Y algo de eso me pasó con esta Bienaventuranza cuando empecé a conocerla y estudiarla en el Bachillerato, cuando tenía alrededor de trece años. ‘Bienaventurados los mansos…’. Y yo me quedé con la letra, no con el espíritu de la letra. Asocié el ser ‘manso’ con ser un ‘borrego’ que tenía que ir por donde me dijeran los demás sin tener un criterio o juicio propio.
Después, con el paso de los años, estudios superiores, cursos bíblicos diversos y mi compromiso personal conmigo mismo de profundizar en el conocimiento de la Palabra, y la acción del Espíritu Santo en mi formación continuada y permanente (a veces he pensado en la infinita paciencia que ha tenido y tiene conmigo), han contribuido a tener unas ideas bastantes más claras de las cosas. Y he ido descubriendo cosas, algunas de las cuales voy a reflejar en estas líneas.
Me fui dando cuenta que ser ‘manso’ no significaba en modo alguno ser fofo, blandengue o abúlico, sino tener una seguridad personal, una firmeza de carácter, una serenidad y dominio de sí mismo, que se aproximaba muchísimo al concepto de ‘persona’ que yo defendía y que me habían enseñado a ser en mi niñez, especialmente mi abuelo, y con el que fui creciendo.
Después fui descubriendo la personalidad de Jesucristo, el Hombre por excelencia, al que procuré imitar, si bien me faltaba mucho (y me sigue faltando) para ser como Él desea que seamos. No en vano nos legó este mandato que es un auténtico reto para cada uno de nosotros: ‘Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’. (Mt.5, 48). Está claro que jamás seremos así, pero tenemos el deber de alcanzar el máximo nivel posible dentro de nuestras posibilidades. ¿No es así?
La ‘mansedumbre’ evangélica pienso que se refiere a tener un carácter firme, coherente con el evangelio que intentamos vivir. Jesús nos dice a través de San Juan: ‘No se turbe vuestro corazón’. (Jn. 14, 1, 27). Incluso San Lucas nos dice otra expresión del Maestro: ‘Por vuestra paciencia salvaréis vuestras almas’. (Lc. 21,19).
Pero no nos engañemos. Eso no significa en modo alguno que demos rienda suelta a los enfados (que pueden ser legítimos en algunos casos) que desemboquen en la ira o en violencia del tipo que fuere, que jamás estará en la línea evangélica. Los cristianos debemos mantener ese autodominio personal que nos conduzca a ser señores de nosotros mismos y desde ese autocontrol, ser lámparas que alumbren vidas ajenas y que a través de nuestra conducta vean a Dios.
Sin embargo en ocasiones surge una rabia sorda, íntima, radical incluso, cuando se oyen en la televisión o se leen en los periódicos del día, hechos que hielan la sangre: violencia doméstica, malos tratos, pornografía infantil, asesinatos (abortos, de bebés por sus propios padres, padres y madres muertos por sus hijos,… etc), violaciones y una lista desgraciadamente demasiado larga. ¿Comprenden ustedes que haya rabia, cólera, indignación, impotencia y todo lo que quieran ante semejantes hechos? Es muy difícil, si no imposible, mantenerse sereno pensando en el horroroso sufrimiento de las personas que reciben y padecen esas desgracias. No se puede permanecer impasible ante las personas causantes de estos actos.
Luego viene la serenidad y la rabia e indignación se truecan en oración por esas personas, por esas víctimas, cuyo sufrimiento podremos imaginar.
Es saber dirigirnos a las personas que nos rodean con afabilidad, dulzura sin almibaramientos tontos, con exquisita educación y normalidad, para transmitir paz, que para nosotros los cristianos hay que procurar que sea la que Jesús nos dio, la suya, y así acercarlo a Él a los demás sabiéndonos instrumentos de Dios y sus testigos.
Y aún existe otro tema que tiene su importancia en esta Bienaventuranza: ‘Porque ellos poseerán la tierra’. Es el premio que Jesús ofrece a los mansos, pero ¿a qué tierra se refiere?
Insisto en que no soy un erudito en Sagradas Escrituras, pero me apasionan y son mi meditación frecuente. Y hay pasajes en los que he buceado un poquito en ellos y aunque de todos he sacado alguna enseñanza, algunos han sido para mí especialmente beneficiosos. Otros, me han marcado profundamente.
Benvenuto Tisi call -Garofalo- c. 1510-1520
Uno de los que más me calaron fue el final del Evangelio de Marcos. Era un momento intenso para todos los apóstoles porque sabían que era llegado el momento de la separación definitiva en este mundo. Ahora les tocaba a ellos continuar la labor de su Amigo y Maestro. Aquellos ojos, aquellos oídos, debían estar atentos al menor gesto, a la palabra más insignificante, para no olvidarlo y tenerlo presente en su mente y en su corazón. Y lo que les dijo tal vez les pudo romper todas las expectativas de lo que ellos esperaban: ‘Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; pero el que no crea, se condenará’. (Mc. 16, 15-16). Debían conquistar el mundo, la tierra, con el Evangelio y las armas que les dejó que no eran otras más que el Amor, el sacrificio, la entrega sin condiciones, la oración y ese largo etcétera que la Historia de la Iglesia nos ha ido mostrando y que no pocas veces ha sido escrita con la sangre de sus mártires.
Y esa tarea no fue fácil. Y para nosotros tampoco lo es. ‘Os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas’. (Mt. 10, 16). Es nuestro deber continuar la labor evangelizadora que emprendieron los primeros apóstoles en nuestro siglo XXI a través de las Parroquias, de organizaciones eclesiales, de prensa, poblicaciones diversas, radio, televisión, internet y de cuantos medios modernos ponga la tecnología a nuestro alcance. Pero siempre en contacto con Jesús a través de nuestra oración pidiéndole que su Espíritu nos ilumine en esta permanente misión.
Ellos debían poseer esta tierra en la que nosotros vivimos ahora y nosotros también la debemos poseer, pero no para tenerla de forma definitiva. Eso no serviría de nada puesto que a todos nos llegará el momento de morir y presentarnos ante Jesús, el Padre y el Espíritu. No. Sería para que a través de esta tierra nos ganemos la auténtica Tierra: el Reino de Dios, donde ‘se enjugará toda lágrima de sus ojos y no habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido’. (Ap. 21, 4).
Ya no habrá llanto porque TODO será consuelo, luz, paz, gloria y, por supuesto, posesión del mismo Dios en una adoración perfecta, infinita, plena,…
Arriesguémonos y veamos, con los ojos del corazón, de la Fe, de la Esperanza y del Amor, lo que Juan vio: ‘Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Habían desaparecido el primer cielo y la primera tierra y el mar ya no existía. Vi también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo. Y oí una voz potente, salida del trono, que decía: -Esta es la tienda de campaña que Dios ha montado para los hombres. Habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos’. (Ap. 21, 1-3). ¿Vale la pena? ¿Nos arriesgamos a colaborar con el Creador a construir esa ‘Nueva Jerusalén'? Vamos a ponerlo a nuestro albedrío y en las manos del Salvador que siempre espera una respuesta de cada uno de nosotros.
Que Él y la Virgen de la Puerta de Otuzco nos bendigan y ayuden en nuestra labor participativa de la Evangelización.
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