
El Papa ya está en el Vaticano inmerso en su trabajo, que no es poco. Quedan los gratos recuerdos de su visita, pero debemos continuar nuestro camino. Es este caso, como ya apunté con anterioridad, continuar comentando las Bienaventuranzas. ‘Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios’.
Aquí distingo dos cosas a considerar. Por un lado, qué supone ‘ser pacíficos’. Por otro, qué es ‘ser hijos de Dios’ como consecuencia de ser pacíficos, según se desprende del enunciado de la Bienaventuranza.
Analizando el primer aspecto, pienso que ser pacífico no se refiere solamente a no querer tener conflicto de ninguna clase, ya que eso a nadie nos gusta y cuando tenemos alguno, solemos pasarlo bastante mal. Queremos vivir en paz con todos y acaso eso nos pueda conducir a una pasividad que nos impida desarrollar plenamente nuestro compromiso.
Es cierto que la paz es sinónimo de tranquilidad y de entendimiento entre todos. Es sosiego, serenidad, quietud, reposo,…Y todo eso está muy bien hasta cierto punto, ya que los cristianos no podemos contentarnos con eso. En el fondo, pienso que Jesucristo pide más. Nos pide algo más.

Tal vez debiéramos enterarnos de las causas o razones que hayan podido provocar esa situación, analizarlas en nuestro interior y ver hasta dónde podemos intervenir. Si realmente no podemos hacer nada, pues…mala suerte, pero lo habremos intentado. A fin de cuentas todos somos ‘hijos del mismo Padre que hace salir el sol sobre justos e injustos’. (Mt. 5, 45).

¡Hombre! ¿Cómo puede contradecirse Jesús diciendo una cosa y su contraria? ¿Cómo puede darnos SU paz y decir que ha venido a traer espada? No. Realmente no hay contradicción alguna. Lo contrario de paz, su antónimo, es la guerra. Y Jesús no ha dicho en ningún momento que haya venido a traer la guerra. No tiene sentido eso en boca del Salvador, a quien damos el título de ‘Príncipe de la Paz’, ¿no?

Cuando dice ‘he venido a separar al hombre de su padre y a la nuera de sus suegra’ (Mt. 10, 35), ¿no estamos presenciando, por ejemplo tantos casos como se dan de familias en las que los padres son auténticos testigos y discípulos de Cristo, con una vida de entrega total a la Iglesia, y sus hijos están totalmente alejados de ella y de Dios? Y al contrario. Jóvenes totalmente enamorados del mensaje del Evangelio y fervientes seguidores de Jesús, mientras que los padres hacen lo imposible por apartarlos de esas ideas, en contra de que sean ordenados sacerdotes o del ingreso en alguna Orden religiosa, si sienten la llamada a esa vocación.

Tal vez San Lucas nos expone mejor el pensamiento de Jesús sobre este aspecto al decir: ‘Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión’. ((Lc. 12, 51).
Sí, amigos. El Evangelio no es, en modo alguno, un cuentecito muy bonito que contamos a los niños pequeños, aunque de hecho así lo hagamos para que puedan entender mejor la historia del pueblo de Dios y los hechos de Jesucristo desde su concepción a su Ascensión.

La Paz de Cristo puede y debe desarrollarse en nuestro interior para proyectarse a nuestro alrededor con el testimonio de nuestra propia vida, sin cálculos premeditados, sino intentando hacer efectivos en nosotros los Frutos y Dones que el Espíritu Santo nos pueda dar para ser espejos de Dios.
La transmisión de esa Paz por nuestra parte supone vivir plenamente entregados a los planes y la voluntad de Dios, dispuestos a una cooperación personal con Él en todo momento, lugar y circunstancia, totalmente abandonados en sus manos.

Al cristiano portador de la Paz de Cristo nada debe asustarle ni preocuparle. Santa Teresa de Jesús supo sintetizarlo muy bien: ‘Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta’. De ahí que hagamos todo cuanto Dios pida de nosotros y nos sintamos unidos a Él a través de nuestra oración, de nuestra acción y de los Sacramentos.
Como cristianos responsables, ser pacíficos, aunque no seamos inmunes a roces o discusiones con nuestros semejantes, supone que debemos estar donde esté la verdad y la justicia, con un equilibrio interior que nos conduzca a la imparcialidad necesaria para poder resolver conflictos propios y ajenos con claridad de ideas, serenidad de espíritu y pacificación interior.


Pienso que lo planteado es que tengamos paz entre todos, pero teniendo en cuenta que la actitud de los demás para nosotros puede no ser fácil o no ser aceptada nuestra mediación. Por eso dice al principio de la cita dos cosas, a mi parecer importantes, para lograr nuestra paz con todos: ‘A ser posible’. Evidentemente, si la otra u otras personas no quieren, difícilmente podremos lograr algo. Por eso añade a continuación: ‘y cuanto de nosotros depende’, o sea, que por parte nuestra hay que poner todo cuanto sea necesario para que nadie, ni nosotros mismos, podamos decir o pensar después que ‘hubiésemos podido hacer más de lo que hicimos’.
Para ser conscientemente hijos de Dios, acaso tendríamos que ser plenamente conscientes también de a través de la Paz que Jesús nos da, (¡Atención! No nos la promete. LA DA) hemos de vivir la Vida de Dios en nosotros.
No es necesario insistir en que la filiación divina la tenemos en virtud del Bautismo que recibimos. Por este Sacramento somos miembros del Cuerpo de Cristo y participamos de su misma carne y sangre. Él mismo, cuando enseñó el Padre Nuestro, ya nos mostró que a Dios le debíamos llamar Padre, como Él también le llamaba al invocarlo como ‘Abba’.
San Pablo nos dice: ‘Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita ¡Abba, Padre! De manera que ya no es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios’. (Gal. 4, 6-7).
Este concepto apenas se menciona en el Antiguo Testamento. Es Isaías quien nombra a Dios como Padre: ‘Con todo, tú eres nuestro padre. Abraham no nos conoció y nos desconoció Israel, pero tú, ‘oh, Yavé!, eres nuestro padre’. (Is. 63, 16). También el salmista recoge este aspecto paternal de Dios hacia nosotros: ‘Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado yo’. (Sal. 2, 8). Pero San Juan lo recoge con más nitidez: ‘Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos’. (I Jn. 3, 1).
Todas estas citas pueden darnos pie, perfectamente, para que llevemos (o procuremos llevar) esa Paz regalada por Jesús a cada uno de nosotros, según el espíritu de esta Bienaventuranza. Cuando veamos que nos puede faltar porque nuestro espíritu se agita por la circunstancia que fuere, no vacilemos en acudir a Él. Acaso en nuestro interior oigamos una voz que nos susurre: Juan, Oscar, Carmen, Luisa, Irene,…mi Paz te dejo. Mi Paz te doy’. Será una fuerza increíble para seguir en nuestra permanente lucha por el Reino en colaboración con el Redentor. Estamos empezando el Adviento. Y la Paz se hace presente también a través de Isaías, cuando dice: ‘Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará’. (Is. 11, 6). Y en este tiempo, ese niño convoca nuestra Esperanza, nuestra expectación en el encuentro personal con Él a través de su Nacimiento, que celebraremos en unas semanas, siendo portador de la Paz que todos anhelamos y que ya adulto, nos dará.
Esto tiene un claro peligro que nos lo impediría: el pecado. Es el mayor obstáculo con el que nos podemos encontrar. Pero si vivimos con intensidad una vida fundamentada en la oración y los Sacramentos, lo podremos conseguir. Para ello tenemos un puntal sobre el que apoyarnos que siempre está dispuesto a echarnos una mano y todo el brazo si es necesario, con tal que sigamos a su Hijo: la Virgen. Ella es nuestra mayor valedora ante Dios, nuestra Intercesora en todo cuanto le pidamos y capaz de acogernos en sus amorosos brazos como niños recién nacidos y darnos el calor del Amor que dio también a su hijo Jesús.
ZURBARÁN
Encomendémonos a Ella y a su Hijo. Repitamos con insistencia, como una jaculatoria, lo que decimos en la Santa Misa: 'Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo DANOS LA PAZ’.

Que el Cordero y Nuestra Señora de Itatí nos bendigan, nos protejan y nos llenen de la Paz de Jesucristo.