domingo, 6 de diciembre de 2009

Adviento, una espera limitada

‘Vienen días, oráculo del Señor, en que yo cumpliré la promesa que hice a Israel y a Judá. Entonces, en aquellos días, suscitaré a David un descendiente legítimo, que practicará el derecho y la justicia en la tierra. En aquellos días se salvará Judá, Jerusalén vivirá en paz y le llamarán así: El Señor nuestra salvación’. (Jer. 33, 14-16).

Estamos nuevamente viviendo el principio del Año Litúrgico con el Adviento. El texto anterior ya han podido observar que corresponde a la primera lectura de la Eucaristía del primer domingo. Y ya que no he podido asistir a la Eucaristía dominical al haberme practicado una pequeña operación quirúrgica en un pie, me he internado en mi oración de la Leccio Divina con las lecturas del primer domingo de Adviento.

Les aseguro que la riqueza de la Palabra es enorme y me parece que en eso estarán de acuerdo conmigo. Son mensajes que, recibidos desde la fe y la esperanza en el Salvador, pueden aportar a nuestra existencia una solidez inaudita para ‘fortalecer vuestros corazones y haceros irreprensibles en la santidad ante Dios’, como dice San Pablo en I Tes. 3, 13. Es la llamada a ser santos que Dios nos hace, también hoy, a cada uno de nosotros.

Y esa espera en la conmemoración y vivencia personal del nacimiento de Jesús es limitada, como he puesto en el título desde dos aspectos. Uno, el que nos indica la Liturgia en esas cuatro semanas de preparación, al final de las cuales tenemos en toda su grandiosidad, precisamente por su pequeñez, por su sencillez, por su naturalidad, el gran acontecimiento del nacimiento del mismo Dios que asume nuestra naturaleza en todo absolutamente menos en el pecado, para cumplir lo prometido a través de Jeremías, como hemos leído al principio.

Pero profundizando en la meditación me he acordado de las cuatro velas que se van encendiendo paulatinamente cada semana. Y me ha venido a la cabeza que nuestra vida es un Adviento permanente, es una espera constante de Dios y lo he comparado con las horas de un reloj en el que la aguja horaria es nuestra propia vida y el minutero nos marca los hechos y acontecimientos que la van jalonando. Verán ustedes.

La Corona del Adviento con sus cuatro velas hace acto de presencia. Nuestra existencia podríamos decir que comienza a las cero horas del reloj de la vida de cada uno. Es nuestro nacimiento desde la llamada que Dios nos hace a la vida, a la existencia. Una etapa que podría abarcar el período de la infancia con todo lo que conlleva del descubrimiento de la familia, el aprendizaje en la escuela, las primeras catequesis, primeras nociones de educación y valores para que se vayan convirtiendo en hábitos personales,…

La segunda semana, en la que se enciende la segunda vela de la Corona del Adviento, tendríamos el reloj marcando las seis de la madrugada. Podría corresponder a las etapas de la adolescencia y la juventud. Se va descubriendo el valor de la amistad, la personalidad de cada individuo va condicionando sus actos y se comienza a distinguir qué cosas impiden el correcto desarrollo personal y van puliendo nuestra existencia. Los estudios se van elevando en sus contenidos, se van tomando decisiones personales que, incluso, pueden llegar a la elección que se ha de tomar ante la vida conducente, tal vez, a analizar la vocación personal.

La tercera semana, con la tercera vela encendida, el reloj marca las doce del mediodía. Estaríamos ante la etapa de la madurez humana, en la que el desarrollo de nuestras capacidades personales, sociales, profesionales o familiares se desarrollan al máximo. Ya se está viviendo según la elección que hemos tomado en nuestra existencia como vocación religiosa, vocación matrimonial, vocación al estudio o del tipo que fuere.

La cuarta semana se encienda la cuarta vela. La última. El reloj marca las dieciocho horas, las seis de la tarde. Estamos ante la plenitud de las personas con su carga de años y de experiencia. Aparece la tercera edad y los nietos alegran la existencia de una vida con los achaques propios de esta etapa. Hay un cambio de actividades. Según las fuerzas vamos realizando aquellas cosas que no pudimos hacer antes. Es una etapa de nueva espera hasta que cada uno alcance, en su reloj personal, sus doce horas de la medianoche. Es el momento del final de nuestro propio Adviento, porque entonces veremos cara a cara a Aquel que nos llamó a la vida y nos llamó y destinó a ser sus hijos e instrumentos para hacer realidad su Reino en este mundo vivido desde el reloj de nuestro tiempo.

Por ese motivo digo en el título que nuestro Adviento es una espera limitada, porque finalizará cuando se marque la medianoche de nuestro reloj. De Dios venimos y a Él volveremos. Si hemos permanecido caminando por sus sendas y caminos, si hemos sabido ser buenos administradores de los talentos que nos ha confiado a través de nuestro estado, de nuestra familia, de nuestra opción inequívoca por Él, podremos oír de sus labios ‘Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’. (Mt. 25,34).

Será un momento verdaderamente glorioso. Entonces veremos el sentido pleno de todas nuestras acciones realizadas en nuestra existencia de cara a Dios y daremos gracias, nunca suficientes, por haber permanecido en nuestra fidelidad a Quien nos llamó a la vida. Veremos que han valido la pena las privaciones, malos ratos sufridos por Él, ante esa Eternidad que se nos presenta para adorar en plenitud y perfección al Autor de todo.

También acabo con fragmentos del Salmo de la Misa dominical.



A ti, Señor, me dirijo suplicante...

Muéstrame tus caminos e instrúyeme en tus sendas.
Guíame en tu verdad; instrúyeme,
Pues tú eres el Dios que me salva: en ti espero todo el día…

Por amor de tu nombre, Señor,
Perdona mis culpas, que son muchas…

El Señor da su confianza al que le honra,
Y le da a conocer su alianza…

Mírame y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido.
Aleja la angustia de mi corazón, sácame de mis tribulaciones;
Mira mi aflicción y mis trabajos y borra todos mis pecados.

La integridad y la rectitud me protegerán
Porque espero en ti, Señor.


Es el Salmo 25 (24). He puesto solamente unos fragmentos, pero la totalidad del Salmo no tiene desperdicio alguno. Que Dios nos bendiga y nos permita vivir un Adviento inmerso en la espera del Salvador.

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