domingo, 29 de agosto de 2010

Obras de Misericordia (XII): Perdonar las injurias u ofensas


Pienso que no descubro nada nuevo si digo que el perdón es una bandera que todo cristiano debe enarbolar para conseguir una felicidad que todos deseamos poseer.

El mismo Cristo nos lo dejó muy claro en la cruz: ‘Padre. Perdónalos porque no saben lo que hacen’. (Lc. 23, 34). Incluso en un momento concreto de su vida pública, cuando el buenazo de Pedro le pregunta, sin duda pensando con una gran magnanimidad: ‘Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?’ (Mt. 18, 21).

Recuerdo que uno de los cursos que hice sobre la Biblia nos dijeron que los fariseos, referente al perdón, tenían como norma perdonar dos o tres veces. Por eso hablo de la magnanimidad de Pedro que le lleva a proponer hasta siete veces la capacidad de perdón, teniendo en cuenta que el siete es un número que para los hebreos venía a significar la perfección.

Pero su Maestro, a quien va dirigida la pregunta, le imparte lo que hoy llamaríamos una ‘lección magistral’: ‘No te digo siete veces, sino setenta veces siete’. O sea, siempre. Ilimitadamente. Y para que no quedase duda alguna, ni a Pedro ni a nadie, incluidos nosotros mismos, expone a continuación la parábola del rey que quiso tomar cuentas a sus siervos.

Jesús y los Apóstoles

Y el remate de todo esto es, sencillamente, magnífico y resume en sí mismo el sentido auténtico del perdón: ‘Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no os perdonáis de corazón unos a otros’. (Mt. 18, 21-35).

Y ahora ustedes me podrían decir: ‘Oiga. Eso es muy bonito, pero a pesar de estar expuesto en el Evangelio es difícil de llevar a efecto’. Y yo les tendría que responder: ‘Mire. ¿Sabe qué le digo? Que tiene usted muchísima razón, aunque también le digo que no es difícil. Es MUY difícil. Es EXTREMADAMENTE difícil’.

Sí. Creo que estamos de acuerdo en la enorme dificultad de llevar a término el perdón, si bien también es cierto que si para nosotros es difícil, para Dios no lo es. Y si nuestro contacto con Él es fluido y habitual, si tenemos la ocurrencia (y debemos tenerla) de poner nuestro perdón en sus manos para ayudarnos en esa ardua tarea, que no nos quepa duda alguna que el Espíritu vendrá en nuestra ayuda para facilitarnos el camino y los medios.

Pero no perdamos de vista nuestra naturaleza humana que parece propensa a sentimientos de rencor o de venganza. Hemos de procurar sobreponernos a todo esto y meditar que la búsqueda de felicidad, ese querer estar bien y en paz con nuestros semejantes y con nosotros mismos, merece que le dediquemos un esfuerzo especial. La satisfacción posterior merece la pena.

Sabemos que existen muchas cosas que pueden ofendernos produciendo el sufrimiento interno consiguiente. Todos tenemos nuestro ‘talón de Aquiles’ y siempre puede haber alguien que se aproveche de eso para, solapadamente, hacernos sufrir un poquito. O un muchito, quizá. Nuestra primera reacción suele ser el enfado con la consiguiente ofuscación para analizar el hecho en sí mismo y de quién procede la ofensa, porque una de las cosas que se suelen decir es que no ofende quien quiere, sino quien puede. Fíjense lo que dice el Libro de los Proverbios: ‘No respondas neciamente al necio, no sea que te vuelvas como él. Responde haciéndole ver su necedad para que no presuma de sabio’. (Prov. 26, 4-5). Es necesaria la serenidad y no dejarnos llevar de nuestros impulsos.

Y ¡ojo! A veces no son frases o palabras ofensivas, sino una indiferencia premeditada que se tenga con nosotros la que puede hacernos más daño que un insulto visceral o una expresión que intente dejarnos en ridículo. Bueno. Pues no olvidemos que después de la tempestad, viene la calma, la serenidad y, dentro de lo que cabe, la objetividad personal.

Nuestro planteamiento debe ser: ¡Párate! ¡Piensa! ¡Reflexiona serenamente! Y a partir de ahí ver la forma de no hacer caso de la ofensa ni de la persona. Procurar olvidarnos de eso. Y si la ocasión se presenta, buscar un diálogo constructivo con la persona para ver juntos el daño hecho y disculpar quitando importancia a lo acaecido, aunque en algún momento lo veamos complicado. Entiendo que siempre debemos mirar que la reconciliación y el perdón son fundamentales para el entendimiento entre el ofensor y el ofendido. Y sin olvidar que lo que no deseamos para nosotros tampoco lo debemos desear para nadie. Y eso supone que nosotros debemos evitar en todo momento la ofensa a otras personas.

Incluso si fuese necesario habría que recurrir a la corrección fraterna. ‘Si tu hermano te ofende, ve y repréndelo a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano’. (Mt. 18, 15-20). Ese es el principio. La lectura completa de la perícopa nos da el sentido completo que tiene. Les aseguro que personalmente lo he tenido que hacer con otra persona después de soportar muchas cosas, pero por el bien de la comunidad tuve que reunirme con ella, dialogar y aclarar muchas cosas de las que no se había dado cuenta (o al menos, eso me dijo) y todo quedó muy claro.

Y que no nos preocupe si quiero perdonar pero no puedo olvidar. Miren ustedes. Somos humanos y una de las facultades que tenemos es la memoria. Cualquier suceso que nos haya afectado negativamente es posible que lo recordemos mientras vivamos. Pero lo fundamental es que no nos detengamos en ese recuerdo de manera que nos haga daño y por otra parte tengamos presente que ‘aquello’ ya está perdonado y no vale la pena volver la mirada atrás. Nos quedaremos mejor. Y cuando hayamos conseguido que nuestro perdón se haya derramado de corazón sobre la persona o personas que en un momento dado nos hicieron sufrir, volvamos nuestra vista a Jesús, hagámosle un guiño de complicidad y digámosle: ‘Como Tú, Señor. Gracias por ayudarme a salir de este atolladero. Gracias por la felicidad que me has dado. Sigue conmigo, porque ¡como me dejes sólo…! arreglado estoy.’ Sí, amigos. Seamos cantores de Luz y Esperanza en la Divinidad.



Que Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y Nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma nos bendigan y ayuden en nuestras dificultades y problemas.

domingo, 22 de agosto de 2010

Obras de Misericordia (XI): Consolar al triste


Hay ocasiones en que las apariencias nos hacen ver las cosas muy sencillas. Tanto, que las pueden transformar en un simplismo tan agudo que nos desenfoque la auténtica visión de los problemas propios o ajenos.

Digo esto porque cuando se trata de ‘consolar al triste’, nos puede parecer algo muy fácil. Y hasta es posible que lo sea, pero la realidad puede ser muy distinta.

Según el grado de relación que podamos tener con una persona, la confianza, la intimidad, podremos llegar de una manera o de otra, pero siempre conociendo el terreno que pisamos, para procurar no herir más a esa persona en lugar de ayudarla.

La tristeza siempre ha estado y está presente en la vida de las personas. En el Antiguo Testamento ya aparecen unos consejos dirigidos a atender a quien pueda encontrarse en este estado: No abandones a los que lloran, aflígete con los afligidos. No rehuyas visitar a los enfermos, porque con ello te ganarás su afecto. En todo lo que hagas ten presente tu final, y así nunca pecarás’. (Eclo. 7, 34-36).
ORACIÓN DE JESÚS EN GETSEMANÍ.-Andrea Mantegna
El mismo Jesús la sintió en el momento de llegar a Getsemaní: ‘Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. Comenzó a sentir pavor y angustia y les dijo: Siento una tristeza mortal. Quedaos aquí y orad’. (Mc. 14, 33-34).

Es horrible estar atravesando momentos en la vida capaces de producir semejantes estados de ánimo. Y nadie es ajeno a los mismos, tanto si los padece en su propia carne como si los vemos a otras personas de nuestro alrededor, en cuyo caso no debemos permanecer ajenos, no solamente como cristianos, sino simplemente como humanos que debemos poner en juego nuestro sentido de la solidaridad con los que sufren.

Conozco el caso de una persona que sabe que la vida se le va. Le dieron un tiempo de tres meses pero ya lleva once ¿viviendo? No tiene fuerza física para nada. Va en silla de ruedas. Su esposa tiene, además de sus propias dolencias, un agotamiento físico y psíquico brutal.

Les hemos visitado varias veces procurando llevar algo de ánimo a sus vidas. Si bien es cierto que se consiguió que recuperase algo del sentido del humor que siempre ha tenido, no se consiguió mucho más.

Ahí nos encontramos con el límite de nuestras posibilidades humanas. Les propuse que les llevasen la Comunión a su casa, incluso la Unción. La negativa fue total. Solamente nos queda la fuerza de la oración y continuar con esa especie de ánimo, de apoyo humano, de que no se sientan solos,…y el resto (que es muchísimo más), ponerlo en manos de Dios. Como dice Santiago:Si alguno de vosotros sufre, que ore; si está alegre, que entone himnos’. (Sant. 5, 13).

Ya ven. No resulta sencillo, al menos para nosotros, pero no por eso se debe abandonar nada, porque el Padre puede actuar cuando quiera y a través de lo que crea mejor. Todos somos sus hijos y para todos desea lo mejor.

Les confieso que a nivel personal sentí una enorme satisfacción cuando este vecino y amigo, dentro de su estado, empezó a meterse conmigo gastándome bromas y sonriendo como podía. Bendito sea Dios.

Otra cosa diferente es cuando fallece una persona que conocemos y vamos a dar el pésame para mostrar nuestra solidaridad y afecto con el dolor que la familia siente ante esta separación terrena.

También es muy difícil. Decir una frase convencional como ‘te acompaño en tu dolor’ o ‘lo siento muchísimo’, podrá estar muy bien socialmente y para salir del paso, pero un cristiano no puede conformarse con eso sabiendo que existe un ‘más allá’.

En cierta ocasión, hace ya muchos años (alrededor de veinticinco), falleció el padre de una amiga nuestra, compañera de nuestro grupo de formación. Acudimos a darle el pésame y en el camino iba pensando en qué le diría, porque evidentemente no debía ser una frase de condolencia para salir del paso, ya que nuestro grado de amistad era fuerte.

Cuando llegamos me puse ante ella y le dije algo que me ‘salió’ en ese momento sin premeditación alguna: ‘Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá. ¿Crees esto?’ (Jn. 11, 25). Se le abrieron unos ojos como platos. ‘Sí, creo. ¡Claro que creo!’, me respondió. Yo añadí: ‘Pues según la misericordia de Dios, tu padre vive con Él’. A partir de ahí nos abrazamos y lloramos todos. Unas semanas después nos dijo que aquello la ayudó realmente en aquel trance. Y yo comencé a pensar en la imposibilidad de que aquellas palabras se me hubiesen ocurrido por mí mismo precisamente en ese momento. Alguien debió ponérmelas en la cabeza.

Actualmente tenemos, al menos en España, un enorme problema social: la crisis económica y la falta de trabajo. Desgraciadamente suele ser habitual que en las familias haya alguno o algunos de sus miembros en paro. Y también existen casos en los que absolutamente todos los miembros de la familia se han quedado sin trabajo, han agotado todos sus recursos y han tenido que recurrir a Cáritas para tener unos alimentos con los que poder vivir mínimamente.

¿Qué se puede hacer aquí? No lo sé. No dispongo de ‘recetas’, pero pienso que además de palabras de aliento y esperanza para que no se sientan solos en ese trance, nos debemos mover para ver si podemos encontrar alguna ocupación, aunque sea remunerada con poco, para ayudarles a sobrevivir. Les puedo asegurar que no es fácil, pero alguna vez sí que se encuentra algo.

Se trata de hacer nuestro lo que dice San Pablo: ‘¿Qué un miembro sufre? Todos los miembros sufren con él.¿Que un miembro es agasajado? Todos los miembros comparten su alegría’. (1 Cor. 12, 26).

Y así podríamos seguir hablando de personas con depresión o de las que conviven con alguien que la padece, que con el paso del tiempo podría transformarse en una losa y acabar con un abatimiento o un desánimo que les amarga y les hace difícil la vida.

¿Qué podemos hacer para paliar estas situaciones? Probablemente seguiremos tropezándonos con nuestras limitaciones personales, pero lo que no debemos ni podemos es permanecer pasivos. Deberemos procurarnos un asesoramiento que nos ayude a encontrar caminos de ayuda y soporte para esas personas.

Y en cualquier caso no podemos olvidarnos de esta definitiva recomendación de Jesús: ‘Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas. Porque mi yugo es suave y mi carga, ligera’. (Mt. 11, 28-30).

(Desde la finalización de esta ‘entrada’ del blog y su publicación han pasado apenas cuarenta y ocho horas. Ayer sábado, por la tarde, recibí la noticia del fallecimiento del vecino y amigo que les comentaba más arriba. Hoy domingo, se ha hecho el funeral en el tanatorio donde estaba. Ha sido un trago muy triste, especialmente cuando su viuda me ha dicho: ‘Ya no te podrá tomar el pelo ni gastarte bromas’. ¿Qué quieren que les diga? Solamente podemos rezar y ofrecer Eucaristías por él pidiendo al Padre que lo haya acogido en su Casa. Lo comprenden, ¿verdad?)

Que Dios Misericordioso y Nuestra Señora del Perpetuo Socorro nos bendigan abundantemente.

domingo, 15 de agosto de 2010

Obras de Misericordia (X): Orar a Dios por vivos y muertos


Hablar coloquialmente con un amigo, sin temor a que se malinterprete cuanto podamos decirle, es lo mínimo a lo que podemos aspirar en un diálogo abierto, franco, sincero, con alguien.

Este es el ambiente en el que nos desenvolvemos cuando dialogamos con un Jesús de Nazaret siempre receptivo, siempre atento, siempre acogedor a cuanto le podamos contar, confiar, pedir, a través de ese diálogo mutuo entre Él y nosotros, que tiene un nombre concreto: oración.

Una oración surgida desde lo más íntimo de nuestro ser, que solamente conocemos nosotros mismos porque es nuestra propia intimidad y Jesús, que como Dios, conoce los recovecos más impenetrables de nuestra alma. Y desde esa intimidad surge la espontaneidad de la comunicación abierta, sincera y confiada hacia quien sabemos que nos ama. ‘Desde lo hondo te invoco,¡oh Yavé! Escucha, Yavé, mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mis súplicas’. (Sal. 130 (129), 1-2).

Y sabemos que esa oración nuestra va impulsada por el Espíritu Santo que nos sugiere esa comunicación porque es Él quien tiene la iniciativa. Nosotros, por sí mismos, con nuestra finitud y limitación, no podríamos llegar a ninguna parte en la relación con nuestro Creador..

Es, como dice Santa Teresa de Jesús, ‘La oración no es otra cosa sino tratar de amistad con quien sabemos que nos ama’. Desde ese prisma Jesús nos transmite sus deseos, sus proyectos, sus inquietudes y nos invita a colaborar con Él en esa tarea de hacer realidad el Reino ya en este mundo.

Y así como es necesario llenar con gasolina el depósito del coche cuando emprendemos un viaje, también lo es llenar nuestro interior de Gracia a través de la oración y de los Sacramentos en ese largo viaje de colaboraciones continuas con nuestro Padre Dios.

Es anotarnos en el rol de trabajadores de la mies como sacerdotes, religiosos o laicos, empleando un vocabulario agrario, del campo. Es navegar mar adentro y echar las redes en Su nombre para recoger peces con destino a la Barca del Pescador, en términos marinos.

En esa labor nos vamos a cruzar con personas, situaciones o problemas ante los cuales vamos a sentirnos impotentes, desconcertados, sin saber qué hacer o cómo hacerlo. Incluso conocer nuestra incapacidad física o del tipo que fuere que nos empuja a pedirle al Señor de la mies por esa persona, por esa situación, por aquel problema que sentimos en nuestro interior y al que no podemos llegar.

Y ahí surge la oración de petición poniendo en manos de Jesús, las mismas que bendijeron el pan y el vino el primer Jueves Santo de la Historia, esa situación, esa persona, ese problema que queremos ayudar en su solución. Nace así la intercesión confiada desde nuestro interior y poniéndolo en el Altar de la Eucaristía que aglutina la oración de la Comunión de los Santos.

Son muchas las veces que he podido oír a determinadas personas que nos dicen ‘Reza por mí. Lo necesito’. Otras piden ‘Necesito oraciones por un problema concreto. Reza, por favor’. Algún apuro existe en esa persona (enfermedad, intervención quirúrgica, situación límite,…) y nuestra solidaridad se manifiesta en la petición intercesora ante el Señor. De esta manera ellos se sienten acompañados en sus problemas y éstos parecen menores. En estos casos no nos hemos esperado a nada. Mi esposa y yo hemos transmitido estas peticiones a nuestras amistades y familia para que recen a su vez y nosotros, a nivel personal y en nuestro grupo formativo y de oración, lo hemos encomendado a Dios, ya que en definitiva es Él quien tiene, dentro de sus planes y sus caminos, la decisión final. Es el ‘hágase tu voluntad’ lo que nos hace confiar.


Pero ¡atención! Eso no es ninguna novedad ni nada extraordinario por nuestra parte. El mismo Jesucristo, sabiendo lo que iba a sucederle, rogó a su Padre (también nuestro) por todos y cada uno de nosotros con nombres y apellidos: ‘Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado para que sean uno como nosotros’. (Jn. 17, 11). Y añade más adelante: ‘No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal. Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad’. (Jn. 17, 15-19).

Incluso desde la Cruz, el ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’ (Lc. 23, 34) me da la impresión que es una oración de intercesión por aquellos hombres sin escrúpulos que, sin saberlo, eran instrumentos para que se llevase a cabo la Redención de la Humanidad.

Teniendo en cuenta estas actitudes de Jesús que se traducen en enseñanza para nosotros, es normal que le imitemos orando unos por los otros, ayudándonos mutuamente a cubrir el camino que seguimos en la vida actual preparándonos para ese futuro, más o menos lejano (o cercano) de la Vida auténtica a la que Dios nos llama y en la que desea vernos, ya que para eso vino al mundo muriendo y resucitando por nosotros: ‘Cristo murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió y resucitó’ (II Cor. 5, 14-15). ‘Que para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia’. (Fil. 1, 21).

Entonces, si tenemos en cuenta todo esto, ¿qué sentido tiene orar por los difuntos? ¡Hombre! A poco que nos paremos a pensar veremos que nos movemos en unos parámetros que no son los habituales nuestros. Dónde estén y cómo estén se nos escapa a nuestros esquemas humanos porque nos estamos metiendo en terrenos de Eternidad. Y lo que podamos conocer sobre ella es desde las enseñanzas de la Iglesia basadas en el contenido de la Palabra.

En ella podemos ver lo que refiere, por ejemplo, de Judas Macabeo después de una batalla: ‘Volvieron a la oración, rogando que el pecado cometido les fuese totalmente perdonado…’ ; ‘Judas mandó hacer una colecta en las filas, recogiendo hasta dos mil dracmas, que envió a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado ; obra digna y noble, inspirada en la esperanza en la resurrección’ ; ‘Obra santa y piadosa es orar por los muertos. Por eso hizo que fuesen expiados los muertos: para que fuesen absueltos de sus pecados’. (II Mac. 12, 32-46). Si leen la cita completa verán esos fragmentos en su contexto.

Ya en el Antiguo Testamento vemos: a) Aun queriendo vivir para Dios tenemos fallos que empañan, en mayor o menos grado, ese grado de pureza perfecta que necesitamos para vivir plenamente en la Casa del Padre. b) Judas hace una colecta para ofrecer sacrificios en el Templo por los pecados de los soldados muertos, INSPIRADA EN LA ESPERANZA DE LA RESURRECCIÓN. c) La cúspide de todo esto está en el versículo 46: ‘Obra santa y piadosa es orar por los muertos’, como he puesto anteriormente.

Nuestro campo de batalla es la vida misma. En ella las tentaciones del Maligno nos pueden llevar a lugares o caminos indeseados que nos manchan y, por eso mismo, como no conocemos en qué condiciones han muerto esos parientes, amigos o difuntos cualesquiera, puede hacer que nuestra intercesión por ellos mueva a Dios a piedad con ellos y su misericordia les perdone totalmente la pena que puedan haber merecido. Y si ya están con Dios, esa oración no se pierde. Además, ellos mismos pueden interceder por nosotros.

Pero la oración por excelencia que podemos hacer por los difuntos es la Eucaristía. Es la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, con todo su valor infinito, ofrecido por los difuntos. Eso es total. El ofrecimiento de Dios hecho comida por todos nosotros (‘Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día’. ( Jn 6, 54), se nos da por todas nuestras intenciones. Humanamente es increíble e inaudito, pero eso es lo que nos dice el Maestro y nosotros creemos. Y cuando recibimos la Sagrada Hostia, también recibimos al Padre y al Espíritu porque las Tres Personas son inseparables. Y con Ellos viene también la Virgen y se hace presente la Iglesia Triunfante. ¿Cómo no va a ser efectiva esa oración eucarística por los difuntos?

‘No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios por Jesús tomará consigo a los que se durmieron con Él’. (I Tes. 4, 13-18). No tiene desperdicio. San Pablo vemos que tiene muy claras estas ideas y las transmite a los cristianos de Tesalónica para fortalecer su esperanza…y la nuestra.

Mas nuestra esperanza aún se ve más robustecida, más fortalecida, al tener a María como Madre , intercesora ante la Trinidad por todos nosotros, vivos y difuntos, y Medianera de todas las Gracias alcanzadas de Dios. No en vano la hemos aceptado como Madre desde el regalo de Jesús en la Cruz y la hemos elegido, por decisión libre y propia como defensora y valedora nuestra ante nuestras limitaciones y caídas. Sabemos que nos responde. Sabemos que no nos abandona. Sabemos que nos quiere y también desea vernos con Ella gozando de las Moradas que su Hijo nos prepara.

Sí, amigos. Estoy convencido de que todos nosotros creemos todo esto por la Fe. Y eso nos llevará a proclamar con toda la fuerza de nuestro corazón, de nuestra mente, de nuestro ser, lo que decimos en el Credo: CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS. Y también por la fe proclamaremos con la misma fuerza, CREO EN LA VIDA ATERNA.

LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS.-VÍCTOR MOTTEZ



Que la Santísima Trinidad y Nuestra Señora de Walsingham nos colmen de bendiciones y nos lleven a la Vida Eterna.

domingo, 8 de agosto de 2010

Obras de Misericordia (IX): Dar posada al peregrino


Hoy, el valor de la hospitalidad parece no tener gran predicamento debido a la situación de inseguridad y otros factores sociales que se nos dan cada día. Pero sí que tiene vigencia y actualidad a poco que nos detengamos a pensar en lo que es y lo que puede significar para nuestras vidas y las ajenas.

Que Abraham acogiese tres caminantes en el encinar de Mambré apenas los vio, nos podría parecer natural teniendo en cuenta el lugar, la época y los medios. ‘Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, te ruego que no pases de largo junto a tu siervo;… (Gen. 18, 1-18). Pero todo eso es muy relativo.

Abraham lava los pies de un Ángel en Mambré

La intencionalidad acogedora de Abraham por sí misma es el auténtico leit motiv de este hecho, que tuvo su premio por partida doble: acogió a los enviados de Dios (si no fue al mismo Dios) y la recompensa de un hijo, heredero legítimo suyo al ser hijo también de Sara, su legítima esposa, estéril y ya anciana.

Elías y la viuda de Sarepta

El Antiguo Testamento contiene abundantes citas en episodios de acogidas a viajeros. Era algo innato en el pueblo hebreo y en los pueblos de la antigüedad en general. Otro episodio muy conocido es el de la viuda de Sarepta que acoge en su pobreza al profeta Elías dándole lo poco que tiene anteponiendo la acogida al forastero que recibe al alimento para ella y su propio hijo. ‘No tengo nada de pan cocido y no me queda más que un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija; precisamente estaba cogiendo unos serojos para preparar esto para mi hijo y para mí; lo comeremos y nos dejaremos morir’. (1 Re. 17, 1-24). Ya conocemos que la pobre mujer tuvo también su recompensa.

Dicho así todo esto, parecerían unos cuentecitos para niños si no fuese porque son parte integrante de la Historia del pueblo de Dios y de la acción del mismo Dios en ese pueblo que eligió para que acogiera al mayor peregrino en la tierra con el paso de los siglos: Jesús de Nazaret.

Cuando nació en Belén, creció ‘en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres’ (Lc. 2, 52) y comenzó su vida pública, fue acogido por gentes muy diversas en el cumplimiento de su misión (Simón el fariseo, Nicodemo, sus amigos Lázaro, Marta y María,…) y en cada sitio en que era acogido dejaba su impronta, su huella, su enseñanza,…
JESÚS ADOLESCENTE EN EL TALLER DE JOSÉ.-John Everett Millais
Esas enseñanzas van configurando las estructuras de la sociedad de las naciones de todos los tiempos y la Cruz, a pesar de las persecuciones, va ganando adeptos por el mensaje de Amor del Resucitado. Roma, Bizancio, Edad Media, van configurando sus Estados desde ese prisma.

En la Península Ibérica se descubre el sepulcro del Apóstol Santiago y a su alrededor surgen peregrinaciones a la ciudad que lo contiene: Santiago de Compostela. Desde Francia y otros lugares del mundo, además de la propia España, se peregrina para orar ente el Apóstol. Había nacido el Camino de Santiago, con miles de peregrinos de todas partes, lo cual supuso como un punto de convergencia de la pluralidad cristiana de distintos pueblos necesitados de una unidad en los difíciles tiempos de aquella época.

Santiago de Compostela se convertía en una meta para los cristianos, juntamente con Roma y los Santos Lugares, sobre todo en los siglos XI al XIV, lo cual provocó un auge del arte románico durante los siglos XI y XII, como se puede ver en las abundantes iglesias, monasterios y otras construcciones: Santa María de Eunate, San Martín de Fromista, la propia Catedral de Santiago y tantas y tantas construcciones, a cuál más interesante, que jalonan el Camino.

Esto motivó la aparición de Hospederías y alojamientos para atender sus necesidades materiales más perentorias (enfermedades, cura de heridas de diversa índole, alimentos,,,) y espirituales. No pocos han dado un vuelco a sus vidas después de hacer el Camino.

Pero todo esto está tan bien que nos obliga a plantearnos una cuestión básica: ¿Cómo me afecta a mí, personalmente, esta Obra de Misericordia?

Partiendo del hecho de ‘fui forastero y me acogisteis’ (Mt. 25, 35), podemos y debemos pensar, me parece a mí, que la hospitalidad supone acoger al mismo Cristo en nosotros mismos, no solamente en nuestro interior y en nuestra casa si se presentase la ocasión, sino acoger también a nuestro prójimo abriéndonos a sus problemas y necesidades, sabiéndolo tratar con delicadeza, sabiéndolo escuchar, sabiendo hablarle intentando transmitirle serenidad, ánimo, confianza, optimismo,…porque es encontrarnos con el propio Jesús que llama a nuestra puerta. ‘Mira que estoy llamando a tu puerta. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo’ (Ap. 3, 20).

En la carta a los Hebreos se hace una referencia explícita a la hospitalidad: ‘No olvidéis la hospitalidad; gracia a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles’ (Heb. 13, 2).


Las ocasiones, las circunstancias, los condicionantes, serán diferentes para cada uno. Es cuestión de estar alerta y no dejar escapar la ocasión, porque…puede no volver a presentarse.
Desgraciadamente tenemos muchas llamadas para atender esos ‘peregrinos’ de las necesidades: afectados por catástrofes naturales, desahuciados que no tienen hogar, familias necesitadas sin apenas recursos y ese largo etcétera que organizaciones religiosas y seglares intentan solucionar o al menos paliar, pero que necesitan también de ayudas materiales económicas o de voluntarios que aporten su propio esfuerzo en esa tarea, siempre inacabada.

Me temo que sí tiene actualidad esta Obra de Misericordia fundamentada en la solidaridad con el que sufre y al que de alguna manera nos corresponde acoger. Es cuestión de planteamientos, de disponibilidad y de servicio según nuestras circunstancias.

Que Nuestro Salvador y Nuestra Señora del Camino nos acojan a nosotros, peregrinos en este caminar terreno, y nos bendigan abundantemente.

domingo, 1 de agosto de 2010

Obras de Misericordia (VIII).- Enterrar a los muertos



Una de las cosas más ciertas que existen es que todos los días, independientemente de la forma y de las circunstancias, muere alguna persona. Y generalmente, este fallecimiento conlleva el consiguiente sufrimiento y dolor de sus familiares por la separación física que ello comporta.

A lo largo de toda la Historia, desde los tiempos prehistóricos, como nos lo atestigua la Arqueología, han existido ritos, ceremonias, a través de las cuales se ha despedido al difunto y se le ha dado sepultura. Una de las civilizaciones que ha cuidado el enterramiento de los difuntos y su ‘viaje al más allá’, es el Egipto de los faraones. Y lo mismo podríamos decir de las antiguas culturas ibera, celta, azteca, paraca, inca, sumeria, dinastía Shang en China, griega y ese largo etcétera de los pueblos que han ido poblando la tierra hasta llegar a nuestros días.

Cuando alguien fallece todos sus familiares, amigos y conocidos le rodean para despedirlo de una manera digna y se le suelen reconocer los méritos que ha tenido en su vida, se manifiesta la gratitud por sus esfuerzos, trabajos, amistad y otras muchas cosas que están latentes en la memoria y en el corazón de los asistentes y de los que, por la circunstancia que fuere, no han podido acudir a despedirle.

Se atiende a la familia del fallecido para manifestarles la solidaridad con su dolor así como su apoyo y ayuda para contribuir de alguna manera a hacerles más llevadero ese acontecimiento.

Pero los cristianos, dentro de la pena que nos pueda roer el alma y machacar nuestros sentimientos y recuerdos, debe tener una significación más honda, más profunda, que de alguna manera debe ir más allá de los sentimientos humanos para desembocar en un recuerdo sólido y conmovedor: ‘Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá’. (Jn. 11, 25). No. No estamos solos en ningún momento. Si Jesús ha estado presente en nuestras vidas, en la de cada uno, a lo largo de la vida, ¿cómo nos va a dejar solos en ese momento culminante? ¡Si para eso nos creó! Y tanto la familia como los amigos es algo que deben tener en cuenta.

No conocemos cómo es el más allá, pero Jesús también nos ha dicho que ‘En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así os lo diría, porque voy a prepararos un lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado un lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo para que donde yo estoy, estéis también vosotros’. (Jn. 14, 2-3). Para eso nació. Para eso murió y nos redimió. Para eso resucitó y venció a la muerte. Y ese es el motivo por el que, a pesar de nuestro dolor humano, sintamos la alegría de que el sentido cristiano de la vida que todo bautizado debe tener, está plenificándose en esos momentos.

Todos hemos de pasar por ese trance. ¿Cuándo? ¡Qué más da! Dios conoce el mejor momento para llevarnos a cada uno junto a Él. Humanamente todos quisiéramos vivir mucho tiempo, cuanto más, mejor, pero si tenemos en cuanta que ‘ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman’ (1Cor. 2, 9) no tendríamos más salida que desear la llegada de ese momento, como dijo Santa Teresa de Jesús: ‘Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero’. Y su gran amigo San Juan de la Cruz dijo lo mismo en otro poema propio.

Y ahí nuestra fe tiene que dar la talla de la madurez cristiana y esperar en la misericordia de Dios para que, cuando ese momento llegue, todos estemos preparados debidamente y poder presentarle los frutos que Él ha recibido a través de los talentos que nos ha dado para ponerlos a fructificar en esta bendita vida que estamos disfrutando, a pesar de enfermedades, limitaciones, contratiempos y esa larga serie de cosas por las que cada día pasamos. Pero vale la pena. Dios no nos defraudará porque a generosidad nadie le va a ganar.

Con esos sentimientos les daremos sepultura, lo cual no significa en modo alguno que ya los olvidemos. Aunque quisiéramos, no podríamos, porque el recuerdo de tantas cosas vividas con el fallecido nos hace tenerlo presente e incluso visitar su tumba. Además, aquí se entronca esta otra Obra de Misericordia que nos dice que debemos rezar por los difuntos. No en vano han sido templos vivos del Espíritu Santo cuando vivieron y recibieron al mismo Jesús en la Eucaristía. Y la oración siempre es eficaz tanto si rezamos por los difuntos como por los vivos.

Pero tenemos otro aspecto posterior al enterramiento de los difuntos. El profeta Ezequiel describe la visión que Dios le muestra: ‘El Señor me invadió con su fuerza y su espíritu me llevó y me dejó en medio del valle, que estaba lleno de huesos…Y me dijo: ‘Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?’ Yo le respondí: ‘Señor. Tú lo sabes’. Y me dijo: ‘Profetiza sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor! Os voy a infundir espíritu para que viváis. Os recubriré de tendones, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis, y sabréis que yo soy el Señor… Profeticé como el Señor me había mandado y el espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron de pie. Era una inmensa muchedumbre’. (Ez. 37, 1-14). He recortado algunas cosas en aras de la brevedad, pero la cita completa pueden leerla para mayor y mejor comprensión del contexto, si bien me imagino que la conocen.

Este pasaje del Antiguo Testamento ya nos da a entender que la muerte no es el final. Casi me atrevería a decir que es el principio del Todo. Dios sigue haciéndose presente dándonos una razón para la esperanza, aunque la definitiva razón de esta esperanza es la siguiente: ‘De pronto hubo un gran temblor. El ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, rodó la piedra del sepulcro y se sentó en ella. Su aspecto era como el del relámpago y su vestido blanco como la nieve. Al verlo, los guardias se pusieron a temblar y se quedaron como muertos, pero el ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: ‘Vosotras no temáis; sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. HA RESUCITADO como dijo. (Mt. 28, 1-10).

Sí, amigos. Esa es la razón última de nuestra existencia. Cuando nos llegue la hora participaremos de la muerte del Salvador, pero, como he dicho antes, no será el final. También nos llama a participar de su Resurrección. Y eso es una canto a la Esperanza, a la auténtica Vida a la que se nos ha llamado desde la primera llamada que Dios nos hizo con nuestro nacimiento en este mundo para conocerle, aceptarle, amarle, servirle con nuestra vida y acciones para hacer presente su Reino en este mundo y luego eternizarlo en esa Vida a la que naceremos para no morir y vivir con ese Dios que se derrite de Amor por nosotros y siempre nos espera con los brazos abiertos.

Y tenemos el apoyo de la Madre. Jesús nos la dio como tal y es nuestra eficaz intercesora y medianera de todo cuanto le confiamos. Y también sabe responder. Les doy mi palabra de honor que sí responde. ¿Cómo va a abandonar a los que su Hijo le dio como hijos? Dondequiera que se produzca nuestra muerte, allí estará ella tendiéndonos la mano para recogernos y conducirnos ante la presencia del Padre, el Hijo y el Espíritu en ese definitivo acto de intercesión por nosotros. Será la victoria definitiva sobre la muerte y el Maligno y sus falacias.

Que Cristo Resucitado y la Virgen de Candelaria, Nuestra Señora de Copacabana nos bendigan, nos protejan y nos guarden para la Vida Eterna.