Me parece que este pecado capital tiene realmente la importancia suficiente como para que se haya incluido dentro de la catalogación de los ‘pecados mortales’, que ‘matan’ el alma.
Pero hay que evitar simplismos o banalidades. Cuando hay personas que al padecerla son capaces de desear el mal a otras personas porque ambicionan poseer algo que los otros tienen y que el envidioso ambiciona (bienes, cualidades, éxitos,…) es porque se le debe aplicar, ciertamente igual que a los otros seis pecados capitales, una atención especial que conduzca a quien la sufra hacia unas vías de análisis personal y caminos a seguir que reconduzcan su conducta personal y una fuerza férrea para arrancar esa lacra de su vida. Dice el Libro de la Sabiduría: ‘No iré con el que de envidia se consume, porque la envidia no tiene nada que ver con la sabiduría’. (Sab. 6, 23).
Para Santo Tomás, la característica básica de la envidia es ‘la tristeza del bien ajeno’, de donde se puede deducir lo mal que debe pasarlo quien sienta envidia de algo o de alguien porque él ni lo tiene ni lo puede alcanzar. ¿Vale la pena pasarlo tan mal? En una línea parecida, nos dice San Basilio: ‘Es la envidia un pesar, un resentimiento de la felicidad y prosperidad del prójimo. De aquí que nunca falte al envidioso ni tristeza ni molestia. ¿Está fértil el campo del prójimo? ¿Su casa abunda en comodidades de vida? ¿No le faltan ni los esparcimientos del alma? Pues todas estas cosas son alimento de la enfermedad y aumento de dolor para el envidioso. De aquí que este no se diferencia del hombre desarmado, que por todos es herido’. (San Basilio. Homilía sobre la envidia).
LA ENVIDIA.-EL BOSCO.-GÓTICO
¿Cómo se manifiesta? Pienso que de tantas maneras como personas ambicionan algo ajeno. Podría ocurrir, por ejemplo, que en el lugar de trabajo haya algún compañero o compañera que destaque por su eficiencia, por su dedicación y valía que conlleve el logro de unos éxitos que le conduzcan a unos triunfos tales que le conduzcan a escalar puestos en la Empresa. Y, claro, le gustaría ser como él, tener sus triunfos, sus logros, pero por la circunstancia que fuere, no puede o no sabe, pero eso le produce una desazón capaz de despertar sentimientos de odio. Vistas así las cosas, eso es fatal. Un auténtico calvario.
¿No sería más sencillo aceptarse como es, hacer lo que buenamente puede y plantearse unos objetivos en su vida profesional, social o familiar adaptados a sus verdaderas capacidades, a sus auténticas posibilidades, haciendo al máximo lo que honradamente pueda? No está obligado a más.
Cuando alguien consigue un cargo con mayor remuneración, aunque también con mayor responsabilidad, pueden venir los siguientes planteamientos a cargo de las personas conflictivas o envidiosas: ¿Por qué él y no yo? ¿Qué tiene mejor que yo no tenga? ¿Quién se habrá creído que es?
Claro. A partir de ahí vienen una cadena de pensamientos y actitudes sin fin con efecto de bola de nieve: a medida que va rodando, más grande se hace y no se sabe cuál de todas es peor, porque transforma la vida en un auténtico infierno. Pero, eso sí, procura que nadie pueda vislumbrar sus auténticos pensamientos. Y si alguien lo intuye y se lo hace ver con la mayor de las delicadezas, lo niega rotundamente y hasta él mismo se puede creer que no es envidioso. ¿Cómo va a ser capaz de envidiar a nadie?
Esto no es ninguna novedad. La Historia está plagada de hechos que han pasado a la posteridad como paradigma de la envidia. Y la Sagrada Escritura, en cuanto a Historia del pueblo elegido por Dios para llevar a efecto sus planes redentores de la Humanidad, también ofrece estos hechos desde los primeros tiempos de la actividad humana en nuestro planeta.
En el Génesis se nos narra el asesinato de Abel, hijo de Adán y de Eva, a manos de su hermano Caín. (Gen.4, 1-12). El telón de fondo, la envidia.
Más adelante, entre los doce hijos de Jacob, también aparece este lastre con su hermano José y lo intentan solucionar vendiendo a su hermano, a quien envidian visceralmente, a unos mercaderes que se dirigen a Egipto, aun a costa de producir a su padre el dolor por la supuesta tragedia de que una fiera lo había matado. Y tuvieron la canallada de presentarle la túnica de José, hijo preferido de Jacob, con la sangre de un cabrito que ellos mataron, haciéndola pasar ante su padre como que la sangre era de su hermano. (Gen. 37, 12-36).
SAÚL INTENTA ATRAVESAR A DAVID
¿Seguimos? ¿Hablamos de la envidia que tuvo el rey Saúl con David después que éste venciese a Goliat? ‘Y las mujeres cantaban a coro: Saúl mató a mil; David a diez mil. Saúl se irritó mucho y, muy airado por estas palabras, decía: A David le dan diez mil y a mí me dan mil; ya sólo le falta ser rey. Y a partir de aquel día, Saúl miró a David con malos ojos’ (1Sam. 18, 7-9). Esto ya era demasiado. Tanto, que llegó al extremo de intentar matarlo. ‘Al día siguiente el mal espíritu enviado por Dios entró en Saúl y empezó a delirar por toda la casa. David estaba tocando el arpa como otros días. Saúl, que tenía la lanza en la mano, la blandió pensando: “Clavaré a David contra la pared”. Pero David lo esquivó por dos veces’. (1Sam. 18, 10-11). Naturalmente, esto provocó que David huyese para conservar la vida.
Sí, amigos. La envidia es un tema muy serio. Tanto, que por envidia hay personas que comprometen su salvación eterna con palabras como ‘Aunque me condene…’ y a continuación expresan lo que las corroe. Triste, ¿verdad? Personalmente estoy convencido de que quien adopte esa actitud no calibra suficientemente el alcance y significado de ese deseo y hasta es posible que con el tiempo y la Gracia de Dios rectifique. Pero no deja de ser lamentable.
Y es que la envidia es una fábrica de resentimientos y de actitudes negativas ante la vida y ante los demás en continua producción. Pero especialmente ante Dios. Y todo en conjunto es un manantial inagotable de amargura personal que no deja vivir en paz a nadie, pudiendo llegar en algunos casos a destruirlo como persona normal.
ENVIDIA.-LUCA SIGNORELLI.-RENACIMIENTO
Pienso que para los cristianos, entre los que me incluyo, si llegáramos a advertir estos sentimientos por mínimos que fueren, debemos acudir al Crucificado y ponernos ante Él con nuestra nada, con nuestros pecados y miserias humanas pidiéndole, incluso desesperadamente, como en ocasiones hace el salmista, el don que habitualmente pedimos al rezar el Padre Nuestro: ‘No nos dejes caer en la tentación. Y líbranos del mal’.
No olvidemos que la envidia, como pecado, es diabólica. Y este nefasto personaje para nuestra vida de Gracia, para nuestra paz espiritual, siempre está dispuesto y a punto para arrebatar a Dios alguno de sus hijos. Y para ello suscita, además de sentimientos de envidia, lo se puede derivar de ella: difamación, mentiras, descrédito de los demás,…
La Biblia, que como hemos visto en los pasajes anteriormente expuestos, nos hace ver casos concretos motivados por la envidia, también nos advierte contra ella. Así podemos ver: ‘El corazón apacible es vida del cuerpo; pero la envidia es la carcoma de los huesos’ (Prov. 14, 30). Continúa más adelante:’Cruel es el furor, impetuosa la ira, pero ¿quién puede aguantar la ira? (Prov. 27, 4)
Pues sí. Ya ven. La envidia es feroz y por eso precisamente la Palabra nos advierte del cariz destructor que encierra. Suele empezar por cosas pequeñas y puede llegar a extremos insospechados como hemos visto en el caso del rey Saúl y cómo San Pablo nos advierte también refiriéndose a este tipo de personas: ‘Y por haber rechazado el verdadero conocimiento de Dios, Dios los ha dejado a merced de su depravada mente, que los impulsa a hacer lo que no deben. Están llenos de injusticia, malicia, codicia y perversidad; son envidiosos, homicidas, camorristas, mentirosos, malintencionados, chismosos, calumniadores, impíos, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a sus padres, inconsiderados, desleales, desamorados y despiadados’. (Rom. 1, 28-31).
Antes comentaba que el envidioso niega que sea así. No lo reconoce o no lo quiere reconocer. Pero a Dios no lo va a engañar. Un cristiano inmaduro nunca reconocerá su situación, y, por tanto, no podrá reconciliarse con Él ni tampoco pedirle ayuda para salir de ese pozo sin fondo. ‘Portémonos con dignidad, como quien vive en pleno día. Nada de comilonas y borracheras; nada de lujuria y libertinaje; nada de envidias y rivalidades’. (Rom. 13, 13).
¡Caramba! ¿Tan ciegos podemos llegar a ser que pensemos que podemos engañar a nuestro Creador? ¡Si Él nos ha engendrado! ‘Así dice el Señor que te hizo, el que te formó en seno materno y te auxilia’. (Is. 44, 2). El salmista incide en lo mismo: ‘Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre’ (Sal. 139(138), 13). Está clarísimo, ¿verdad? Y un Ser que nos ha formado y nos ha destinado a servirle y adorarle, que solamente desea nuestro bien, ¿dejará de conocernos? ¿Valdrá la pena que nos pulamos en actitudes y actos para hacernos, con su ayuda, semejantes a Él dentro de nuestras limitaciones humanas? Y obviamente, la envidia, como pecado, sesga esa trayectoria hacia nuestro Padre común.
En ese magistral canto al Amor que San Pablo hace en la primera de sus cartas a los fieles de Corinto, superconocidísima por todos y, posiblemente, también meditadísima, nos hace ver la realidad de la envidia dentro de todos los aspectos a los que se refiere: ‘El amor…no tiene envidia…Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta’ (1Cor. 13, 4-7). O sea, que la envidia es la antítesis del amor. Se opone a él. Y si Dios es Amor…está claro ¿no? Se opone al mismo Dios.
En la próxima entrada acabaremos de desgranar este pecado capital y veremos el antídoto contra su veneno.
Que Jesucristo y Nuestra Señora de Kazán nos bendigan a todos.
Pero hay que evitar simplismos o banalidades. Cuando hay personas que al padecerla son capaces de desear el mal a otras personas porque ambicionan poseer algo que los otros tienen y que el envidioso ambiciona (bienes, cualidades, éxitos,…) es porque se le debe aplicar, ciertamente igual que a los otros seis pecados capitales, una atención especial que conduzca a quien la sufra hacia unas vías de análisis personal y caminos a seguir que reconduzcan su conducta personal y una fuerza férrea para arrancar esa lacra de su vida. Dice el Libro de la Sabiduría: ‘No iré con el que de envidia se consume, porque la envidia no tiene nada que ver con la sabiduría’. (Sab. 6, 23).
LA ENVIDIA.-ANGELO BRONZINO.-RENACIMIENTO
Para Santo Tomás, la característica básica de la envidia es ‘la tristeza del bien ajeno’, de donde se puede deducir lo mal que debe pasarlo quien sienta envidia de algo o de alguien porque él ni lo tiene ni lo puede alcanzar. ¿Vale la pena pasarlo tan mal? En una línea parecida, nos dice San Basilio: ‘Es la envidia un pesar, un resentimiento de la felicidad y prosperidad del prójimo. De aquí que nunca falte al envidioso ni tristeza ni molestia. ¿Está fértil el campo del prójimo? ¿Su casa abunda en comodidades de vida? ¿No le faltan ni los esparcimientos del alma? Pues todas estas cosas son alimento de la enfermedad y aumento de dolor para el envidioso. De aquí que este no se diferencia del hombre desarmado, que por todos es herido’. (San Basilio. Homilía sobre la envidia).
LA ENVIDIA.-EL BOSCO.-GÓTICO
¿Cómo se manifiesta? Pienso que de tantas maneras como personas ambicionan algo ajeno. Podría ocurrir, por ejemplo, que en el lugar de trabajo haya algún compañero o compañera que destaque por su eficiencia, por su dedicación y valía que conlleve el logro de unos éxitos que le conduzcan a unos triunfos tales que le conduzcan a escalar puestos en la Empresa. Y, claro, le gustaría ser como él, tener sus triunfos, sus logros, pero por la circunstancia que fuere, no puede o no sabe, pero eso le produce una desazón capaz de despertar sentimientos de odio. Vistas así las cosas, eso es fatal. Un auténtico calvario.
¿No sería más sencillo aceptarse como es, hacer lo que buenamente puede y plantearse unos objetivos en su vida profesional, social o familiar adaptados a sus verdaderas capacidades, a sus auténticas posibilidades, haciendo al máximo lo que honradamente pueda? No está obligado a más.
Cuando alguien consigue un cargo con mayor remuneración, aunque también con mayor responsabilidad, pueden venir los siguientes planteamientos a cargo de las personas conflictivas o envidiosas: ¿Por qué él y no yo? ¿Qué tiene mejor que yo no tenga? ¿Quién se habrá creído que es?
Claro. A partir de ahí vienen una cadena de pensamientos y actitudes sin fin con efecto de bola de nieve: a medida que va rodando, más grande se hace y no se sabe cuál de todas es peor, porque transforma la vida en un auténtico infierno. Pero, eso sí, procura que nadie pueda vislumbrar sus auténticos pensamientos. Y si alguien lo intuye y se lo hace ver con la mayor de las delicadezas, lo niega rotundamente y hasta él mismo se puede creer que no es envidioso. ¿Cómo va a ser capaz de envidiar a nadie?
Esto no es ninguna novedad. La Historia está plagada de hechos que han pasado a la posteridad como paradigma de la envidia. Y la Sagrada Escritura, en cuanto a Historia del pueblo elegido por Dios para llevar a efecto sus planes redentores de la Humanidad, también ofrece estos hechos desde los primeros tiempos de la actividad humana en nuestro planeta.
En el Génesis se nos narra el asesinato de Abel, hijo de Adán y de Eva, a manos de su hermano Caín. (Gen.4, 1-12). El telón de fondo, la envidia.
Más adelante, entre los doce hijos de Jacob, también aparece este lastre con su hermano José y lo intentan solucionar vendiendo a su hermano, a quien envidian visceralmente, a unos mercaderes que se dirigen a Egipto, aun a costa de producir a su padre el dolor por la supuesta tragedia de que una fiera lo había matado. Y tuvieron la canallada de presentarle la túnica de José, hijo preferido de Jacob, con la sangre de un cabrito que ellos mataron, haciéndola pasar ante su padre como que la sangre era de su hermano. (Gen. 37, 12-36).
SAÚL INTENTA ATRAVESAR A DAVID
¿Seguimos? ¿Hablamos de la envidia que tuvo el rey Saúl con David después que éste venciese a Goliat? ‘Y las mujeres cantaban a coro: Saúl mató a mil; David a diez mil. Saúl se irritó mucho y, muy airado por estas palabras, decía: A David le dan diez mil y a mí me dan mil; ya sólo le falta ser rey. Y a partir de aquel día, Saúl miró a David con malos ojos’ (1Sam. 18, 7-9). Esto ya era demasiado. Tanto, que llegó al extremo de intentar matarlo. ‘Al día siguiente el mal espíritu enviado por Dios entró en Saúl y empezó a delirar por toda la casa. David estaba tocando el arpa como otros días. Saúl, que tenía la lanza en la mano, la blandió pensando: “Clavaré a David contra la pared”. Pero David lo esquivó por dos veces’. (1Sam. 18, 10-11). Naturalmente, esto provocó que David huyese para conservar la vida.
Sí, amigos. La envidia es un tema muy serio. Tanto, que por envidia hay personas que comprometen su salvación eterna con palabras como ‘Aunque me condene…’ y a continuación expresan lo que las corroe. Triste, ¿verdad? Personalmente estoy convencido de que quien adopte esa actitud no calibra suficientemente el alcance y significado de ese deseo y hasta es posible que con el tiempo y la Gracia de Dios rectifique. Pero no deja de ser lamentable.
Y es que la envidia es una fábrica de resentimientos y de actitudes negativas ante la vida y ante los demás en continua producción. Pero especialmente ante Dios. Y todo en conjunto es un manantial inagotable de amargura personal que no deja vivir en paz a nadie, pudiendo llegar en algunos casos a destruirlo como persona normal.
ENVIDIA.-LUCA SIGNORELLI.-RENACIMIENTO
Pienso que para los cristianos, entre los que me incluyo, si llegáramos a advertir estos sentimientos por mínimos que fueren, debemos acudir al Crucificado y ponernos ante Él con nuestra nada, con nuestros pecados y miserias humanas pidiéndole, incluso desesperadamente, como en ocasiones hace el salmista, el don que habitualmente pedimos al rezar el Padre Nuestro: ‘No nos dejes caer en la tentación. Y líbranos del mal’.
No olvidemos que la envidia, como pecado, es diabólica. Y este nefasto personaje para nuestra vida de Gracia, para nuestra paz espiritual, siempre está dispuesto y a punto para arrebatar a Dios alguno de sus hijos. Y para ello suscita, además de sentimientos de envidia, lo se puede derivar de ella: difamación, mentiras, descrédito de los demás,…
La Biblia, que como hemos visto en los pasajes anteriormente expuestos, nos hace ver casos concretos motivados por la envidia, también nos advierte contra ella. Así podemos ver: ‘El corazón apacible es vida del cuerpo; pero la envidia es la carcoma de los huesos’ (Prov. 14, 30). Continúa más adelante:’Cruel es el furor, impetuosa la ira, pero ¿quién puede aguantar la ira? (Prov. 27, 4)
ENVIDIA.-JACOB MATHAM.-RENACIMIENTO
Pues sí. Ya ven. La envidia es feroz y por eso precisamente la Palabra nos advierte del cariz destructor que encierra. Suele empezar por cosas pequeñas y puede llegar a extremos insospechados como hemos visto en el caso del rey Saúl y cómo San Pablo nos advierte también refiriéndose a este tipo de personas: ‘Y por haber rechazado el verdadero conocimiento de Dios, Dios los ha dejado a merced de su depravada mente, que los impulsa a hacer lo que no deben. Están llenos de injusticia, malicia, codicia y perversidad; son envidiosos, homicidas, camorristas, mentirosos, malintencionados, chismosos, calumniadores, impíos, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a sus padres, inconsiderados, desleales, desamorados y despiadados’. (Rom. 1, 28-31).
Antes comentaba que el envidioso niega que sea así. No lo reconoce o no lo quiere reconocer. Pero a Dios no lo va a engañar. Un cristiano inmaduro nunca reconocerá su situación, y, por tanto, no podrá reconciliarse con Él ni tampoco pedirle ayuda para salir de ese pozo sin fondo. ‘Portémonos con dignidad, como quien vive en pleno día. Nada de comilonas y borracheras; nada de lujuria y libertinaje; nada de envidias y rivalidades’. (Rom. 13, 13).
¡Caramba! ¿Tan ciegos podemos llegar a ser que pensemos que podemos engañar a nuestro Creador? ¡Si Él nos ha engendrado! ‘Así dice el Señor que te hizo, el que te formó en seno materno y te auxilia’. (Is. 44, 2). El salmista incide en lo mismo: ‘Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre’ (Sal. 139(138), 13). Está clarísimo, ¿verdad? Y un Ser que nos ha formado y nos ha destinado a servirle y adorarle, que solamente desea nuestro bien, ¿dejará de conocernos? ¿Valdrá la pena que nos pulamos en actitudes y actos para hacernos, con su ayuda, semejantes a Él dentro de nuestras limitaciones humanas? Y obviamente, la envidia, como pecado, sesga esa trayectoria hacia nuestro Padre común.
En ese magistral canto al Amor que San Pablo hace en la primera de sus cartas a los fieles de Corinto, superconocidísima por todos y, posiblemente, también meditadísima, nos hace ver la realidad de la envidia dentro de todos los aspectos a los que se refiere: ‘El amor…no tiene envidia…Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta’ (1Cor. 13, 4-7). O sea, que la envidia es la antítesis del amor. Se opone a él. Y si Dios es Amor…está claro ¿no? Se opone al mismo Dios.
En la próxima entrada acabaremos de desgranar este pecado capital y veremos el antídoto contra su veneno.
Que Jesucristo y Nuestra Señora de Kazán nos bendigan a todos.