miércoles, 22 de julio de 2009

Honrarás a tu padre y a tu madre (y a tus mayores)

Sí. Ya estamos en casa, gracias a Dios. Nuevas vivencias…nuevo enriquecimiento interior…pero…

Hay momentos en los que uno se encuentra con situaciones que le hacen reflexionar. A nuestra llegada al balneario hemos acudido a la Misa vespertina que se celebra a diario en la capilla. En el presbiterio hay un hombre muy mayor en silla de ruedas. Comienza la liturgia y en el momento de la Comunión el sacerdote celebrante se aproxima a la persona inválida y, con una delicadeza especial, deposita en su boca la Sagrada Hostia. Me llamó la atención. Realmente no había nada de especial, pero sí tenía algo que me llamaba la atención.

Al finalizar nos acercamos mi esposa y yo a saludar al sacerdote y… nos explicó los motivos por los que estaba allí, sin preguntarle nada nosotros. La persona que ocupaba la silla de ruedas era su padre. Noventa y ocho años y con suficiente lucidez mental para mantener correctamente una conversación. Su hijo, el sacerdote, se ocupaba de él, lo cuidaba con cariñoso esmero y lo había llevado a los baños termales para mejorar su salud física.

Esta anécdota me ha llevado a plantear el inicio del Cuarto precepto de la Ley divina y a mí, personalmente, ¡cuántos recuerdos afloran en mi memoria! Inevitablemente acuden imágenes de mi niñez, adolescencia y juventud básicamente, que se desarrollan en base a las personas de mi entorno familiar que más influyeron en la configuración de mi personalidad.

Vagos recuerdos de una madre luchadora aunque tierna y afectiva a la vez, para saltar a sus últimos momentos. Apenas tenía yo ocho años y la escena de nuestra despedida la conservo fresca todavía. Mi padre, entre la tristeza y la impotencia, tuvo que continuar viviendo. Mis abuelos, padres de mi madre y mis tías, se ocuparon de mí…

Así pasaron unos años de educación, estudios y formación en los que la personalidad de mi abuelo tuvo un papel fundamental en la configuración de mi propia personalidad. Era portador de unos valores humanos increíbles en una persona sin estudios, labrador de profesión, pero que algo debía tener cuando notarios, arquitectos, literatos o compositores se honraban con su amistad y le visitaban con relativa frecuencia.

Perdónenme estos rasgos de confidencia con ustedes, pero en el tema que hoy trato acaso tengan mucho que ver. Yo no puedo verlo desde fuera, pues aunque procure ser absolutamente imparcial, mi propia experiencia como hijo, nieto y padre va a estar presente. Mi formación y experiencia cristiana, también.

Estamos atravesando una etapa de la Historia en la que los valores humanos están desacreditados. Impera la ley del más fuerte y del todo vale para conseguir nuestros egoístas propósitos y en algunos casos (por desgracia) la violencia hace acto de presencia, incluso en el seno de las familias.

Los valores cristianos, aunque están ahí tan lozanos, frescos y válidos como en el siglo I, hay quien se empeña en luchar contra ellos, los ridiculiza y desea instaurar una educación totalitaria en la formación de la juventud imponiendo sus propios intereses antes que los intereses de la Sociedad y del bien común.

Tristemente estamos contemplando el nacimiento de una sociedad en la que una cultura de la muerte está pugnando por abrirse paso a la cultura de la vida, del respeto a nuestros mayores, del afecto familiar,… Día a día, paso a paso, se nos presenta por distintos gobiernos la eutanasia, el aborto, el abandono de ancianos y un largo etcétera como signos de progreso social. Aunque eso lo trate en el tema del Quinto Precepto, me pregunto: ¿Dónde está el HONRAR Y AMAR a nuestros padres y mayores?

Junto al sacerdote que atendía a su padre nonagenario, existen muchísimos hombres y mujeres que continúan manteniendo levantada la bandera del amor familiar, con todo lo que conlleva, incluso a costa de muchos sacrificios.

Estoy firmemente convencido de que los padres somos los primeros educadores de los hijos. Somos los encargados de prepararlos para que sepan vivir en la Sociedad como ciudadanos y de educarlos en la fe cristiana, tal como nos comprometimos en la ceremonia de nuestro propio matrimonio. Está claro que luego tomarán sus propias iniciativas y andarán su propio camino. Pero la base la ponemos los padres, como dice la ‘Declaración sobre la educación cristiana de la juventud’, del concilio Vaticano II, cuando en el punto 3 habla sobre los educadores. Entre otras cosas dice: ‘La familia es la primera escuela de las virtudes sociales que todas las sociedades necesitan. Sobre todo en la familia cristiana, enriquecida con la gracia del sacramento y los deberes del matrimonio, es necesario que los hijos aprendan desde sus primeros años a conocer, a sentir y a adorar a Dios y amar al prójimo según la fe recibida en el bautismo’. Eso es ‘la Iglesia doméstica’.

Y educarlos no significa en absoluto consentirles en todo cuanto se les antoje. No se les quiere más por consentirles más. Los niños deben aprender que todos, sus padres incluidos, tenemos unos límites que deben ser respetados para no perder nadie el control ni el norte de su vida.

El Cuarto Mandamiento todos lo hemos aprendido siendo niños en la Catequesis formativa que hemos recibido, pero no nos equivoquemos. No va dirigido solamente a los niños. También a personas adultas que tienen a padres o abuelos a su cargo. Aunque seamos adultos, nuestros mayores siguen educándonos aunque no nos demos cuenta. En cierta ocasión leí, no recuerdo dónde, que nuestra educación no finaliza cuando mueren nuestros padres, abuelos o tutores, sino cuando morimos nosotros, porque mientras vivamos el recuerdo de las enseñanzas que ellos nos dieron permanece en nosotros y obramos y actuamos desde nuestra personalización, sí, pero según lo que nos enseñaron.

Y la honra y el cariño hacia ellos cuando ya no estén junto a nosotros, continuará manifestándose a través de la oración o el recuerdo en las Eucaristías que podamos aplicar por ellos. Y de eso doy fe yo mismo de la educación recibida a través de mi familia, especialmente de mi abuelo materno, cuyo sobrenombre “el tío Maset”, he adoptado como seudónimo en este blog, como un merecido homenaje a él y a mis ancestros. Pienso que despreciarlos a ellos sería tanto como despreciarme a mí mismo.

Y pienso también que no hago nada extraordinario, sino lo que debo. No es hacer otra cosa que cumplir con lo que Dios manifiesta en su Palabra, unas veces de forma explícita y otras de forma indirecta. Por ejemplo, fíjense en este texto: “El que honra a su padre expía sus pecados. Y como el que atesora es el que honra a su madre. El que honra a su padre se regocijará en sus hijos y será escuchado en el día de su oración”. El texto pertenece al capítulo tres del Libro del Eclesiástico, también llamado Sirácida. Aunque estos versículos corresponden del 4 al 6, les invito a leer todo este capítulo. Después, piensen y comparen con lo que tenemos en la Sociedad de hoy y podremos ver la tarea que nos toca hacer simplemente como personas. Y como cristianos, muchísimo más por la trascendencia que tiene.

“Hijo mío, no arrebates al pobre su sostén, no vuelvas los ojos ante el necesitado.” (Sir. 4, 1 y siguientes). ¿No creen que los necesitados, otros Cristos sufrientes, merecen también las atenciones del Cuarto Mandamiento? Al menos yo, así lo creo.
Y Jesucristo, ¿qué dice en este sentido? Bueno. Hay un fragmento de San Lucas que puede inducir a error. “Si alguno viene a mi y no renuncia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. (Lc. 14, 26). ¿Significa que hay que abandonar a todos y no hacerles caso? ¡Por supuesto que no!

Mi opinión personal es: a) Si él dijo que había venido a perfeccionar la Ley y a darle cumplimiento, no tendría sentido alguno olvidarse de ellos. b) Pienso que en esa expresión está implícita la llamada de Dios a la vocación, sacerdotal o religiosa, en cuyo caso habría que seguir esa llamada personal divina antes que la voluntad de los padres, si bien la respuesta debe ser madurada y puesta en las manos de Dios mediante la oración. Y eso no significa en modo alguno que no se atienda a los padres. El caso que les relataba al principio del sacerdote celebrante con su padre en silla de ruedas es un caso clarísimo en este sentido.

Pero existe un momento crucial en el Evangelio en el que podemos apreciar el cumplimiento de este Cuarto precepto por parte del mismo Jesucristo. Él estaba agonizando. ¿Lo recuerdan? Su misión para la cual nació, estaba a punto de cumplirse. Y ahí demostró su talla de Hombre, de Hijo y de Dios. La mujer que lo dio todo para que se cumplieran los planes del Creador iba a quedarse sola. No estaba ya su esposo. A su Hijo se le escapaba la vida a chorros mientras ella se enfrentaba a su propia impotencia. Pero no iba a quedarse sola porque su Jesús era Dios, pero también era su Hijo. Y éste entregó su testamento a Juan: “He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn. 19, 26-27). Y desde aquella hora la recibimos cada uno de nosotros en la nuestra y en nuestro corazón.



Cuidémosla, sí, y con Ella a nuestros mayores. Pero pidámosle que Ella cuide de nosotros también. Y al final, que nos lleve de la mano a contemplar el Rostro de Jesús toda la Eternidad.

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