro que no sé cómo hacerlo. Pero lo voy a intentar. Otra cosa es que consiga transmitirles lo que he vivido. De lo que sí estoy seguro es que ustedes me entenderán.

Veamos. Que a estas alturas yo tenga que estudiarme unas partituras porque la coral en la que canto va a ofrecer un concierto sacro, es absolutamente normal. Personalmente ya lo conocía porque ese concierto iba incardinado en la proclamación del Pregón de la Semana Santa de mi ciudad. Lo que no conocía, entre otras cosas, es que el Director, cuando empezamos el primer ensayo me iba a decir: ‘Tú te vas a encargar de cantar el papel de Jesucristo’. Es decir, que las Siete Palabras las tenía que cantar.

Para mi era un reto difícil, porque yo entiendo que de la misma manera que cuando hago una lectura en la Eucaristía dominical procuro NO LEERLA, sino meterme dentro de ella y PROCLAMAR LA PALABRA DE DIOS, aquí no se resumía el tema en cantar mejor o peor: debía intentar hacer llegar al auditorio el sufrimiento de Jesucristo. Hacerlo creíble. Que participasen de ese momento del Calvario.

Y ahí veía una muralla prácticamente infranqueable. Pero tomé una decisión que me parece que es la única viable: me puse a orar y a pedir al Espíritu que me ayudase. Incluso en mi apuro llegué a pedir a Jesucristo (¡qué inconsciencia la mía dentro del mar de nervios que tenía!): “Jesús. Canta Tú por mí. Ayúdame”.

Y poco a poco fui desgranando todas las palabras. Más o menos, esto que les pongo a continuación es lo que fui descubriendo en la oración y me ayudó muchísimo. Por eso deseo compartirlo con todos ustedes. A fin de cuentas, nuestra Semana Grande se acerca y hemos de prepararnos para la celebración del Triduo Pascual como merece el LOGOS, nuestro Salvador, nuestro Kyrios.

La Primera Palabra nos presenta a Cristo, crucificado en el Calvario, que clama a Dios diciéndole: ‘¡Padre! Perdónalos porque no saben lo que hacen’. (Lc. 23, 34)

Antes he dicho que es nuestro Kyrios, nuestro Señor. Y así lo entiendo, porque en ese momento de la Cruz lanzando esa súplica al Padre, pienso que es porque dentro de la vivencia de ese momento Dios es perdón y Cristo ha venido para salvar a los pecadores, a todo el género humano. Esa es su preocupación y en ella encierra su ruego.

No es solamente el perdón para los que le crucifican. También para los que viven desde el odio, desde las locuras de los asesinatos de niños inocentes en el vientre materno y de los que proclaman insensatamente la eutanasia, por que el Señor de la vida es solamente Dios que ha creado todo. Y para ellos también pide el perdón del Padre que, en virtud del sacrificio del Hijo, repara lo que por nosotros mismos sería irreparable.

La Segunda Palabra nos introduce en el momento en que de los dos ladrones que estaban crucificados, uno, reconoce que Jesús es inocente y cree en Él. Se inicia lo que podríamos llamar un diálogo de misericordia entre Jesucristo y Dimas, el cual le pide que se acuerde de él cuando esté en su Reino: ‘Señor. Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino’ Y la respuesta de Jesús no admite dudas: ‘Te aseguro que HOY estarás conmigo en el Paraíso’. (Lc. 23, 39-43). ¿Se imaginan el momento? Debió muy duro. Atroz. Mientras uno de los ladrones le increpaba, el otro, Dimas, daba la cara por Jesús. ¿Sería la dignidad de Cristo ante la injusticia que cometían con Él lo que motivó su actitud? Un moribundo pide a otro moribundo la vida. Y Cristo le anuncia que ESE DÍA tendrá la VIDA.

Acaso fue un momento de total lucidez en el Buen Ladrón. La que no había tenido, quizá, en el transcurso de su vida, la tuvo en ese preciso momento, colgado en una cruz. Pienso en la paradoja de ver cruces de insultos e improperios y cruces de Paraíso. No pude evitar pensar en la disyuntiva que se nos presenta cada día en el transcurso de nuestra existencia: ¿A dónde nos conduce nuestra cruz? ¿Es de ignorancia de Dios al que arrinconamos o es una cruz que nos lleva al Paraíso con Él, a través de todas nuestras propias vicisitudes y problemas?

La misma misericordia vertida sobre Dimas en ese momento es la que se puede derramar sobre cada unos de nosotros cuando nos damos cuenta de nuestros fallos con respecto al Sumo Hacedor y volvemos a Él nuestro rostro reconociendo las culpas.

Tercera Palabra. La ternura se hace presente en este drama. Un muchacho y un grupo de mujeres están junto a la cruz. Entre ellas, Jesús ve a su Madre y distingue al muchacho, de nombre Juan, que están junto a él en estos momentos.

Su ternura y preocupación se hacen presentes y, haciendo un esfuerzo se dirige a Ella diciéndole: ‘Mujer. Ahí tienes a tu hijo’.
Luego, dirigiéndose a Juan, le encomienda lo que más quería e n este mundo: ‘Ahí tienes a tu madre’. (Jn. 19, 25-27)

¿Qué quieren que les diga? En el mes de julio pasado ya hice una entrada con este mismo texto del Evangelio, pero desde otro enfoque. Ahora era el momento de pensar en ese instante crucial y tierno para Jesús. Ella quedaba sola. Nazaret, José, los días felices tal vez se agolparan en el pensamiento de Jesús. Y el amor a la madre tuvo que aflorar y surgió como potente manantial: era su Testamento. Al entregar su Madre al discípulo predilecto y éste acogerla, suponía que nosotros y las personas de todos los tiempos éramos Juan en ese momento. Y María, la Madre perfecta que nos legó. La llena de Gracia.

Personalmente, ese momento es especialmente duro para mí. Al morir mi madre cuando tenía ocho años no llegué a disfrutar de sus caricias o de sus reproches en la vida. Pero quedaba Ella. Estaba ahí, en mi dolor inconsciente de niño. Es como si en ese momento el mismo Jesús me hubiese dicho. ‘Ahí tienes a tu Madre. Ella te ayudará y te dará su amparo’. Y en el transcurso de los años he visto que, sin saber cómo, siempre la he tenido junto a mí. Y eso transforma mi vida en un perenne agradecimiento a Jesucristo y a Ella misma. Por eso la elegí ‘como Madre mía y defensora’ y a ella ofrecí a mi hijo y a mi hija cuando les bautizamos.

Y la Pasión en el Calvario continúa.

2 comentarios:

colectiu dijo...

Reconfortante su exposición sobre las palabras - mejor sería decir, frases - que se pudieron escuchar de Cristo, cuando estaba en la Cruz.
Desde nuestra situación, nosotros queremos unirnos a la Cruz de Cristo, y aportar a ella, junto con nuestro agradecimiento por sus beneficios, el dolor que inunda algunas de las familias de nuestro Colectiu: falta de salud, dudas, inquietud por saber qué nos está pasando,...Y que ello sirva para bien de las almas por medio de la COMUNION DE LOS SANTOS.

Saludos a todos los que lean este comentario y el blog.

Tío Maset, un abrazo.

El tío Maset dijo...

¡Pues claro que sí, Colectiu! ¡Ese es el tema! La Comunión de los Santos. Todos unidos con la Cabeza de la Iglesia que es Cristo.
Lo que comentan del dolor, falta de salud, etc., es el magnífico tesoro de la Iglesia y la participación en el Sacrificio de Jesucristo. Es lo que se llama, si no recuerdo mal, la economía de la Redención. ánimo pues. El Dios de la Vida está con todos ustedes. Un abrazo.