domingo, 31 de octubre de 2010

Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.





He estado meditando antes de ponerme a escribir sobre esta Bienaventuranza, porque si hay algo de lo que estamos ciertos los cristianos es de la misericordia de Dios con quien se reconoce pecador y, honradamente, reconociendo sus faltas se vuelve hacia Él. Pero también es cierto, y de esto no solemos acordarnos tantas veces, es de su justicia.

¿Y cómo podría exponer todo esto? Porque, como en anteriores ocasiones, me vienen muchas ideas de golpe y necesito ponerlas en orden. Vamos allá.

Una de las cosas de las que primero me acordé, es de este fragmento de Isaías. Dice Dios: ‘Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarían blancos como la nieve’. (Is. 1, 18). Ya partimos de que la voluntad de Dios, como decía al comienzo, está inclinada al perdón, por grandes que sean nuestros pecados. Realmente, quien puede perdonar es Él y para eso envió a su Hijo, el cual, además de predicar el Reino y la voluntad de Dios con la humanidad, llevó a cabo la Redención para beneficiarnos de la amistad divina. En ese sentido, San Pablo lo llama ‘Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo’ (II Cor, 1, 3).

Personalmente me gusta fundamentar mis exposiciones y argumentos en las Sagradas Escrituras. No en vano es la Palabra creadora de todo. San Juan ya nos lo dice al principio de su Evangelio: ‘Al principio era la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios… Vino a los suyos y los suyos no le recibieron…’ (Jn. 1, 1-12). Y, sinceramente, me parece que nosotros sí que la recibimos. Ahora y en cualquier momento, porque la Palabra siempre es actual. Veintiún siglos desde aquel Gólgota así lo avalan. Y si contamos los del A.T….

Y siguiendo con esta idea, anoto lo que dice el salmista: ‘Levanta del polvo al pobre y alza del estiércol al desvalido, dándole asiento entre los príncipes, entre los príncipes de su pueblo’ (Sal. 113 (V. 112), 7-8). Fijémonos que Dios no tiene en cuenta nuestra condición de ser nada en comparación con Él, sino que nos creó ‘para Él’, como dijo San Agustín.

Todas las manifestaciones de la inclinación de Dios a la misericordia contenidas en el Antiguo Testamento, Jesús las actualiza a lo largo de sus tres años de vida pública con una genial pedagogía contenida en las parábolas, pero en la expresión de ‘yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores’ (Mt. 9, 13), está contenida la acción misericordiosa de Dios, de la que tantas veces hizo patente nuestro Salvador: la samaritana, la adúltera, Zaqueo, el mismo Mateo, etc.

Pero hay una idea que me asalta la mente. Cuando hacemos referencia a los pecadores, ¿no nos dará la impresión de que lo contenido en el Evangelio pasó en aquel tiempo y que ahora no tiene tanta actualidad? Porque a juzgar por los elementos de juicio que personalmente tengo, que se dan en los ambientes en los que me desenvuelvo, ‘eso’ del pecado ya no está de moda. Está desfasado o ya no existe. Pero miren ustedes.

Cundo nos estamos encontrando con gente que promociona la droga y destruye nuestros jóvenes, cuando con la insidiosa pretensión de ‘educar’ a nuestros niños (aunque parezca mentira, desde los seis u ocho años) se les roba la inocencia enseñándoles a TODO en algunas aulas, cuando se mata a criaturas inocentes en el vientre materno, cuando se pierde el valor de la vida y se asesina fríamente a un semejante nuestro, cuando se dan enriquecimientos ilícitos y un larguísimo etcétera que va en contra del Decálogo en pleno y fomenta los siete pecados capitales, si no existe pecado ¿a dónde vamos a parar?

Si el Libro de los Proverbios nos dice que ‘el justo aunque peque siete veces al día, otras siete se levante’ (Prov, 24, 16), lo que nos está indicando es que estamos predispuestos al pecado porque nuestra naturaleza humana está inclinada al mismo y, por tanto, aunque llevemos una vida de entrega y tengamos una voluntad de vivir la Gracia, siempre habrá alguna falta, por pequeña que sea, que nos impida la perfección a la queremos llegar.

Pero Dios siempre estará a nuestro lado para darnos ese perdón, aun sabiendo que volveremos a caer. Ese es el sentido que Jesús le da a la respuesta a Pedro cuando éste le pregunta hasta cuántas veces hemos de perdonar: ‘Hasta setenta veces siete’ (Mt. 18, 22), es decir, siempre.

Bartolomé Esteban Murillo

Permítanme que comparta con ustedes una vivencia muy especial. En 1966 hice mi Cursillo de Cristiandad. Cuando oí en la Capilla la meditación de la parábola del hijo pródigo, la dejé transcurrir tranquilamente. ¡Si ya la conocía! Pero luego me vino el palo. Al final de la parábola, se expuso el ‘más allá’ de la actitud del padre. Y ahí se despertó toda mi atención ante el comentario del sacerdote que la exponía: ‘El padre le perdonó, le puso el anillo y mató el ternero cebado, PERO SABÍA QUE SE VOLVERÍA A MARCHAR. Y cuando lo hizo, volvió a esperarlo para volver a perdonarlo. Y esa es la actitud con nosotros del Padre Dios. Nos recibe, nos abraza en el Sacramento de la Reconciliación y realiza en el cielo el festín correspondiente por el pecador arrepentido que vuelve ‘a casa’, y está preparado para un nuevo festín cuando volvamos a caer y a levantarnos para volver al Padre’. Está claro que estas palabras no son textuales, pero sí la idea, el mensaje que encierran.

Les aseguro que esa noche no dormí. Era un descubrimiento de Dios en el que no había caído en la cuenta. Era la comprensión clara de que Dos está muy por encima de actitudes intelectuales y que el amor que siente por nosotros va más allá, infinitamente más allá, de lo que nos podamos imaginar. Y aquello me hizo mucho bien en mi interior. Jamás he podido olvidar esa meditación porque me hacía ver las entrañas de misericordia de Dios hacia todos nosotros. Porque lo importante, volviendo al Libro de los Proverbios, es que si 'el justo, aunque peca siete veces, se levanta otras tantas’, estamos ante la actitud correcta de confianza absoluta con el Padre.

Hasta ahora he intentado exponer, con toda idea, la intención misericordiosa de Dios con nosotros, y basado en esta actitud divina, intentar ‘aterrizar’ en nuestra realidad e ir viendo el sentido de la Bienaventuranza que nos ocupa.

El mandamiento de amarnos unos a otros como Él nos amó, abarca a TODOS, tanto a los que nos ofenden como a los que no lo hacen. Y hay ocasiones (quizá demasiadas) en que nos cuesta perdonar. Y eso entra dentro de nuestra naturaleza. No obstante, como cristianos comprometidos con el Maestro, tenemos obligación de estar en comunión con Él y aprender de Él que perdonó a los que le crucificaban. Y cuando perdonemos a quien nos pueda ofender, acaso estemos dando un gran paso para facilitarle el reconocimiento de su error y su enmienda.

Eso pongámoslo en manos de Dios. Nosotros pongamos de nuestra parte cuanto podamos y luego no pretendamos colgar de nuestro cuello la ‘medalla’ de ningún mérito, porque quien realmente lo tiene es quien dio su Sangre por todos. En definitiva, es intentar ponernos nosotros dentro del ‘pellejo’ de quien nos ofendió y pensar si fuésemos nosotros los que estuviésemos en esa situación, qué nos gustaría que hiciesen con nosotros.


¿Recuerdan la parábola del rey que perdonó a un siervo suyo y éste no quiso perdonar a un compañero de trabajo que le debía un suma ínfima? (Mt. 18, 23-35) No es necesario escribirla, pero sí que me detengo en el final que le da Jesús: ‘Así hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonare cada uno a su hermano de todo corazón’. Sinceramente. Es preferible que el Maestro nos diga ‘bienaventurado eres por tu misericordia’ a que nos eche en cara la dureza de nuestro corazón, ¿no creen?

Perdonando las ofensas, además de hacer realidad lo que rezamos en el Padre Nuestro, estamos haciendo realidad el contenido de esta Bienaventuranza. Y alcanzar la Misericordia del Señor, es un objetivo que debemos intentar, ya que facilidades por Su parte no nos van a faltar. Además, vivir el perdón es participar también el perdón de Dios a todos, porque es Padre de TODOS.

Les dejo con estos pensamientos sobre la misericordia.


¡Oh, hombre! ¿Cómo te atreves a pedir si tú te resistes a dar? Quien desee alcanzar misericordia en el cielo debe él practicarla en este mundo. Y por esto, ya que todos deseamos la misericordia, actuemos de manera que ella llegue a ser nuestro abogado en este mundo, para que nos libre después en el futuro. Hay en el cielo una misericordia, a la cual se llega a través de la misericordia terrena. (San Cesáreo de Arlés. Sermón 25).

Todo aquel que por amor se compadece de cualquier miseria ajena se enriquece, no solo con la virtud de su buena voluntad, sino también con el don de la paz. (San León Magno. Sermón 6 sobre la Cuaresma).

No hay mayor misericordia que otorgar el perdón a quien nos ha ofendido. (Santo Tomás. Sobre la Caridad).


Que nuestro Salvador y Señor y Nossa Senhora Aparecida nos bendigan y protejan.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ella no tiene poder, Pero Cristo si tiene poder el sana y salva