domingo, 26 de octubre de 2008

EL ESPÍRITU SANTO II


Como me comprometí en mi anterior exposición sobre el Espíritu Santo, parte primera, en la que veíamos la actuación de la Tercera Persona Trinitaria, así como su actuación en el Antiguo y Nuevo Testamentos, voy a profundizar más en este tema y conocer los efectos que tiene sobre las personas con apertura suficiente para su acción en ellos.
Y esto es así porque El Espíritu, aun siendo Dios, respeta la libertad humana y se vuelca solamente sobre aquellos que, aun no sabiendo cómo hacerlo, quieren abrirse a la acción de Dios sobre ellos. ¿Cómo lo hace?
A mí me parece que es a partir de la disponibilidad de la persona y de sus cualidades, valores (tanto humanos como religiosos), aptitudes y ese largo etcétera de lo que cada persona almacena en su interior, que muchas veces ni ella misma conoce.
Es decir, que vamos a ver, sin ser exhaustivos porque no es éste un lugar de mayores profundidades teológicas, los Frutos y los Dones del Espíritu. Si con todo esto pudiera conseguir que ustedes tuvieran un conocimiento mayor de este Ser magnífico y poco conocido, ya habría recibido una de las mayores satisfacciones de mi vida. Empecemos.
¿Qué son los Frutos del Espíritu Santo? En términos generales, el fruto de la planta que sea, es lo que pretendemos que ésta produzca en cuanto a su propia naturaleza. Esto es lo que el Espíritu produce en cada persona con suficiente apertura, disponibilidad y amplios horizontes de mirada.
Como en otras muchas cosas son los símbolos los que nos pueden ayudar a introducirnos en el tema. Yo voy a partir de un racimo de uvas. ¿Por qué? Fíjense. Todos los granos juntos forman el racimo con todos los atributos de la uva para formar el vino.
Cada racimo va unido a su cepa de quien se alimenta con la savia.
Nosotros somos como los granos de uva que formamos el racimo de esa uva llamada IGLESIA con todos nuestros atributos personales: personalidad, genio, carácter, educación, ... Con ellos formamos el Vino de nuestro trabajo por la Iglesia en estrecha colaboración con nuestro Creador a través del Papa, los Obispos y los presbíteros.
Nuestra cepa es el mismísimo Jesucristo de quien nos alimentamos al estar unidos a Él (Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí, nada podéis hacer. (Jn,15, 5)) Nos va abonando con esos Frutos y Dones de su Espíritu y nos poda a través de esas circunstancias de la vida que cada uno tenemos y que cada uno conoce las propias.
Pero, ¿qué son los Frutos del Espíritu? Son perfecciones que Él forma en nosotros como primicias de la gloria eterna. (“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” Mt. 5, 48)
Tienen como función iluminar, instruir, aprovechar, servir... Pueden verse en la vida ordinaria lo mismo en la cocina del hogar que en el cuarto de estar, en el taller, a bordo de una barca de pesca o donde sea. Es decir. Que está presente en lo más cotidiano de nuestra vida.
En su carta a los Gálatas, San Pablo da la descripción más clara de lo que lleva a cabo el Espíritu: amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza, paciencia, modestia,...(Gal. 5, 22-23)
Esta lista la podemos prolongar con otros frutos del Espíritu entre nosotros:

La fidelidad conyugal callada del marido y de la esposa.
La abnegación de quien dedica su vida a cuidar enfermos.
El cumplimiento del deber en la familia y en la profesión.
La confianza en Dios.
La fortaleza en las tentaciones.
La solicitud con el vecino o la vecina en apuros.
La perseverancia de la oración en silencio.
La paciencia en el dolor y en la enfermedad…

Ahora analicen ustedes si todo esto son situaciones absolutamente cotidianas en la vida. ¿De dónde saca la fuerza la mujer cuyo marido fallece y tiene que sacar adelante su familia? ¿Y la persona que tiene a sus mayores viviendo con ella dedicándoles toda su entrega? Y así podríamos estar hablando de situaciones reales en las que la Fuerza de Dios se hace patente a través del coraje de las distintas personas que van capeando sus propias problemáticas.


También se habla de los siete Dones del Espíritu Santo, según el texto de Isaías 11, 1-3 atribuible al mismísimo Jesucristo, el LOGOS:

‘Brotará una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago sobre el que reposará el Espíritu de Yahvé: Espíritu de sabiduría e inteligencia. Espíritu de consejo y fortaleza. Espíritu de entendimiento y piedad. Y pronunciará sus decretos en el temor del Señor’.
Y ¿qué es un don? Es algo que se nos da sin merecerlo. En justicia, somos indignos de los dones, como lo somos de todo aquello que recibimos sin ningún mérito por nuestra parte.

La Iglesia nos habla repetidamente de ellos en la liturgia de Pentecostés. Son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios que nos ayudan a colaborar con las inspiraciones del Espíritu Santo. Sus dones son redención. Robustecen, liberan, salvan... Son promesa y son futuro. Son la vida misma.

Vamos a ver, aunque solamente sea de pasada, qué efectos producen en nosotros:

DON DE TEMOR DE DIOS: Es un sentimiento hacia la majestad de Dios que nos da fuerza para apartarnos del pecado y cumplir la voluntad del Creador. Nos hace vivir en su presencia.
Pero no es un temor servil, de miedo, sino temor de hijos que no queremos ofender a Dios porque lo VIVIMOS, EXPERIMENTAMOS y SENTIMOS como Padre. Es el que nos permite sentirnos amados por Él.
Es el don del respeto a Dios y a las personas. Es el que nos da el sentido de adoración que debe marcar nuestra relación con el Creador. ‘El que teme al Señor es fiel a la amistad’ (Eclesiástico, 6, 17)

El temor santo es el principio de la liturgia. Postrarse es adorar. Cerrar los ojos es ver. Callarse es orar. Todas las ceremonias del templo, (salmos, cánticos, sacrificio, fiesta,) nacen de ese respeto personal y comunitario ante el Señor que todo lo puede.
Es seguir siendo criaturas de humilde vivir enfocando agradecidos nuestro gozo en la sencillez de nuestra terrenidad. Es sentir la consciencia de sabernos nada ante quien lo es todo.
¿Quién hace que sintamos cómo desciende sobre nosotros en la oración el calor íntimo del Creador del universo cuando nos llega una luz a través de un pasaje de Jesús en el Evangelio si no es el Espíritu? ¡Benditas las brisas del Espíritu que sorprenden nuestras almas y nos hacen sentir las emociones de su eterna primavera en nosotros!
Como efectos, produce en nosotros un sentimiento de la grandeza de Dios que nos lleva a la adoración, la admiración y la humildad, así como al firme propósito de no pecar.
Los medios para fomentarlo son la meditación frecuente en la grandeza y bondad de Dios y también la meditación en la malicia del pecado.

DON DE FORTALEZA : Fíjense en la fotografía. ¿Qué se puede escribir aquí? Sobra todo ante lo que representa. Esta es la otra diapositiva que les comenté en el escrito anterior. La encontré sin buscarla. Mi primera mirada fue para su mirada, pero no tuve reaños para escribir nada. Sólo pude contemplar...y orar. Especialmente me fijé después en esa mano y en ese clavo en primer término. Luego, en la mano tendida de Cristo , tal vez hacia nosotros, como si nos pidiera la limosna de nuestra entrega a Él. Ahí me di cuenta de lo que realmente soy y me atrevo a invitarles ahora a que hagan una mirada introspectiva y se comparen ustedes con el LOGOS en esta circunstancia. Analicen si vale la pena su seguimiento.
Me parece que es el mejor exponente del Don de la Fortaleza.
Es el que nos impulsa a practicar virtudes, incluso en grado heroico, con gran confianza en superarlos con la ayuda de la Gracia.
Él es la fuerza, la constancia, la perseverancia, el valor,... Es el don de Consejo hecho acción. El don de la Sabiduría hecha poder.
Es el que mantuvo a Jesucristo en los momentos decisivos, cruciales, de la Pasión, para cumplir la misión redentora que el Padre le confió y con el que pudo soportar su Vía Crucis, su crucifixión, para luego resucitar y vencer TODAS LAS FUERZAS DEL MAL.
Pero el don de la Fortaleza no es sólo para las ocasiones extraordinarias, sino para todas las ocasiones y para todas las horas, instantes y momentos. Es el don que da la fuerza y el coraje para vivir. Para enfrentarnos con la incógnita del día a día. Para cargar con la cruz que cada uno llevamos, hecha a nuestra medida por Dios, que no da a nadie nada superior a nuestras propias fuerzas.
‘El Señor es mi fortaleza’, dicen los profetas en el ejercicio de su ministerio, probablemente cuando se enfrentaban a la dificultad de la labor encomendada.
¿Que somos débiles, sin fuerzas para realizar la tarea del seguimiento de Jesús? Ahí es donde está nuestra propia fortaleza, porque desde nuestra nada actúa Dios y se manifiesta en nuestra debilidad.
Y eso nos permite que nazca ese sentimiento ante la vida de vivirla con alegría, porque el Espíritu transmite alegría ya que es la Alegría misma y la comunica a quienes se abren a su venida.
Sus efectos son proporcionar energía en la práctica de la virtud. Destruye la tibieza en el servicio de Dios. Da valor ante los peligros. Hace soportar el dolor y la enfermedad con alegría.
Para fomentar este don debemos acostumbrarnos a cumplir nuestro deber con exactitud y fidelidad; practicar por amor mortificaciones voluntarias; recibir con frecuencia la Eucaristía.

DON DE PIEDAD: Es un efecto filial hacia Dios como nuestro Padre que es y un sentimiento de fraternidad universal con todas las personas sintiéndonos hermanos y solidarios con todos. Nos hace sentirnos hijos de Dios.
Es el que favorece la unión y la comunicación amorosa entre la familia y los amigos.
Pero el amor que inspira el Espíritu va más allá de la familia y de la amistad, porque abre de par en par las puertas del hogar al huésped que pasa unos días en nuestra casa y es acogido por la hospitalidad le que ofrecemos.
Esta hospitalidad que practicamos nos prepara para recibir la llegada de ese Huésped, con mayúscula, que ilumina, no solamente nuestras veladas, sino también nuestras vidas.
También hace que nos sintamos hijos de Dios. Y siendo así, hace sentirnos también hijos de María, la Madre y Señora de las familias, de los jóvenes y de todos los seres humanos.
Podemos ver como efectos nuestros sentimientos como hijos hacia Dios, en quien nos abandonamos confiadamente, y la visión del prójimo como hijo de Dios y hermano nuestro.
Tenemos como medios para abrirnos a ese Don el participar en actividades encaminadas a ayudar a los demás: Cáritas, visitas y cuidados a enfermos y necesitados, etc.

DON DE CONSEJO: Inspirados por el Espíritu Santo vemos en los casos particulares y concretos lo más conveniente para nosotros según el Evangelio.
Nos aconseja en la postura difícil, en el problema familiar, en la decisión dudosa, en la solución práctica,... Nos trae la reflexión, la atención constante para dirigir nuestra vida.
Es la palabra oportuna, el consejo leal, el momento de luz cuando todo lo vemos negro. Es el saber escuchar en silencio y atentos cuando alguien nos habla en la confianza que nos tiene.
Nos permite saborear el silencio que puede ser el mejor consejero para oír los sonidos de Dios, la música de Dios, en nuestro interior.
Es éste un don social que nos une a unos y a otros en la búsqueda del camino recto y acertado que nos acerque a Dios. Nos hace ver su visión de las cosas para hacerla nuestra propia visión.
Busca en todo momento la verdad y sabe cómo hacerla suave y amable realidad en cada momento y ocasión.
Como efectos vemos que nos preserva de una falsa conciencia y nos va formando en la conciencia recta. Nos ayuda a resolver situaciones difíciles e imprevistas. Lo fomentamos a través de la obediencia a la Iglesia y su doctrina y a la atención a Jesús por el silencio interior.

DON DE CIENCIA: Por él, como dicen los teólogos,
juzgamos rectamente de las cosas creadas en orden al último fin sobrenatural.
Nos permite descubrir en la naturaleza la huella de Dios. Nos hace ver rápidamente el estado de nuestro interior. Nos dice cómo hemos de tratar al prójimo. Nos inspira qué debemos decir para el bien de los demás.
El nos ayuda a hacer nuestro el don de la Creación y la manera de apropiárnosla para conocerla, entenderla, expresarla...
Nos hace conocer cómo es la Casa que Dios ha dispuesto para que vivamos en ella.
El secreto último del don de la Ciencia consiste en entender la Naturaleza porque a través de ella podemos ver a Dios como Creador.

DON DE ENTENDIMIENTO: Nos capacita para penetrar e intuir las cosas que Dios nos ha revelado, las verdades de nuestra fe, y nos descubre el sentido oculto de las Sagradas Escrituras.
Nos hace entender lo que más merece la pena entender: a Jesús, el LOGOS, entender su doctrina, profundizarla, hacerla llegar a nuestro corazón. Ver cómo nos habla a través de sus renglones torcidos.
Nos permite escapar de la rutina de un cristianismo de superficie y de ser unos discípulos del montón. Nos hace descubrir nuestras profundidades más íntimas y revela a nuestros ojos los tesoros que anidamos en nuestro interior.
Cuántas veces estamos leyendo algún pasaje bíblico, tal vez del A.T. y de repente, ¡¡FLASH!! Ante nuestros ojos atónitos se ilumina nuestra mente y vemos el mismo rostro del Dios en ese pasaje que a lo mejor habíamos leído montones de veces y que no nos había dicho nada.

Ahí está el aleteo del Espíritu en nuestra conciencia, en nuestra alma. Es el Espíritu de Pentecostés que se renueva y se hace presencia en nosotros. Es el regalo que ese Gran Desconocido, el Espíritu, nos está dando para enriquecer nuestros corazones. ¡Déjense sorprender por Él abriéndose de par en par a su luz!
Es el sentido profundo de esta bienaventuranza: ‘Bienaventurados los limpios de corazón, porque ELLOS VERÁN A DIOS’. Es entender la obra de Dios en la Historia humana y en la vida propia.
Son medios para desarrollarlo avivar la fe, la honradez del corazón, la fidelidad a la Gracia y la invocación al Espíritu Santo.

DON DE SABIDURÍA: Es inseparable de la caridad, del amor. Con él juzgamos rectamente de Dios y de las cosas diarias.
Da sentido divino a todos los acontecimientos y nos permite vivir lo divino, es decir, la unión con la Trinidad.
Nos da a conocer su verdad y el sentido de la vida. Es don que nos permite SABOREAR las cosas de Dios, su presencia en nosotros y en los demás,...
Nos permite saber discernir, disfrutar, agradar,...
De él surge la espontaneidad con Dios, la alegre confianza, el hondo sentir,...
Es el que hace que tengamos facilidad para movernos con soltura en cualquier ambiente por el sentido que tiene cada situación que nos toque vivir.
Este don del Espíritu nos despierta la capacidad de disfrutar y admirar a fondo las cosas. ¿Quién nos descubre el equilibrio de un paisaje, el secreto de un verso o el encanto de una melodía?

Es el don de vivir, de apreciar el valor de la vida, del aire, de las aves,...

Nos hace recobrar las brisas del primer edén donde el amanecer de cada día era un canto de esperanza y cada atardecer era la plenitud de la persona recién creada que paseaba con Dios por las tardes.

Es el que nos da paz y serenidad en la mirada y alegría en la compañía mutua mientras vemos a Dios paseando junto a nosotros en este tren diario de la vida en el lugar que nos ha puesto y al que nos ha llamado para hacer realidad Su Reino.

El Libro de la Sabiduría nos dice: ‘En la Sabiduría hay un Espíritu inteligente, santo, único y múltiple, sutil, ágil, penetrante, inmaculado, cierto, impasible, benévolo, agudo, libre, bienhechor, amante de las personas, tranquilo, todopoderoso, omniscente, que penetra en todos los espíritus inteligentes, puros y sutiles. (Sab.7, 22 y 23).Como medios podemos actualizar la presencia de Dios durante todo el día, es decir, ver los acontecimientos diarios desde el prisma de Dios. No preocuparnos tanto por las cosas materiales (como decía Sta. Teresa: ‘Sólo Dios, basta’)

También en nuestros días se dan dones especiales del Espíritu con el fin de edificar y mover de forma extraordinaria a la comunidad creyente: son los CARISMAS.
El Espíritu santo se manifiesta a través de nosotros, de muchas maneras y su manifestación puede ser a través de un carisma de Profecía, puede ser a través del carisma de Pastor, a través del carisma de vida religiosa que es uno de los carismas del Espíritu Santo, a través del carisma de sanación, de milagros, carisma de lenguas, de manera que los carismas son algo muy normal en la vida de la Iglesia.
Los "dones," los "carismas," son los regalos especiales que trae el Espíritu. Son "regalos" personales, distintos a unos de a otros. Así lo describe San Pablo: 'No quiero hermanos que ignoréis lo tocante a los dones espirituales... A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad. A uno le es dado por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu…' (1 Corintios 12, 1-11).

En la lista de Corintios hay 9 carismas que se pueden distribuir en tres grupos:
1. Carismas de la mente: Sabiduría, Ciencia, Discernimiento de Espíritus.
2. Carismas de acción: Milagros, Sanaciones, Fe (de la que mueve montañas).
3. Carismas de la lengua: Profecía, Lenguas, Interpretación de lenguas. (1Cor.12:8-10).

Tienen un aspecto distinto de los que tenían las primeras comunidades cristianas, porque ahora hay otras necesidades y la sociedad está reclamando algo propio de estos tiempos: una actuación como laicos eficazmente comprometidos en las estructuras de la Iglesia, como nos dice el Vaticano II; un compromiso temporal incardinado en las estructuras sociales de nuestros tiempo; llevar nuestra vida ordinaria cristiana vivida de forma extraordinaria, ... etc.
¿Qué nos dice este Concilio que todos hemos conocido y vivido en nuestros años jóvenes, y que aún está casi sin estrenar?

“El Espíritu Santo reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere sus dones, con lo que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que son útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia”.

“Los cristianos tienen dones diferentes. Por ello deben colaborar en el Evangelio cada uno según su posibilidad, facultad, carisma y ministerio”.
Es la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, lo que confiere a cada creyente el derecho y el deber de ejercitarlos para bien de la Humanidad y edificación de la Iglesia en medio del mundo...”

Así pues, El Espíritu Santo es el mismo Espíritu de Dios, es Dios que nos anima, fortalece, conforta, aconseja y santifica después de la ausencia física de Jesús en la Ascensión.
Es el mismo Espíritu que en Pentecostés llenó a los apóstoles en el cenáculo y los impulsó a predicar a Cristo resucitado.
Es el mismo Espíritu que marca la actuación de los primeros tiempos de la Iglesia naciente e inspira la predicación de Pedro, de Pablo, de Bernabé y de todos los demás.
Es el mismo Espíritu que ayudó a los primeros mártires cristianos en la arena de los circos romanos dando su sangre por Jesús y el Evangelio y hoy en otros lugares del planeta Tierra.
Es el mismo Espíritu que en las difíciles y borrascosas etapas de la Iglesia a través de la Historia ha suscitado hombres y mujeres como Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Catalina de Siena o Carlos de Foucauld, entre muchísimos otros para que las puertas del infierno no pudieran nada contra ella.
Es el mismo Espíritu que asiste especialmente a los cardenales cuando tienen que elegir el Papa.
Es el mismo Espíritu que nos alienta y nos da fuerzas a todos nosotros cuando sentimos la llamada de la comodidad, la tentación del abandono y nos da fuerza para seguir luchando y perseverando para hacer presente aquí y ahora el Reino de Dios.
Es el mismo Espíritu que dirige la Iglesia desde el Papa hasta el último niño bautizado y nos une y nos congrega a los cristianos alrededor de Cristo en la Eucaristía.
Ese Cristo que ha venido a manifestarnos el misterio de Dios como Padre realizado plenamente a través del Espíritu.
San Pablo, en la carta a los Romanos dice: ‘El mismo Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios’. (ROM.8, 16) Y en Gálatas: ‘Puesto que sois hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita ¡ABBÁ! (¡PADRE!), de manera que ya no somos siervos, sino hijos, y si hijos, también herederos’. (Gal. 4, 6-7).

Sólo el Espíritu nos permite situarnos como hijos ante el Padre. Sólo Él nos ha permitido descubrir en Jesús el amor y la misericordia del Padre manifestada en su Hijo. Y eso porque Él es el amor mismo, como dice San Juan.
Ese Espíritu que es Persona divina y a la vez acción de Dios, es llamado Espíritu de Santidad, porque es en virtud de su acción como las personas podemos progresar en santidad a la que somos llamados a diario por Dios sin excepción, sea cual fuere nuestra situación.
Es el Espíritu de Amor porque es la presencia cariñosa de Dios en nosotros y porque su obra, que somos nosotros, es obra de amor.

Eso quiere decir que una persona que deje actuar libremente al Espíritu no tiene que preocuparse de nada ya que Éste se encarga de infundirle amor, de enseñarle a amar, pues ya no ama con amor propio sino por amor de Dios.
La acción del Espíritu en nosotros es tan suave que apenas se percibe. Tanto es así que a simple vista no notamos sus efectos. Es un trabajo secreto en nuestros corazones.
Sabemos que al comprometernos con el Evangelio trabajamos en una tarea que no podemos hacer solos. Jesús lo ha dicho: ‘sin mí, no podéis hacer nada’. Continuamente nos vemos frenados por las tentaciones y las limitaciones.
A veces tenemos la certeza de que Dios nos acompaña y sostiene, pero otras veces Él se oculta aparentemente y entonces necesitamos la seguridad de la fe para oír a Dios en el silencio.

Como humanos deseamos ver resultados inmediatos en nuestras obras, ver obras espectaculares, y por eso la acción del Espíritu nos parece ineficaz o inexistente. Hay que tener mucha firmeza y tacto espiritual para percibir su acción en nosotros, en la Iglesia y en el mundo.
Él insinúa, susurra en nuestro interior lo que nos puede acercar o llevar a Dios, pero hace falta saber escucharlo porque habla muy bajo para no quitarnos la libertad, ya que Él nos quiere libres.
Actúa en nosotros, sí, pero no sustituye su acción por la nuestra. Al contrario. Nos hace ser responsables y dueños de nuestra vida.
Nos hace ver, querer y elegir lo mejor, pero somos nosotros los que vemos, queremos o elegimos lo mejor. El Espíritu nos hace libres porque Él es la misma libertad de Dios.

El mayor obstáculo y dificultad para escucharle y seguir sus inspiraciones serán nuestro orgullo, nuestra suficiencia, nuestra excesiva confianza en nosotros mismos. Los sencillos, los inseguros, los pobres de espíritu notan más fácilmente su acción.
Acción que en cada persona es totalmente personal y única. Él viene a fortalecer, iluminar, impulsar a cada uno según su forma de ser y su circunstancia.
¿Cómo podemos favorecer su acción santificadora y colaborar con ella? El Espíritu Santo nos dice que la atención de Dios está llena de amor y recae sobre todos nosotros.

Por eso estamos llamados a transmitir y vivir la Buena Noticia del Amor de Dios a todas las personas, interiorizándola primero nosotros y haciéndola nuestra.
Eso es un trabajo personal nuestro con ayuda del Espíritu: ponernos en actitud de escucha ante el Evangelio y buscar en él la intención de Dios, lo que quiere de nosotros.
El Espíritu nos iluminará y ayudará, pero somos nosotros los que hemos de hacer eficaz la Palabra de Dios en nuestra vida.
Y otro trabajo que se nos pide es conocernos a nosotros mismos. Saber cómo somos realmente. Ver qué podemos potenciar en nosotros y ver que hay que pueda impedir que el Espíritu actúe en nosotros para que a través de nosotros Dios continúe haciéndose presente en el mundo.

En definitiva: TODO PARA EL SEÑOR.
Nada de tacañerías, regateos o medias tintas. Generosidad y totalidad. Que arda nuestra vida, con todo lo que somos, pensamos y deseamos, en homenaje pleno al Dios que nos creó.

No nos quedemos con nada porque todo nos viene de Él, no reclamemos estipendios porque sabemos que Él nos los dará al terminar la jornada de nuestra vida.
Pongámoslo todo sobre el altar de la Eucaristía y de la vida como gesto de entrega total y sin condiciones. Será una ofrenda digna de Dios, Señor absoluto de nuestro ser porque nosotros somos parte de su creación y prolongación de la misma.

Los frutos y los dones del Espíritu así como los carismas que se nos entregaron completarán y harán llegar a Dios nuestra oblación como criaturas creadas por Él.
Y para terminar, una recomendación, fruto de la propia experiencia: ¡Déjense llevar por el Espíritu!

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