Hoy, el valor de la hospitalidad parece no tener gran predicamento debido a la situación de inseguridad y otros factores sociales que se nos dan cada día. Pero sí que tiene vigencia y actualidad a poco que nos detengamos a pensar en lo que es y lo que puede significar para nuestras vidas y las ajenas. Que Abraham acogiese tres caminantes en el encinar de Mambré apenas los vio, nos podría parecer natural teniendo en cuenta el lugar, la época y los medios. ‘Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, te ruego que no pases de largo junto a tu siervo;… (Gen. 18, 1-18). Pero todo eso es muy relativo.
Abraham lava los pies de un Ángel en Mambré
La intencionalidad acogedora de Abraham por sí misma es el auténtico leit motiv de este hecho, que tuvo su premio por partida doble: acogió a los enviados de Dios (si no fue al mismo Dios) y la recompensa de un hijo, heredero legítimo suyo al ser hijo también de Sara, su legítima esposa, estéril y ya anciana.

El Antiguo Testamento contiene abundantes citas en episodios de acogidas a viajeros. Era algo innato en el pueblo hebreo y en los pueblos de la antigüedad en general. Otro episodio muy conocido es el de la viuda de Sarepta que acoge en su pobreza al profeta Elías dándole lo poco que tiene anteponiendo la acogida al forastero que recibe al alimento para ella y su propio hijo. ‘No tengo nada de pan cocido y no me queda más que un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija; precisamente estaba cogiendo unos serojos para preparar esto para mi hijo y para mí; lo comeremos y nos dejaremos morir’. (1 Re. 17, 1-24). Ya conocemos que la pobre mujer tuvo también su recompensa.
Dicho así todo esto, parecerían unos cuentecitos para niños si no fuese porque son parte integrante de la Historia del pueblo de Dios y de la acción del mismo Dios en ese pueblo que eligió para que acogiera al mayor peregrino en la tierra con el paso de los siglos: Jesús de Nazaret.

Esas enseñanzas van configurando las estructuras de la sociedad de las naciones de todos los tiempos y la Cruz, a pesar de las persecuciones, va ganando adeptos por el mensaje de Amor del Resucitado. Roma, Bizancio, Edad Media, van configurando sus Estados desde ese prisma.
En la Península Ibérica se descubre el sepulcro del Apóstol Santiago y a su alrededor surgen peregrinaciones a la ciudad que lo contiene: Santiago de Compostela. Desde Francia y otros lugares del mundo, además de la propia España, se peregrina para orar ente el Apóstol. Había nacido el Camino de Santiago, con miles de peregrinos de todas partes, lo cual supuso como un punto de convergencia de la pluralidad cristiana de distintos pueblos necesitados de una unidad en los difíciles tiempos de aquella época.


Pero todo esto está tan bien que nos obliga a plantearnos una cuestión básica: ¿Cómo me afecta a mí, personalmente, esta Obra de Misericordia?

En la carta a los Hebreos se hace una referencia explícita a la hospitalidad: ‘No olvidéis la hospitalidad; gracia a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles’ (Heb. 13, 2).

Desgraciadamente tenemos muchas llamadas para atender esos ‘peregrinos’ de las necesidades: afectados por catástrofes naturales, desahuciados que no tienen hogar, familias necesitadas sin apenas recursos y ese largo etcétera que organizaciones religiosas y seglares intentan solucionar o al menos paliar, pero que necesitan también de ayudas materiales económicas o de voluntarios que aporten su propio esfuerzo en esa tarea, siempre inacabada.
Me temo que sí tiene actualidad esta Obra de Misericordia fundamentada en la solidaridad con el que sufre y al que de alguna manera nos corresponde acoger. Es cuestión de planteamientos, de disponibilidad y de servicio según nuestras circunstancias.

Que Nuestro Salvador y Nuestra Señora del Camino nos acojan a nosotros, peregrinos en este caminar terreno, y nos bendigan abundantemente.
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