En los ambientes en los que habitualmente me desenvuelvo, suelo oír comentarios, acaso con más frecuencia de la que debieran hacerse, en los que se cuestionan esa serie de normas que da la Iglesia conocidos como los Mandamientos de la Iglesia.
Cuando no es el primero, es el cuarto. O el quinto. O cualquiera de ellos. Parece que todo el mundo está legitimado para hacer de ellos lo que le venga en gana, con interpretaciones muy pintorescas en ocasiones, que a uno le hacer sonreír…por no llorar.
Analizando esta serie de cosas, llego a la conclusión de que hay una desinformación generalizada sobre lo que realmente son esos Mandamientos y por qué están ahí, pero, desde luego, no son un capricho ni una cabezonería.
JESÚS ENTREGA LAS LLAVES A PEDRO.-Pietro Perugino
‘Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». (Mt 16, 13-20).
‘El que a vosotros escucha, a mí me escucha, y el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y el que a mí me rechaza, rechaza al que me envió’. (Lucas 10:16).
‘Si deseas entrar en la vida, guarda los mandamientos.’ (Mt. 19, 17).
Realmente la raíz de los Mandamientos está ahí en estas frases y algunas más. Voy a intentar analizar y desmenuzar todos y cada uno de ellos.
Para empezar debo decir que tienen mucho que ver (realmente tienen TODO que ver) con la Ley Natural promulgada en el Sinaí , conocida como el Decálogo o Mandamientos de la Ley de Dios, que precisamente por tener el Autor que tienen, son de Derecho Divino y, por tanto, son inamovibles e intocables. Obligan a todas las personas sean de país que sean y tengan la Religión que tengan. Son como son y su contenido es inmutable. Por ejemplo, ‘Oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar’, está en relación directa (lo veremos más adelante cuando tratemos del primer Mandamiento) con ‘Amarás a Dios sobre todas las cosas’.
Los Mandamientos de la Iglesia es ésta quien los ha promulgado para ayudarnos en nuestro camino hacia Dios y en nuestra relación con Él, por consiguiente será ella quien los modifique si lo cree necesario o conveniente. Obligan solamente a los cristianos que pertenecen a la Iglesia Católica.
Por ejemplo. Cuando yo tomé mi Primera Comunión, el ayuno eucarístico consistía en no tomar nada, ni siquiera agua, desde la medianoche anterior al día que debíamos comulgar. Luego la Iglesia modificó esta norma y no se podían tomar alimentos sólidos ni líquidos desde tres horas antes de la Comunión. Agua sí se podía beber pues se consideró que no rompía el ayuno eucarístico. En estos momentos, después de una nueva modificación que facilita recibir la Eucaristía, solamente se debe estar en ayunas una hora antes de comulgar. El agua está permitido tomarla en cualquier momento.
Ya ven. La Iglesia se preocupa de facilitar las cosas para ayudarnos a ir cubriendo etapas en el camino que Dios nos marca a cada uno. Iremos comentando paulatinamente, aunque no exhaustivamente, cada uno de los Mandamientos eclesiales.
Cualquier nación necesita tener unas normas de funcionamiento para que sus ciudadanos convivan, se eduquen y prosperen, entre otras cosas. Son sus Leyes. Ellas marcan los límites de lo permitido.
La Iglesia, como sociedad humana que también es, tiene sus normas y leyes, porque en función del cumplimiento del deseo de Jesús, tiene poder de enseñar, de santificar y de gobernar. El origen de este poder viene del mismo Jesucristo cuando les dijo en la región de Cesárea de Filipo , ‘lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos’. (Mt. 16, 19).
El poder de enseñar consiste, no solamente en transmitir fielmente la doctrina del Maestro, sino también en la orientación a los fieles cuando hay leyes que pueden ser perversas aunque estén dictadas por el Gobierno de cualquier nación, por ejemplo, leyes que favorezcan el aborto o la eutanasia, ya que al ser de Derecho Divino el ‘No matarás’, no admite atenuación alguna. El aborto mata, no solamente a las criaturas que están en el vientre materno, sino también, aunque sea indirectamente, a la hipotética descendencia que esas criaturas hubiesen podido tener: hijos, nietos,…En este poder de enseñar entra también el Magisterio de la Iglesia.
Tiene el poder de santificar desde el momento que es ella la que administra los Sacramentos, fuente inagotable de la Gracia divina que es el mismo Cristo quien nos la da precisamente a través de la Obra fundada por Él en la persona de Pedro, como hemos visto en la cita mencionada arriba de Mateo 16.
En cuanto al poder de gobernar, la Iglesia emite leyes eclesiásticas para que conozcamos nuestras funciones, tanto los sacerdotes y religiosos/as como los laicos, cada uno desde nuestro propio estado. Ahí tenemos el Código de Derecho Canónico, los Documentos de los distintos Concilios y de las Conferencias Episcopales, las Encíclicas de los Papas, las Cartas Pastorales de los Obispos, etc. Desde ellas, ¡a trabajar! Los sacerdotes, religiosos y laicos nos complementamos. Si fuéramos capaces de sacudir la galvana, la comodidad y la abulia que en ocasiones tenemos y nos impiden caminar, con lo cual estamos taponando la actuación de Dios a través de nosotros,…¡otro gallo nos cantaría a los cristianos! Seríamos capaces de transformar el mundo y sus estructuras para que el Reino de Dios fuese ya una realidad en la humanidad. La perfección vendría ya en la otra Vida.
¿Se imaginan el recibimiento que tendrán los que así trabajemos en este mundo, cuando Dios nos llame a su presencia y podamos presentarle los intereses que el Creador ha conseguido a través de los talentos que nos dio cuando nacimos?
Sí, amigos. Cuando la Iglesia promulga Leyes no pretende en absoluto establecer normas dictatoriales. No tendría sentido ni estaría en la línea del Señor. Solamente desea acercarnos cada vez más a Dios, canalizando nuestras aspiraciones de santidad con oración, los Sacramentos y la Liturgia, empujándonos a una participación mejor y más efectiva en la vida de la Iglesia de la que todos los bautizados somos hijos, a cumplir nuestros deberes con Jesucristo en justa correspondencia a su sacrificio por todos y a beneficiarnos de los dones de esa Salvación que nos llegó a través del Verbo Encarnado. Precisamente esa fue la razón de su nacimiento entre nosotros. Para eso vino. Para eso quiso quedarse entre nosotros real, verdadera y sustancialmente en la Eucaristía.
Pudo hacerlo de otra manera, pero eligió precisamente la que todos conocemos: la Cruz. Y después, la Resurrección. Son los designios divinos y ante ellos solamente cabe la oración, la contemplación y la adoración.
La Iglesia es depositaria de la continuidad de la misión de Jesús. ‘Como me envió mi Padre, así os envío yo’. (Jn. 20, 21). Y esto nos corresponde a laicos y sacerdotes. En equipo. Caminando en la misma dirección.
Pero para eso hemos de tener claridad de ideas y voluntad de humildad. Es la Jerarquía quien nos marca la ruta y el espíritu de la obediencia (no la confundamos con el aborregamiento) debemos tenerlo presente continuamente.
Si no lo hacemos así, corremos el riesgo de hacer nosotros de falsos legisladores y fabricarnos una iglesia a nuestra conveniencia que no será, en modo alguno, la fundada por Jesucristo.
De ahí que debamos tener claro en qué consisten los Mandamientos de la Iglesia para no caer en el error de cumplir algo ‘porque sí’, pero desconociendo su por qué, su raíz, su razón de ser. Podríamos caer en el ritualismo o formalismo de los fariseos que hablaban mucho, ensanchaban sus filacterias y alargaban los flecos de sus mantos, (Mt. 23, 5) pero su corazón estaba lejos de Dios.
La Iglesia es Madre y Maestra. Como tal, quiere, como cualquier madre, lo mejor para sus hijos. Ella nos marca lo que podríamos llamar una tabla de mínimos para cumplir en función de nuestra salvación a la que todos aspiramos, pero ¡por favor! No seamos rácanos ni miserables con Jesucristo. Él no merece una respuesta pobre por nuestra parte habiéndolo dado todo por nosotros, con nombre y apellidos.
Hemos de ser cristianos auténticos ante cuya reciedumbre y convicciones otras personas se sientan atraídos por Jesús. Pero ¡cuidado! A ver si vamos a tener tanto ‘celo’, a ver si vamos a ser tan ‘inteligentes’, que vayamos a pensar que los Mandamientos de la Iglesia son indicativos y no preceptivos. Podríamos caer en una ‘personalización’ tan sutil de estos Mandamientos, que en lugar de ser los de la Iglesia fueran los de Fulano de Tal o de Mengano de Cual. Y, lógicamente, eso no es así. Si tenemos alguna duda en su interpretación o práctica, antes de tomar decisiones erróneas que nos competen, consultemos con un sacerdote de nuestra confianza y cuando oigamos su opinión o consejo, actuemos en consecuencia.
No se es más auténtico ni más maduro en la fe cristianamente hablando, haciendo las cosas como creamos o como nos venga en gana aunque sea de buena fe. No apartemos de nuestra visión de las cosas que realmente es el mismo Dios quien nos transmite la doctrina PERO a través de su Iglesia.
Esto lleva consigo potenciar la virtud de la obediencia. ‘Cristo se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en el cielo, en la tierra y en los abismos’. (Fil. 2, 8-10). Y a nosotros nos toca obedecer aunque en ocasiones nos cueste, porque eso supone someter nuestra inteligencia y voluntad a lo que otro nos dice, aunque sea la Iglesia.
Esto no supone, en modo alguno, rebajar nuestra autoestima. En todo caso podría suponer ejercitar la inteligencia. A largo plazo tendremos la satisfacción del deber cumplido. Seamos, pues, leales y fieles con la Iglesia, que es la depositaria de la voluntad de Jesucristo.
De no ser así, podría ocurrir que a pesar de nuestra buena voluntad, perdamos el Reino que el Maestro nos prometió, por cabezotas y autosuficientes. ‘Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos’. (Mt. 18, 3)
‘El que a vosotros escucha, a mí me escucha, y el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y el que a mí me rechaza, rechaza al que me envió’. (Lucas 10:16).
‘Si deseas entrar en la vida, guarda los mandamientos.’ (Mt. 19, 17).
Realmente la raíz de los Mandamientos está ahí en estas frases y algunas más. Voy a intentar analizar y desmenuzar todos y cada uno de ellos.
Para empezar debo decir que tienen mucho que ver (realmente tienen TODO que ver) con la Ley Natural promulgada en el Sinaí , conocida como el Decálogo o Mandamientos de la Ley de Dios, que precisamente por tener el Autor que tienen, son de Derecho Divino y, por tanto, son inamovibles e intocables. Obligan a todas las personas sean de país que sean y tengan la Religión que tengan. Son como son y su contenido es inmutable. Por ejemplo, ‘Oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar’, está en relación directa (lo veremos más adelante cuando tratemos del primer Mandamiento) con ‘Amarás a Dios sobre todas las cosas’.
Los Mandamientos de la Iglesia es ésta quien los ha promulgado para ayudarnos en nuestro camino hacia Dios y en nuestra relación con Él, por consiguiente será ella quien los modifique si lo cree necesario o conveniente. Obligan solamente a los cristianos que pertenecen a la Iglesia Católica.
Por ejemplo. Cuando yo tomé mi Primera Comunión, el ayuno eucarístico consistía en no tomar nada, ni siquiera agua, desde la medianoche anterior al día que debíamos comulgar. Luego la Iglesia modificó esta norma y no se podían tomar alimentos sólidos ni líquidos desde tres horas antes de la Comunión. Agua sí se podía beber pues se consideró que no rompía el ayuno eucarístico. En estos momentos, después de una nueva modificación que facilita recibir la Eucaristía, solamente se debe estar en ayunas una hora antes de comulgar. El agua está permitido tomarla en cualquier momento.
Ya ven. La Iglesia se preocupa de facilitar las cosas para ayudarnos a ir cubriendo etapas en el camino que Dios nos marca a cada uno. Iremos comentando paulatinamente, aunque no exhaustivamente, cada uno de los Mandamientos eclesiales.
Cualquier nación necesita tener unas normas de funcionamiento para que sus ciudadanos convivan, se eduquen y prosperen, entre otras cosas. Son sus Leyes. Ellas marcan los límites de lo permitido.
La Iglesia, como sociedad humana que también es, tiene sus normas y leyes, porque en función del cumplimiento del deseo de Jesús, tiene poder de enseñar, de santificar y de gobernar. El origen de este poder viene del mismo Jesucristo cuando les dijo en la región de Cesárea de Filipo , ‘lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos’. (Mt. 16, 19).
El poder de enseñar consiste, no solamente en transmitir fielmente la doctrina del Maestro, sino también en la orientación a los fieles cuando hay leyes que pueden ser perversas aunque estén dictadas por el Gobierno de cualquier nación, por ejemplo, leyes que favorezcan el aborto o la eutanasia, ya que al ser de Derecho Divino el ‘No matarás’, no admite atenuación alguna. El aborto mata, no solamente a las criaturas que están en el vientre materno, sino también, aunque sea indirectamente, a la hipotética descendencia que esas criaturas hubiesen podido tener: hijos, nietos,…En este poder de enseñar entra también el Magisterio de la Iglesia.
Tiene el poder de santificar desde el momento que es ella la que administra los Sacramentos, fuente inagotable de la Gracia divina que es el mismo Cristo quien nos la da precisamente a través de la Obra fundada por Él en la persona de Pedro, como hemos visto en la cita mencionada arriba de Mateo 16.
En cuanto al poder de gobernar, la Iglesia emite leyes eclesiásticas para que conozcamos nuestras funciones, tanto los sacerdotes y religiosos/as como los laicos, cada uno desde nuestro propio estado. Ahí tenemos el Código de Derecho Canónico, los Documentos de los distintos Concilios y de las Conferencias Episcopales, las Encíclicas de los Papas, las Cartas Pastorales de los Obispos, etc. Desde ellas, ¡a trabajar! Los sacerdotes, religiosos y laicos nos complementamos. Si fuéramos capaces de sacudir la galvana, la comodidad y la abulia que en ocasiones tenemos y nos impiden caminar, con lo cual estamos taponando la actuación de Dios a través de nosotros,…¡otro gallo nos cantaría a los cristianos! Seríamos capaces de transformar el mundo y sus estructuras para que el Reino de Dios fuese ya una realidad en la humanidad. La perfección vendría ya en la otra Vida.
¿Se imaginan el recibimiento que tendrán los que así trabajemos en este mundo, cuando Dios nos llame a su presencia y podamos presentarle los intereses que el Creador ha conseguido a través de los talentos que nos dio cuando nacimos?
Sí, amigos. Cuando la Iglesia promulga Leyes no pretende en absoluto establecer normas dictatoriales. No tendría sentido ni estaría en la línea del Señor. Solamente desea acercarnos cada vez más a Dios, canalizando nuestras aspiraciones de santidad con oración, los Sacramentos y la Liturgia, empujándonos a una participación mejor y más efectiva en la vida de la Iglesia de la que todos los bautizados somos hijos, a cumplir nuestros deberes con Jesucristo en justa correspondencia a su sacrificio por todos y a beneficiarnos de los dones de esa Salvación que nos llegó a través del Verbo Encarnado. Precisamente esa fue la razón de su nacimiento entre nosotros. Para eso vino. Para eso quiso quedarse entre nosotros real, verdadera y sustancialmente en la Eucaristía.
Pudo hacerlo de otra manera, pero eligió precisamente la que todos conocemos: la Cruz. Y después, la Resurrección. Son los designios divinos y ante ellos solamente cabe la oración, la contemplación y la adoración.
La Iglesia es depositaria de la continuidad de la misión de Jesús. ‘Como me envió mi Padre, así os envío yo’. (Jn. 20, 21). Y esto nos corresponde a laicos y sacerdotes. En equipo. Caminando en la misma dirección.
Pero para eso hemos de tener claridad de ideas y voluntad de humildad. Es la Jerarquía quien nos marca la ruta y el espíritu de la obediencia (no la confundamos con el aborregamiento) debemos tenerlo presente continuamente.
Si no lo hacemos así, corremos el riesgo de hacer nosotros de falsos legisladores y fabricarnos una iglesia a nuestra conveniencia que no será, en modo alguno, la fundada por Jesucristo.
De ahí que debamos tener claro en qué consisten los Mandamientos de la Iglesia para no caer en el error de cumplir algo ‘porque sí’, pero desconociendo su por qué, su raíz, su razón de ser. Podríamos caer en el ritualismo o formalismo de los fariseos que hablaban mucho, ensanchaban sus filacterias y alargaban los flecos de sus mantos, (Mt. 23, 5) pero su corazón estaba lejos de Dios.
La Iglesia es Madre y Maestra. Como tal, quiere, como cualquier madre, lo mejor para sus hijos. Ella nos marca lo que podríamos llamar una tabla de mínimos para cumplir en función de nuestra salvación a la que todos aspiramos, pero ¡por favor! No seamos rácanos ni miserables con Jesucristo. Él no merece una respuesta pobre por nuestra parte habiéndolo dado todo por nosotros, con nombre y apellidos.
Hemos de ser cristianos auténticos ante cuya reciedumbre y convicciones otras personas se sientan atraídos por Jesús. Pero ¡cuidado! A ver si vamos a tener tanto ‘celo’, a ver si vamos a ser tan ‘inteligentes’, que vayamos a pensar que los Mandamientos de la Iglesia son indicativos y no preceptivos. Podríamos caer en una ‘personalización’ tan sutil de estos Mandamientos, que en lugar de ser los de la Iglesia fueran los de Fulano de Tal o de Mengano de Cual. Y, lógicamente, eso no es así. Si tenemos alguna duda en su interpretación o práctica, antes de tomar decisiones erróneas que nos competen, consultemos con un sacerdote de nuestra confianza y cuando oigamos su opinión o consejo, actuemos en consecuencia.
No se es más auténtico ni más maduro en la fe cristianamente hablando, haciendo las cosas como creamos o como nos venga en gana aunque sea de buena fe. No apartemos de nuestra visión de las cosas que realmente es el mismo Dios quien nos transmite la doctrina PERO a través de su Iglesia.
Esto lleva consigo potenciar la virtud de la obediencia. ‘Cristo se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en el cielo, en la tierra y en los abismos’. (Fil. 2, 8-10). Y a nosotros nos toca obedecer aunque en ocasiones nos cueste, porque eso supone someter nuestra inteligencia y voluntad a lo que otro nos dice, aunque sea la Iglesia.
Esto no supone, en modo alguno, rebajar nuestra autoestima. En todo caso podría suponer ejercitar la inteligencia. A largo plazo tendremos la satisfacción del deber cumplido. Seamos, pues, leales y fieles con la Iglesia, que es la depositaria de la voluntad de Jesucristo.
De no ser así, podría ocurrir que a pesar de nuestra buena voluntad, perdamos el Reino que el Maestro nos prometió, por cabezotas y autosuficientes. ‘Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos’. (Mt. 18, 3)
Reciban mi más sincera y cordial felicitación por esta nueva Navidad que celebramos junto a Jesús Niño que nos ha nacido y a Nuestra Señora de Cocharcas. Que ellos nos bendigan con abundancia.
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