miércoles, 30 de agosto de 2017

Dolor...,enfermedad...,¿por qué? (VI)

JESÚS CURA UN CIEGO.-ANDREA MANTEGNA.-RENACIMIENTO
      Decía en la entrada anterior: 'Hubo una persona que dentro de ese contexto quiso aportar un sentido muy diferente de la enfermedad y el dolor  derribando aquellos conceptos y dando unos aires nuevos al sentido de la enfermedad y del dolor: los curaba y, por si fuera poco, a los mismos enfermos les perdonaba sus pecados'. Y también vimos que era Jesús de Nazaret quien así obraba con los enfermos. y no olvidemos que los Evangelios no nos cuentan todos los casos que iba curando, aunque en algunos casos sí que citan, aunque no en número, que 'curó a muchos'. Por ejemplo, San Marcos nos dice:
     
EL ENDEMONIADO DE GERASA.
WILLIAM HOLE
'Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Y no dejaba hablar a los demonios, pues le conocían'. (Mc. 1, 32-34).
      Analizando las curaciones de Jesús estoy convencido que se puede deducir con facilidad una cosa que, al menos para mí, es evidente: A Él no le gusta la enfermedad ni el sufrimiento que en muchísimas ocasiones conlleva. A partir de ahí no es nada complicado inferir que el dolor y las enfermedades no es Dios quien las envía como muchas personas dicen ni tampoco son castigos que envía el Señor, como creían los antiguos israelitas, y aun hoy así lo creen algunas personas.
      No estará de más que recordemos que la noche del prendimiento en Getsemaní, Jesús lo pasó muy mal. Sabía que el momento para el que había nacido y los profetas habían anunciado, ya había llegado, pero como hombre auténtico que era sufrió lo que no podemos imaginar. Lucas nos lo transmite así: '...y puesto de rodillas oraba diciendo: -Padre, si quieres aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Se le apareció un ángel del cielo que lo confortaba. Lleno de angustia oraba más intensamente y sudó como gruesas gotas de sangre que corrían hasta el suelo'. (Lc. 22, 42-44).

      No. No lo debió pasar muy bien, ¿verdad? Incluso pienso, después de haber reflexionado este sufrimiento de Cristo, que su actitud encierra una enseñanza para toda la Humanidad: el sentido humano del dolor. Y para nosotros, cristianos, aún existe otra enseñanza más profunda: el sentido CRISTIANO del dolor y de la enfermedad.
      Me viene a la memoria sor María Faustina. Dicho así es posible que no sepan a quién me refiero. Pero su apellido era Kowalska. Y si añado que era una religiosa polaca pienso que la identificarán del todo. Estuvo muy enferma y murió de tuberculosis, pero su vida fue un constante sacrificio y ofrecimiento de su enfermedad y su dolor. Jesucristo la eligió para que conociéramos la devoción a su Divina Misericordia.
      Y mientras escribía lo de arriba, he recordado también a otra religiosa, la beata Ana Catalina Emmerick. Le aparecían estigmas en Navidad y Año Nuevo. En 1813 tuvo un accidente y quedó inválida. Desde ese año hasta su muerte en 1824 se alimentaba únicamente con la Sagrada Comunión y agua. Nos podemos imaginar lo que tuvo que padecer. San Juan Pablo II la beatificó en 2004.
     
      Pero además de estos dos casos, ¡cuántos más habrá en el mundo que anónimamente ofrecen a Dios sus sufrimientos físicos e incluso los psíquicos! Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tiene? Un amigo mío que tuvo una temporada bastante amarga, me decía que cuando le daban fuerte los dolores, se acordaba del sufrimiento de Jesús en su Pasión y en el Calvario. Y él le ofrecía el suyo y lo ponía al pie de la Cruz. Eso le ayudaba muchísimo. ¿Recuerdan esta frase?: 'Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia'. (Col. 1, 24). En ella esté resumido el sentido que debe tener el sufrimiento para los cristianos: la unión con nuestro Redentor.
       
      No pueden echarse en saco roto las palabras de San Juan Pablo II que incide en el contenido del mensaje de San Pablo. Son extremadamente claras. Fíjense: 'Vosotros tenéis que desarrollar una tarea altísima, estáis llamados a completar en vuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo, que es la Iglesia. Con vuestro dolor podéis afianzar a las almas vacilantes, volver a llamar al camino recto a las descarriadas, devolver serenidad y confianza a las dudosas y angustiadas, Vuestros sufrimientos, si son aceptados y ofrecidos generosamente en unión de los del Crucificado, pueden dar una aportación de primer orden en la lucha por la victoria del bien sobre las fuerzas del mal, que de tantos modos incidían a la humanidad contemporánea. En vosotros, Cristo prolonga su pasión redentora. ¡Con Él. si queréis, podéis salvar el mundo!' (S. Juan Pablo II.- Turín, 13 de abril de 1980).
      Incluso hablar a Dios de los sufrimientos o dolores que tenemos, tanto en la oración como en una conversación que podríamos tener con Él en un momento de intimidad espiritual. O hablar y gastar bromas a las personas que nos rodean, que nos cuidan o atienden para no hacérselo más pesado y que no sufran tanto al vernos más animados. Dirigirles una sonrisa a la vez que unas palabras amables suele ser muy bueno para todos y hacerlo todo más llevadero.
       El Libro de los Salmos no tiene desperdicio alguno. Siempre nos enseña algo cuando somos capaces de abrir nuestros sentidos al contenido de lo que el salmista se vuelca en lo que siente y lo escribe dejándose llevar de la mano del Espíritu. Han llegado hasta nuestros días igual que cualquier otro Libro del Antiguo o del Nuevo Testamento. Pero además de la parte literaria o histórica, los Salmos llevan pedazos de los sentimientos de quienes los han escrito. 

      No sé lo que movió al escritor del Salmo 103 a plasmar sus sentimientos por escrito, pero les puedo asegurar que me sentí aludido cuando comencé su lectura y uve que pasar de inmediato a la oración cuando llegué a este fragmento: '¡Bendice alma mía a Yavé y no olvides ninguno de sus favores! Él perdona tus pecados. Él sana tus enfermedades. Él rescata tu vida del sepulcro y derrama sobre tu cabeza gracia y misericordia. Él sacia tu boca de todo bien, y renueva tu juventud como la del águila'. (Salmo 103(102), 2-5).
      En la oración de ese día descubrí que también podía orar escribiéndole cartas a Dios. Mucho bien me hicieron y esta experiencia la transmití a las personas que asistían a la Catequesis de Adultos que impartíamos mi esposa y yo junto con el Vicario de nuestra parroquia. De las 50 personas que solían asistir a la catequesis por término medio, alrededor del un sesenta y cinco por ciento nos comentaron el bien que les había hecho esta forma de orar, aunque seguían practicando la que hasta ahora tenían. Es la riqueza de la oración. 

      Que Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y su Hijo nos bendigan y ayuden.

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