domingo, 17 de octubre de 2010

Bienaventurados los que lloran porque serán consolados


Parece que cuando leemos eso de ‘los que lloran’ nos vamos encaminando a pensar en dolor, tristezas, desgracias, y otras ‘lindezas’ por el estilo. Pero que, además, nos digan que quien así está es ‘bienaventurado’ o ‘dichoso’, parece que sea una hipérbole desproporcionada. Y sin embargo, no es así.

Si Jesucristo fue capaz de anunciar de esa forma esta Bienaventuranza, es porque hay un mensaje contenido en su interior en el que hay que profundizar. No nos quedemos en la corteza, en las apariencias. Entremos y descubramos qué hay en su interior.

De verdad les digo que no me imagino a Jesús de Nazaret como una persona seria, hierática como nos lo presentan en el arte Románico, que solamente era trascendente e incapaz de tener sentido del humor. No. Pienso que no. Al contrario. Ciertamente veo en Él su trascendencia, veo su seriedad cuando había que estar así, especialmente cuando se dirigía a los fariseos, a los doctores de la Ley que querían cazarlo en sus trampas dialécticas, pero ¿y con sus amigos?

Les aseguro que también lo veo gastando bromas a Pedro y a los otros once en la intimidad de sus diálogos. Es cierto que el Evangelio no nos cuenta nada en ese sentido, pero es que el Evangelio nació para transmitir las ‘enseñanzas’ del Maestro, su mensaje, su estilo de vida,…y nada más.

Pero que fuera alegre… ¡Pero si Dios es la fuente de la alegría! ¿Cómo no iba a ser alegre siendo la Segunda Persona del Dios Trinitario hecho hombre? Dios es la alegría misma. Por eso hay que profundizar en el espíritu de la Bienaventuranza.

En Belén, el Ángel ya les dice a los pastores: ‘Os anuncio una gran alegría que es para todo el pueblo: os ha nacido un Salvador’. (Lc. 2, 10). Y ese mismo Salvador, cuando comienza su vida pública y comienzan las primeras críticas sobre el ayuno, compara su misión con un ágape: ‘¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras el novio está con ellos, no tiene sentido que ayunen’. (Mc. 2, 19).

¿Recuerdan cuando llamó a Mateo a seguirle? Asistió a la cena de despedida que éste ofreció a sus amigos para despedirse de ellos por una parte, y por otra, presentarles al Maestro. (Mt. 9, 9-13).

Una persona que dice: ‘Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios’. (Mc. 10, 14), y que jugaría y reiría con ellos disfrutando de su inocencia, es que tiene una alegría interior que la desborda con esas criaturas.

Por otra parte, San Pablo nos dice en su carta a los Filipenses: ‘Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres’. (Fil. 4, 4). Recuerdo incluso que, siendo adolescente, iba a ‘ayudar al sacerdote’ (así lo decíamos) en la Eucaristía dominical, y después de la señal de la Cruz, el sacerdote decía ‘Introibo ad altare Dei’. Y yo respondía ‘Ad Deum qui laetificat juventútem meam’. O sea, ‘Me acercaré al altar de Dios’. Y al responder ‘al Dios que es mi gozo y mi alegría’, realmente estábamos diciendo que la alegría debía ser el estandarte que los cristianos debemos mantener a pesar de todas las dificultades que podamos tener. Precisamente porque la fuente de ella es el mismo Dios.

Dando un paso más, recordamos el gesto de Jesús en Naín. Yendo con sus discípulos y mucha gente se tropezó con el entierro de un muchacho cuya madre, viuda, quedaba totalmente desamparada. Y esto sí que lo dice el Evangelio: ‘El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: No llores. Y acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon. Entonces dijo: Muchacho, a ti te digo: levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar; y Jesús se lo entregó a su madre’. (Lc. 7, 11-17). Esa madre trocó su llanto en consuelo y gozo al ver nuevamente a su hijo junto a ella. ¿Podemos imaginar la locura alegre de esa madre? ¿Podemos imaginar la sonrisa de Jesús cuando le entregó a su hijo? ¿Podemos imaginar un poquito el significado de esta Bienaventuranza?

Cuando Jesús dijo que ‘ellos serán consolados’, no lo dijo por hacer una frase bonita. Es que realmente el consuelo de nuestros sufrimientos viene de Él que también experimentó la tristeza, por ejemplo, cuando le comunicaron que su amigo Lázaro había muerto. Allí se dirigió y cuando vio llorar a María, hermana del fallecido, así como a otros judíos amigos de la familia, se emocionó y pidió que le llevaran donde estaba enterrado. ‘Entonces Jesús rompió a llorar’. (Jn. 11, 1-44).


JOUVENET

Sí, así es. Dios sabe llorar. Dios sabe compartir el sufrimiento humano. Dios sabe solidarizarse con todos nosotros y traernos una esperanza. Es el consuelo divino de un Dios que no está en la estratosfera, lejano a nuestras necesidades, sino tremendamente cercano. Tanto, que es capaz de habitar en el interior de cada uno. En la Eucaristía, por ejemplo.

Las lágrimas de los que sufren, física, psíquica o moralmente, son especialmente fecundas. Sé de enfermos que ofrecen sus oraciones, dolores y sufrimientos especialmente por sacerdotes concretos o en general por todos ellos, así como por las vocaciones. Pero me da la impresión de que el dolor seguirá siendo siempre un misterio que el ser humano no será capaz de descubrir en toda su extensión y significado.


Andrea Mantegna

¿Qué podemos decir del mismo Jesús en Getsemaní? Sufrió lo humanamente indecible ante la Pasión que sabía que ya llegaba. Sabía que había nacido para eso, pero sufrió hasta el extremo de sudar sangre según nos cuenta el Evangelio, pero ¿no lloraría, acaso de un terror que le llevó a pedir al Padre que le librase de ese cáliz? No lo podemos saber, pero conocemos la ternura y asistencia del Padre que le mandó un Ángel a confortarlo. A Él se le podría aplicar esta Bienaventuranza: Bienaventurados los que lloran porque serán consolados. Y esa fue la misión del Ángel. (Lc. 22, 39-44).


Pieter Coecke Van Aelst

Sí. Era preciso que padeciese para llevar a efecto la Redención y así nos lo cuenta el mismo Jesús camino de Emaús, explicándoselo a los discípulos que allí se encaminaban: ‘¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?’. (Lc. 24, 13-35). Desde este prisma, y como destinatarios de la Redención, ¡qué importan los sufrimientos, nuestras lágrimas, si nos sirven para solidarizarnos con la Pasión de Jesús! Es San Pablo nuevamente quien nos da la razón de ser de lo que estoy escribiendo: ‘Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia’. (Col. 1, 24).

Sin embargo no me resisto a comentar también un fragmento de esta Bienaventuranza, pero desde San Lucas, porque me ha llamado la atención, desde siempre, un enfoque muy claro que le da, pero que necesita también una pequeña aclaración, desde mi prisma personal, pero siempre pensando en estar en línea con la Iglesia. Dice: ‘Pero ¡Ay de vosotros que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!’ (Lc. 6, 25).


Bueno. Acabamos de hablar de la alegría. Dios es alegre y nosotros debemos serlo también. ¿Entonces? ¿Qué nos quiere decir? Entiendo que esta expresión nada tiene que ver con el tipo de alegría que hemos comentado. Es otro tipo de ‘alegría’, pienso yo. Me parece que se refiere a esas risas o sonrisas falsas, hipócritas, que algunos van regalando a sus semejantes envolviendo una cruel burla, una crítica solapada con la peor de las intenciones. Yo mismo he sido objeto de ese tipo de risas cuando en el colegio me negué a retirar los crucifijos de las aulas en atención al 96% del alumnado que daba clases de Religión Católica. Pero, miren ustedes. En este sentido me acojo a lo que dice el Eclesiastés: ‘Como crepitar de espinos bajo la olla, así es la risa del necio; también esto es vanidad’. (Eclesiastés 7, 6).

¿Hablamos de las risas de los pederastas que juegan con la inocencia infantil? ¿Y de las risas de los que practican o favorecen el aborto, o se burlan de las cosas más sagradas de nuestra Religión? ¿Y de los que usan y abusan de las personas en las modernas formas de esclavitud en el siglo XXI? Ellos solos se construyen su propia perdición, como nos cuenta el Evangelio en la parábola del todopoderoso epulón que ignoraba al pobre Lázaro y sus mínimas necesidades. (Lucas 16, 19-31). Solamente que hoy, Jesucristo les da un rayo de esperanza, si lo quieren aceptar, mediante el arrepentimiento, el cambio de actitud en su vida y el reencuentro con el Padre a través del Sacramento de la Reconciliación. Quien se acercaba con fe a Jesús, y de eso el Evangelio está lleno de casos, siempre los despedía totalmente llenos. Las expresiones ‘Tu fe te ha salvado’, ‘Vete en paz. Tus pecados te son perdonados’ o ‘Vete y no peques más’, son más que suficientes para enjugar las lágrimas de un pecador arrepentido.

San Pablo nos vuelve a decir: ‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo. Él es el que nos conforta en todas nuestras tribulaciones, para que podamos ser capaces de consolar a los que están atribulados, con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios.’ (2Cor. 1, 3-4). Y, desgraciadamente, hay demasiada gente en tribulación. Y nosotros podemos ser los elementos de los que Dios se vale para enjugar sus lágrimas, pues ‘si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él’. (1 Cor. 12, 26).

Es necesario superar las dificultades a pesar de los bocados que nos dan en el cuerpo o en el alma. Y la alegría, la sana alegría que brota de un corazón rebosante de Dios y de la Virgen, contribuya a crear optimismo a nuestro alrededor y, de esa forma, contagiarla y compartirla. Jesús nos dijo: ‘Mi paz os dejo. Mi paz os doy’. (Jn. 14, 27). ¿No estamos acostumbrados a darla en las celebraciones eucarísticas? Pues hagamos lo mismo en la calle, en el trabajo o dondequiera que estemos. Vale la pena.

Para finalizar lo hago con esta expresión que le decimos a la Madre en esa preciosa oración que es la Salve: ‘A ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas’. Encomendemos nuestras ‘lágrimas’ de todo tipo a su poderosa intercesión.


Que nuestro Redentor y Nuestra Señora del Pilar nos bendigan y acojan nuestras penas y sufrimientos para transformarlos en el gozo y alegría que proporciona el Amor.

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