Sí, amigos. He estado pensando varios días en la forma de enfocar este tema, porque dentro de él hay muchos aspectos para comentar y, evidentemente, no todos podemos estar de acuerdo en todo.
Aunque tengo mi propio criterio y es inevitable que lo deje traslucir, he procurado ser objetivo. Verlo en toda la dimensión social, espiritual y religiosa que tiene. Incluso no sé si me extralimito, aunque creo que no, en su aspecto artístico. Raro, ¿verdad? Pues ya llegaremos.
Lo que lamento verdaderamente es no poder hablar directamente con todos ustedes, pero ¿qué le vamos a hacer? Es éste un tema realmente apasionante, como otros muchos quizá, pero con sus propias características. Vamos allá.
Es obvio que la Iglesia está asistida por personas que se dedican plenamente a ella a través de su servicio y disponibilidad, que tienen una dedicación pastoral distinta al resto de fieles. De la misma manera que un laico vive, se alimenta y viste por el salario que recibe del ejercicio de su profesión o por su trabajo, sea cual fuere, los sacerdotes y religiosos necesitan unos ingresos mínimos para lo mismo: vivir, alimentarse y vestir.
‘¿No sabéis que los que ejercen funciones sagradas viven del templo, y los que sirven al altar, del altar participan?’ (1 Cor.9:13). Esta cita de San Pablo corrobora lo dicho anteriormente.
Los propios templos, monasterios, conventos o el edificio religioso que sea, necesita un mantenimiento como cualquier otra edificación, e incluso mejoras, para potenciar las distintas actividades que se dan, de los tipos que sean. Y eso requiere una economía mínima que debe salir de algún sitio y la mayoría de las veces viene de los componentes de la Iglesia: los cristianos.
Esa es la razón de ser de este Mandamiento que tiene su propia historia, desde las limosnas (recordemos el óbolo de la viuda, en tiempos de Jesucristo y la observación que hace a sus discípulos. Ver Mc. 12, 41-44), hasta las donaciones, grandes o pequeñas, que en ocasiones se han transformado en Casas de Ejercicios Espirituales, lugares para retirarse a meditar y orar o en cosas semejantes, por poner un ejemplo, desde tiempos de Jesucristo hasta nuestros días, pasando por todas las edades de la Historia y con las costumbres existentes en cada una de ellas.
Y la Iglesia siempre se ha amoldado a la etapa histórica que le ha tocado vivir en cada momento y sigue viviendo, desde hace dos mil y pico años, conservando su lozanía a pesar de las persecuciones, incomprensiones, trabas y tantas cosas que tuvo y sigue teniendo, que no han hecho otra cosa que fortalecerla y rejuvenecerla.
La Iglesia, atenta siempre a las necesidades de cada momento, siempre tiende la mano al más necesitado según el espíritu de la doctrina del Maestro, sin importar raza, color de la piel o religión. Es su Catolicidad, su universalidad, su atención a quien ha sido objeto de la Redención: el género humano.
De cualquier forma pienso que no estará de más recordar algo de historia. ¿Recuerdan la antigua forma que tenía la expresión de este Mandamiento? ‘Pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios’. Así lo aprendí en la catequesis de mi Primera Comunión.
Personalmente me parece mejor, más acertada, la redacción actual, pero aquello merece un comentario. En principio, el verbo ‘pagar’ no me parece el más adecuado, porque la Iglesia no ‘cobra’ por realizar su misión o por efectuar algún servicio (dar una Unción, celebrar una Eucaristía por algún difunto o por alguien que realmente necesita que se pida por él o ella, etc.).
Somos los cristianos los que ‘damos’ voluntariamente lo que en conciencia creemos que debemos aportar para contribuir al sostenimiento y mantenimiento de esta sociedad que, aunque divina por razón de su Fundador, Jesús, Hijo de Dios y Dios como el Padre y el Espíritu Santo, también es humana por razón de quienes la componemos a raíz de nuestro Bautismo, por el cual entramos a formar parte de la Iglesia.
Por qué, pues, lo del ‘diezmo’ y las ‘primicias’? El origen está en el Antiguo Testamento. En el Libro de los Números podemos leer: ‘Los levitas de veinticinco años arriba entrarán a ejercer su ministerio en el servicio del tabernáculo de reunión. Pero desde los cincuenta años cesarán de ejercer su ministerio, y nunca más lo ejercerán’. (Núm. 8, 24-25
Es decir, que Dios ya dispone que la tribu de Leví, de la que procedían los sacerdotes, debía dedicarse al servicio del tabernáculo. El resto de las tribus debían contribuir a su sustento con el diez por ciento de sus ingresos. De ahí viene la palabra ‘diezmo’.
Pero también es cierto que ese diezmo debía darse entregando los productos propios del pueblo: aceite, trigo, animales,… Los sacerdotes lo guardaban en una especie de almacén para ir tomando paulatinamente lo necesario para vivir.
No significa esto que no se empleara el dinero en aquella época, pues sabemos, por ejemplo, que Abraham compró la tumba de su esposa Sara en la cueva de Macpela, en Hebrón. Y también se sabe que a los trabajadores se les abonaba un denario por día trabajado. (Mt. 20, 1-16)
Personalmente les puedo decir que en ninguna de mis incursiones lectoras por la Biblia he encontrado pasaje alguno en el que el ‘diezmo’ se nombre fuera del pueblo de Israel. En las primeras comunidades cristianas de la Iglesia, no he leído en Hechos, Cartas ni en parte alguna, que se hable de ese término en sentido propio. Pero sí dice: ‘Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común’. (Act. 4, 32). Y esto es muy importante, para entonces y para hoy.
Es evidente que para los estudiosos de este tema y especialistas en el estudio de la Palabra habrá muchísima más materia para tratar, pero esta breve pincelada histórica me parece suficiente para introducirnos en el origen de las necesidades eclesiales.
Aunque tengo mi propio criterio y es inevitable que lo deje traslucir, he procurado ser objetivo. Verlo en toda la dimensión social, espiritual y religiosa que tiene. Incluso no sé si me extralimito, aunque creo que no, en su aspecto artístico. Raro, ¿verdad? Pues ya llegaremos.
Lo que lamento verdaderamente es no poder hablar directamente con todos ustedes, pero ¿qué le vamos a hacer? Es éste un tema realmente apasionante, como otros muchos quizá, pero con sus propias características. Vamos allá.
Es obvio que la Iglesia está asistida por personas que se dedican plenamente a ella a través de su servicio y disponibilidad, que tienen una dedicación pastoral distinta al resto de fieles. De la misma manera que un laico vive, se alimenta y viste por el salario que recibe del ejercicio de su profesión o por su trabajo, sea cual fuere, los sacerdotes y religiosos necesitan unos ingresos mínimos para lo mismo: vivir, alimentarse y vestir.
‘¿No sabéis que los que ejercen funciones sagradas viven del templo, y los que sirven al altar, del altar participan?’ (1 Cor.9:13). Esta cita de San Pablo corrobora lo dicho anteriormente.
Los propios templos, monasterios, conventos o el edificio religioso que sea, necesita un mantenimiento como cualquier otra edificación, e incluso mejoras, para potenciar las distintas actividades que se dan, de los tipos que sean. Y eso requiere una economía mínima que debe salir de algún sitio y la mayoría de las veces viene de los componentes de la Iglesia: los cristianos.
Esa es la razón de ser de este Mandamiento que tiene su propia historia, desde las limosnas (recordemos el óbolo de la viuda, en tiempos de Jesucristo y la observación que hace a sus discípulos. Ver Mc. 12, 41-44), hasta las donaciones, grandes o pequeñas, que en ocasiones se han transformado en Casas de Ejercicios Espirituales, lugares para retirarse a meditar y orar o en cosas semejantes, por poner un ejemplo, desde tiempos de Jesucristo hasta nuestros días, pasando por todas las edades de la Historia y con las costumbres existentes en cada una de ellas.
Y la Iglesia siempre se ha amoldado a la etapa histórica que le ha tocado vivir en cada momento y sigue viviendo, desde hace dos mil y pico años, conservando su lozanía a pesar de las persecuciones, incomprensiones, trabas y tantas cosas que tuvo y sigue teniendo, que no han hecho otra cosa que fortalecerla y rejuvenecerla.
La Iglesia, atenta siempre a las necesidades de cada momento, siempre tiende la mano al más necesitado según el espíritu de la doctrina del Maestro, sin importar raza, color de la piel o religión. Es su Catolicidad, su universalidad, su atención a quien ha sido objeto de la Redención: el género humano.
De cualquier forma pienso que no estará de más recordar algo de historia. ¿Recuerdan la antigua forma que tenía la expresión de este Mandamiento? ‘Pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios’. Así lo aprendí en la catequesis de mi Primera Comunión.
Personalmente me parece mejor, más acertada, la redacción actual, pero aquello merece un comentario. En principio, el verbo ‘pagar’ no me parece el más adecuado, porque la Iglesia no ‘cobra’ por realizar su misión o por efectuar algún servicio (dar una Unción, celebrar una Eucaristía por algún difunto o por alguien que realmente necesita que se pida por él o ella, etc.).
Somos los cristianos los que ‘damos’ voluntariamente lo que en conciencia creemos que debemos aportar para contribuir al sostenimiento y mantenimiento de esta sociedad que, aunque divina por razón de su Fundador, Jesús, Hijo de Dios y Dios como el Padre y el Espíritu Santo, también es humana por razón de quienes la componemos a raíz de nuestro Bautismo, por el cual entramos a formar parte de la Iglesia.
Por qué, pues, lo del ‘diezmo’ y las ‘primicias’? El origen está en el Antiguo Testamento. En el Libro de los Números podemos leer: ‘Los levitas de veinticinco años arriba entrarán a ejercer su ministerio en el servicio del tabernáculo de reunión. Pero desde los cincuenta años cesarán de ejercer su ministerio, y nunca más lo ejercerán’. (Núm. 8, 24-25
Es decir, que Dios ya dispone que la tribu de Leví, de la que procedían los sacerdotes, debía dedicarse al servicio del tabernáculo. El resto de las tribus debían contribuir a su sustento con el diez por ciento de sus ingresos. De ahí viene la palabra ‘diezmo’.
Pero también es cierto que ese diezmo debía darse entregando los productos propios del pueblo: aceite, trigo, animales,… Los sacerdotes lo guardaban en una especie de almacén para ir tomando paulatinamente lo necesario para vivir.
No significa esto que no se empleara el dinero en aquella época, pues sabemos, por ejemplo, que Abraham compró la tumba de su esposa Sara en la cueva de Macpela, en Hebrón. Y también se sabe que a los trabajadores se les abonaba un denario por día trabajado. (Mt. 20, 1-16)
Personalmente les puedo decir que en ninguna de mis incursiones lectoras por la Biblia he encontrado pasaje alguno en el que el ‘diezmo’ se nombre fuera del pueblo de Israel. En las primeras comunidades cristianas de la Iglesia, no he leído en Hechos, Cartas ni en parte alguna, que se hable de ese término en sentido propio. Pero sí dice: ‘Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común’. (Act. 4, 32). Y esto es muy importante, para entonces y para hoy.
Es evidente que para los estudiosos de este tema y especialistas en el estudio de la Palabra habrá muchísima más materia para tratar, pero esta breve pincelada histórica me parece suficiente para introducirnos en el origen de las necesidades eclesiales.
Que nuestro Maestro, desde la advocación de Cristo del Mar, y su Madre, Nuestra Señora del Silencio, nos bendigan.
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