En varias ocasiones he intentado analizar el tema que nos ocupa. A nadie nos gusta sufrir y el dolor, en su sentido amplio, es un sufrimiento muy molesto. Cuando llama a la puerta de nuestros sentidos y empezamos a notarlo nos falta tiempo para pensar qué medicamentos podemos tener que nos lo pueda quitar. Y si es algo mucho más serio nos planteamos la necesidad de marchar al servicio de urgencias del hospital que nos corresponda o, en todo caso, al más cercano, para que nos den un remedio que nos solucione cuanto antes el problema que nos acucia.
Pero ¿qué pasa cuando ese dolor se manifiesta como consecuencia de una enfermedad que padecemos, más o menos importante, pero que al tener el dolor como una de sus manifestaciones en mayor o menor grado, nos ocasiona unas molestias tan desagradables que queremos evitarlas cuanto antes?
Todo esto es muy humano, muy nuestro, y el sentido de autoprotección que todos tenemos nos impulsa a conservar el bienestar que teníamos. Y nos damos cuenta de ese otro aspecto que incide en esa lucha constante y sin cuartel contra el dolor, el sufrimiento o la enfermedad: acabamos dándonos cuenta que no podemos deshacernos del todo de esas molestias. Y a veces nos enfadamos o, peor aún, nos desesperamos y nos sentimos impotentes.
La Medicina ha luchado durante muchísimos siglos atrás buscando formas y remedios para curar, suavizar o aminorar el sufrimiento y el dolor. Y sigue haciéndolo sin descanso mediante la investigación. Poco a poco han ido lográndose avances en muchos casos (los calmantes para el dolor, la anestesia para la cirugía y muchas cosas más) pero no podemos estacionarnos en ese punto.
Como enfermos pienso que también tenemos algo que decir, o mejor aún, ALGO QUE HACER. Si somos cristianos y nos sentimos parte integrante de la Iglesia hemos de ver qué actitud nos corresponde a cada uno de nosotros.
San Pablo nos ofrece una pista: 'Ahora me alegro de padecer por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia'. (Col. 1, 24). Tanta importancia da a los sufrimientos de nuestro cuerpo, que en la primera carta a los cristianos de Corinto les dice: '¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?' (1Cor. 6, 15). El sufrimiento y dolor de nuestros cuerpos lo eleva a los padecimientos sufridos por el mismo Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre.
'¿Esto quiere decir que la redención realizada por Cristo no es completa? No. Esto significa únicamente que redención obrada en virtud de amor satisfactorio permanece constantemente abierta a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano. [...] Cristo ha obrado la redención completamente y hasta el final, pero al mismo tiempo no la ha cerrado. [...] Cristo se ha abierto desde el comienzo, y constantemente se abre, a cada sufrimiento humano. Sí, parece que forma parte de la esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de ser completado sin cesar'. (San Juan Pablo II. Carta Apostólica 'Salvifici Doloris'. Capítulo V: Partícipes en los sufrimientos de Cristo, núm. 24).
En el Antiguo Testamento bíblico podemos encontrar ya este tipo de situaciones, pero mejor lo dejamos para la próxima entrada.
Que Nuestra Señora la Virgen de Loreto interceda por nosotros, por nuestras familias y por la paz mundial.
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