Pienso que no descubro nada nuevo si digo que el perdón es una bandera que todo cristiano debe enarbolar para conseguir una felicidad que todos deseamos poseer. El mismo Cristo nos lo dejó muy claro en la cruz: ‘Padre. Perdónalos porque no saben lo que hacen’. (Lc. 23, 34). Incluso en un momento concreto de su vida pública, cuando el buenazo de Pedro le pregunta, sin duda pensando con una gran magnanimidad: ‘Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?’ (Mt. 18, 21).
Recuerdo que uno de los cursos que hice sobre la Biblia nos dijeron que los fariseos, referente al perdón, tenían como norma perdonar dos o tres veces. Por eso hablo de la magnanimidad de Pedro que le lleva a proponer hasta siete veces la capacidad de perdón, teniendo en cuenta que el siete es un número que para los hebreos venía a significar la perfección.
Pero su Maestro, a quien va dirigida la pregunta, le imparte lo que hoy llamaríamos una ‘lección magistral’: ‘No te digo siete veces, sino setenta veces siete’. O sea, siempre. Ilimitadamente. Y para que no quedase duda alguna, ni a Pedro ni a nadie, incluidos nosotros mismos, expone a continuación la parábola del rey que quiso tomar cuentas a sus siervos.
Y el remate de todo esto es, sencillamente, magnífico y resume en sí mismo el sentido auténtico del perdón: ‘Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no os perdonáis de corazón unos a otros’. (Mt. 18, 21-35).
Y ahora ustedes me podrían decir: ‘Oiga. Eso es muy bonito, pero a pesar de estar expuesto en el Evangelio es difícil de llevar a efecto’. Y yo les tendría que responder: ‘Mire. ¿Sabe qué le digo? Que tiene usted muchísima razón, aunque también le digo que no es difícil. Es MUY difícil. Es EXTREMADAMENTE difícil’.

Pero no perdamos de vista nuestra naturaleza humana que parece propensa a sentimientos de rencor o de venganza. Hemos de procurar sobreponernos a todo esto y meditar que la búsqueda de felicidad, ese querer estar bien y en paz con nuestros semejantes y con nosotros mismos, merece que le dediquemos un esfuerzo especial. La satisfacción posterior merece la pena.

Y ¡ojo! A veces no son frases o palabras ofensivas, sino una indiferencia premeditada que se tenga con nosotros la que puede hacernos más daño que un insulto visceral o una expresión que intente dejarnos en ridículo. Bueno. Pues no olvidemos que después de la tempestad, viene la calma, la serenidad y, dentro de lo que cabe, la objetividad personal.
Nuestro planteamiento debe ser: ¡Párate! ¡Piensa! ¡Reflexiona serenamente! Y a partir de ahí ver la forma de no hacer caso de la ofensa ni de la persona. Procurar olvidarnos de eso. Y si la ocasión se presenta, buscar un diálogo constructivo con la persona para ver juntos el daño hecho y disculpar quitando importancia a lo acaecido, aunque en algún momento lo veamos complicado. Entiendo que siempre debemos mirar que la reconciliación y el perdón son fundamentales para el entendimiento entre el ofensor y el ofendido. Y sin olvidar que lo que no deseamos para nosotros tampoco lo debemos desear para nadie. Y eso supone que nosotros debemos evitar en todo momento la ofensa a otras personas.



Que Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y Nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma nos bendigan y ayuden en nuestras dificultades y problemas.
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