domingo, 28 de noviembre de 2010

Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.


El Papa ya está en el Vaticano inmerso en su trabajo, que no es poco. Quedan los gratos recuerdos de su visita, pero debemos continuar nuestro camino. Es este caso, como ya apunté con anterioridad, continuar comentando las Bienaventuranzas. ‘Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios’.

Aquí distingo dos cosas a considerar. Por un lado, qué supone ‘ser pacíficos’. Por otro, qué es ‘ser hijos de Dios’ como consecuencia de ser pacíficos, según se desprende del enunciado de la Bienaventuranza.

Analizando el primer aspecto, pienso que ser pacífico no se refiere solamente a no querer tener conflicto de ninguna clase, ya que eso a nadie nos gusta y cuando tenemos alguno, solemos pasarlo bastante mal. Queremos vivir en paz con todos y acaso eso nos pueda conducir a una pasividad que nos impida desarrollar plenamente nuestro compromiso.

Es cierto que la paz es sinónimo de tranquilidad y de entendimiento entre todos. Es sosiego, serenidad, quietud, reposo,…Y todo eso está muy bien hasta cierto punto, ya que los cristianos no podemos contentarnos con eso. En el fondo, pienso que Jesucristo pide más. Nos pide algo más.

Sus discípulos debemos, además de lo dicho con anterioridad, procurar conservar la paz, la amistad, la armonía entre todas las personas que podamos y también, entre Dios y nosotros. Incluso procurar que no surjan conflictos en la medida que lo podamos evitar. Si observamos algo que nos haga pensar en la existencia de una ruptura o perturbación en la relación de dos o más personas, no podemos instalarnos en una pasividad estéril con la excusa de que ‘no es nuestro problema’.

Tal vez debiéramos enterarnos de las causas o razones que hayan podido provocar esa situación, analizarlas en nuestro interior y ver hasta dónde podemos intervenir. Si realmente no podemos hacer nada, pues…mala suerte, pero lo habremos intentado. A fin de cuentas todos somos ‘hijos del mismo Padre que hace salir el sol sobre justos e injustos’. (Mt. 5, 45).

Vamos fijarnos en lo que dice Jesús. San Juan nos cuenta que en cierta ocasión su Maestro y amigo (también nuestro) dijo: ‘La paz os dejo, mi paz os doy’. (Jn. 14, 22). Pero San Mateo relata este pasaje de la siguiente manera: No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada’. (Mt. 5, 45).

¡Hombre! ¿Cómo puede contradecirse Jesús diciendo una cosa y su contraria? ¿Cómo puede darnos SU paz y decir que ha venido a traer espada? No. Realmente no hay contradicción alguna. Lo contrario de paz, su antónimo, es la guerra. Y Jesús no ha dicho en ningún momento que haya venido a traer la guerra. No tiene sentido eso en boca del Salvador, a quien damos el título de ‘Príncipe de la Paz’, ¿no?

Si recuerdan, el anciano Simeón ya dijo a María, su Madre, que el Niño ‘está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción’. (Lc. 2, 34). Dicho de otra manera. Habrá personas que lo combatirán y personas que lo seguirá aun a costa de sus vidas.

Cuando dice ‘he venido a separar al hombre de su padre y a la nuera de sus suegra’ (Mt. 10, 35), ¿no estamos presenciando, por ejemplo tantos casos como se dan de familias en las que los padres son auténticos testigos y discípulos de Cristo, con una vida de entrega total a la Iglesia, y sus hijos están totalmente alejados de ella y de Dios? Y al contrario. Jóvenes totalmente enamorados del mensaje del Evangelio y fervientes seguidores de Jesús, mientras que los padres hacen lo imposible por apartarlos de esas ideas, en contra de que sean ordenados sacerdotes o del ingreso en alguna Orden religiosa, si sienten la llamada a esa vocación.

El sentido de ‘traer la espada’ (no la guerra, cuidado) pienso que es este. Seguir a Jesús y a su mensaje evangélico supone una entrega, unos sacrificios, unas renuncias, que no pueden verse con ojos humanos solamente. La materialidad de las cosas nos impide ver, en muchos casos, la trascendencia del Evangelio en nuestras vidas y nos puede llevar a la concepción de unos criterios erróneos que nos aparten del verdadero camino que Dios nos traza.

Tal vez San Lucas nos expone mejor el pensamiento de Jesús sobre este aspecto al decir: ‘Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión’. ((Lc. 12, 51).

Sí, amigos. El Evangelio no es, en modo alguno, un cuentecito muy bonito que contamos a los niños pequeños, aunque de hecho así lo hagamos para que puedan entender mejor la historia del pueblo de Dios y los hechos de Jesucristo desde su concepción a su Ascensión.

La Paz (así, con mayúscula) que Cristo nos da, tiene su origen, pienso yo, en esa unión espiritual entre Dios, Uno y Trino, y su criatura, las personas. ‘Yo en ellos –dice Jesús- y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que Tú me enviaste y amaste a estos como me amaste a Mí’. (Jn. 17, 23).
Pedro Orrente Jumilla
Necesariamente, esa unidad entre Creador y criatura, entre Dios y nosotros, conlleva ser portadores de la Paz que Cristo nos da. La suya. No la que da el mundo, muchas veces manipulada y engañosa, que se compra en ocasiones con estériles resignaciones o se vende a fuerza de compromisos más o menos hábiles.

La Paz de Cristo puede y debe desarrollarse en nuestro interior para proyectarse a nuestro alrededor con el testimonio de nuestra propia vida, sin cálculos premeditados, sino intentando hacer efectivos en nosotros los Frutos y Dones que el Espíritu Santo nos pueda dar para ser espejos de Dios.

La transmisión de esa Paz por nuestra parte supone vivir plenamente entregados a los planes y la voluntad de Dios, dispuestos a una cooperación personal con Él en todo momento, lugar y circunstancia, totalmente abandonados en sus manos.


Al cristiano portador de la Paz de Cristo nada debe asustarle ni preocuparle. Santa Teresa de Jesús supo sintetizarlo muy bien: ‘Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta’. De ahí que hagamos todo cuanto Dios pida de nosotros y nos sintamos unidos a Él a través de nuestra oración, de nuestra acción y de los Sacramentos.

Como cristianos responsables, ser pacíficos, aunque no seamos inmunes a roces o discusiones con nuestros semejantes, supone que debemos estar donde esté la verdad y la justicia, con un equilibrio interior que nos conduzca a la imparcialidad necesaria para poder resolver conflictos propios y ajenos con claridad de ideas, serenidad de espíritu y pacificación interior.

Podremos dialogar o debatir un problema, una situación, pero sin alteraciones de nuestro carácter con las que podamos empeorar las cosas en vez de contribuir a solucionarlas, mirando en primer lugar aquello que sirva para unir y potenciarlo, más que lo que pueda desunir, a lo que hay que restar importancia. Acaso presentando los hechos desde una serena visión de conjunto, teniendo en cuenta los valores positivos que puedan (o podamos) tener las personas, juntamente con quitar hierro a la/s situación/es que haya, para contribuir a zanjarlas o llegar a acuerdos.

Llevar la Paz de Cristo en nuestro interior es mostrarnos dispuestos a derribar murallas entre el entendimiento de las personas para que haya concordia entre ellos. Fíjense bien en San Pablo: ‘a ser posible, y cuanto de vosotros depende, tened paz entre todos’. (Rom. 12, 18).

Pienso que lo planteado es que tengamos paz entre todos, pero teniendo en cuenta que la actitud de los demás para nosotros puede no ser fácil o no ser aceptada nuestra mediación. Por eso dice al principio de la cita dos cosas, a mi parecer importantes, para lograr nuestra paz con todos: ‘A ser posible’. Evidentemente, si la otra u otras personas no quieren, difícilmente podremos lograr algo. Por eso añade a continuación: ‘y cuanto de nosotros depende’, o sea, que por parte nuestra hay que poner todo cuanto sea necesario para que nadie, ni nosotros mismos, podamos decir o pensar después que ‘hubiésemos podido hacer más de lo que hicimos’.

Para ser conscientemente hijos de Dios, acaso tendríamos que ser plenamente conscientes también de a través de la Paz que Jesús nos da, (¡Atención! No nos la promete. LA DA) hemos de vivir la Vida de Dios en nosotros.

No es necesario insistir en que la filiación divina la tenemos en virtud del Bautismo que recibimos. Por este Sacramento somos miembros del Cuerpo de Cristo y participamos de su misma carne y sangre. Él mismo, cuando enseñó el Padre Nuestro, ya nos mostró que a Dios le debíamos llamar Padre, como Él también le llamaba al invocarlo como ‘Abba’.

San Pablo nos dice: ‘Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita ¡Abba, Padre! De manera que ya no es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios’. (Gal. 4, 6-7).

Este concepto apenas se menciona en el Antiguo Testamento. Es Isaías quien nombra a Dios como Padre: ‘Con todo, tú eres nuestro padre. Abraham no nos conoció y nos desconoció Israel, pero tú, ‘oh, Yavé!, eres nuestro padre’. (Is. 63, 16). También el salmista recoge este aspecto paternal de Dios hacia nosotros: ‘Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado yo’. (Sal. 2, 8). Pero San Juan lo recoge con más nitidez: ‘Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos’. (I Jn. 3, 1).

Todas estas citas pueden darnos pie, perfectamente, para que llevemos (o procuremos llevar) esa Paz regalada por Jesús a cada uno de nosotros, según el espíritu de esta Bienaventuranza. Cuando veamos que nos puede faltar porque nuestro espíritu se agita por la circunstancia que fuere, no vacilemos en acudir a Él. Acaso en nuestro interior oigamos una voz que nos susurre: Juan, Oscar, Carmen, Luisa, Irene,…mi Paz te dejo. Mi Paz te doy’. Será una fuerza increíble para seguir en nuestra permanente lucha por el Reino en colaboración con el Redentor.

Estamos empezando el Adviento. Y la Paz se hace presente también a través de Isaías, cuando dice: ‘Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará’. (Is. 11, 6). Y en este tiempo, ese niño convoca nuestra Esperanza, nuestra expectación en el encuentro personal con Él a través de su Nacimiento, que celebraremos en unas semanas, siendo portador de la Paz que todos anhelamos y que ya adulto, nos dará.

Esto tiene un claro peligro que nos lo impediría: el pecado. Es el mayor obstáculo con el que nos podemos encontrar. Pero si vivimos con intensidad una vida fundamentada en la oración y los Sacramentos, lo podremos conseguir.

Para ello tenemos un puntal sobre el que apoyarnos que siempre está dispuesto a echarnos una mano y todo el brazo si es necesario, con tal que sigamos a su Hijo: la Virgen. Ella es nuestra mayor valedora ante Dios, nuestra Intercesora en todo cuanto le pidamos y capaz de acogernos en sus amorosos brazos como niños recién nacidos y darnos el calor del Amor que dio también a su hijo Jesús.

ZURBARÁN

Encomendémonos a Ella y a su Hijo. Repitamos con insistencia, como una jaculatoria, lo que decimos en la Santa Misa: 'Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo DANOS LA PAZ’.


Que el Cordero y Nuestra Señora de Itatí nos bendigan, nos protejan y nos llenen de la Paz de Jesucristo.

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