Continuando con el tema, veamos primero la opinión de San Agustín sobre el perdón: 'Quien perdona a quien le pide perdón arrepentido de su pecado, y no le perdona de corazón, no espere en manera alguna que Dios le perdone sus pecados'. (SAN AGUSTÍN. Catena Áurea, vol. I, p. 376). Y una segunda cita, también muy interesante: 'Señor, ¿cuántas veces deberé perdonar a mi hermano?' (Mt. 18, 21). Y otra más: 'No encerró el Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar con prontitud y siempre'. (SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía sobre S. Mateo, 6).
Con estas citas, dos de Padres de la Iglesia y una evangélica retomamos el tema que ahora tratamos. Partamos de los dos elementos básicos que concurren, si bien de forma distinta, en una ofensa: el ofensor y el ofendido. ¿A quién corresponderá otorgar el perdón? Obviamente, al ofendido, PERO haciéndolo desde su libertad, querida y consentida, porque nadie puede ni debe obligarlo a perdonar, ya que eso es un acto de la propia voluntad que nos conduce a tomar la decisión de perdonar la deuda moral que el ofensor a contraído con nosotros, equiparando la justicia y la misericordia. 'La justicia y la misericordia están tan unidas que la una sostiene a la otra. La justicia sin misericordia es crueldad; y la misericordia sin justicia es ruina, destrucción'. SANTO TOMAS. Catena Áurea. Vol. I, p.247).
Pienso que no es suficiente decir 'lo perdono'. Debe ir acompañado de un acto propio y libre de querer perdonar. Consecuentemente será un acto personal de caridad hacia un semejante nuestro. Y, además, hacerlo sin resentimientos de ningún tipo, porque si conservamos alguno en nuestro interior se iría convirtiendo en una carga personal que sería difícilmente soportable con el paso del tiempo y alejaría cada vez más nuestra paz interior. Eso nos conduciría a ir debilitando nuestra comunión con Dios hasta romperse, con o cual estaríamos cumpliendo perfectamente los planes del maligno.
Les expongo un caso que conozco bastante a fondo. Un buen amigo mío recibió una llamada en su teléfono móvil: '-¿Es usted Fulano de Tal? -Pues sí. Soy yo. -Soy un Agente de la Guardia Civil. A su esposa la ha atropellado un coche en tal calle. Le esperamos'. Ese hombre no veía la calzada mientras se dirigía con su automóvil al lugar que le indicaron, pero estaba sereno. Cuando llegó, encontró a su esposa en el suelo, tendida en un paso de peatones, con un charco de sangre en la cabeza y un hombre joven, que dijo ser médico, se la sujetaba con unas gasas ensangrentadas de la hemorragia que tenía. La policía se dirigió a él para hacerle preguntas y pedir documentación, pero el marido tuvo que pararles los pies y pedir que le permitieran ver a su esposa en primer lugar. Esa era su absoluta prioridad: saber cómo estaba, que supiera que él ya estaba allí, que no estaba sola, (realmente sola no estuvo nunca, porque siempre hubo Alguien con ella).
Después atendió a los Agentes, contestó a sus preguntas y también a una señora que le dijo: 'Aquella mujer es la que la ha atropellado'. Se volvió a mirarla. Solamente vio una señora joven, embarazada de ocho meses, rota en llanto y a un hombre, joven también, que la tenía cogida por el hombro. Se dirigió hacia ella con mucha rapidez, tanta, que dos policías lo siguieron.
Imagino lo que pensaban que iba a pasar, pero cuando llegó junto a ella, con voz serena le dijo: 'No se preocupe, señora. Esto le ha pasado a usted pero me podía haber pasado a mí. Ya verá como esto va a salir bien. Dios nos ayudará a todos'. Y dirigiéndose al joven que la cogía por el hombro, también le dijo: '¿Es usted su marido? Pues cuídela a ella y a la criatura. Le necesitan todos. Verá cómo se resuelve satisfactoriamente. Ahora discúlpenme porque ha llegado la ambulancia y voy a ver a qué hospital la van a llevar'. No le dio tiempo de agradecer al joven médico que había atendido a su esposa, su atención y atención profesional. Se marchó o desapareció (nadie le vio marcharse) cuando llegó la ambulancia.
Los dos policías y las personas que presenciaron el diálogo se quedaron sin reacción. No pensaban que iban a presenciar aquello, pero lo más interesante fue que desde aquel mismo momento, según supe después, había comenzado a aflorar el perdón en su interior. Me aseguró que a pesar de su honda preocupación, sintió una gran paz. Y como una liberación interior que lo conducía a la íntima seguridad de que, a pesar de la gravedad que intuía en el estado de su esposa, seguiría teniéndola con él cuando todo pasase.
Que nuestro Padre Dios y Nuestra Señora de Walsingham nos asistan y protejan.
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