AGONÍA EN GETSEMANÍ.-TIÉPOLO.-BARROCO |
Padeció… ¡Con qué ligereza solemos
pronunciar esa palabra cuando rezamos el Credo! Hay ocasiones en las que el
concepto que encierra una palabra se queda corto e insuficiente ante la
magnitud del caso en el que la podamos emplear. Y esta es una de ellas.
Ciertamente se puede aplicar a situaciones concretas en las que se ajusta el
padecimiento de alguien con el significado que contiene o encierra en sí misma
esta palabra (suele ser lo habitual), pero en el caso del Credo y referido a
Cristo…me parece que no. Se queda corta.
Varias veces
y en situaciones diferentes, (Ejercicios Espirituales, oración personal,
retiros,…) he meditado la Pasión de Jesús de Nazaret. Francamente, todo se
queda corto ante esos momentos terribles, horrorosos, por los que tuvo que
pasar por Amor a todos y cada uno de nosotros.
Esa es la
razón por la que al empezar a comentar esta parte del Credo, soy consciente de
que me voy a quedar corto.
Siempre he
querido, o al menos lo he intentado, meterme dentro del momento, dentro del
escenario que he meditado. Dentro del personaje sujeto de la meditación. Y la
Pasión, Muerte y Resurrección del Salvador no son una excepción. Unas veces no
he conseguido nada. Otras me he visto enfrentado a mis propias limitaciones. Siempre
he quedado con la impresión de quedarme corto ante tamaño sufrimiento,
libremente aceptado por la salvación de la Humanidad. Inevitablemente, más
pronto o más tarde, me venía a la cabeza una expresión tantas veces oída pero no
por ello menos cierta: ‘Y todo esto por
mí’.
He tenido que
echar mano del Arte. En ningún otro sitio hubiese podido encontrar un apoyo tan
fenomenal más que en el concepto que de cada momento han tenido, básicamente, los
pintores. Van a ayudar mucho a enriquecer esta entrada y acaso a hacernos
pensar un poquito. Empecemos.
Según hemos
ido viendo y según nos relatan las Sagradas Escrituras, la Segunda Persona de
la Santísima Trinidad quiso hacerse hombre para redimir a todo el género
humano. Así fue preparando los distintos momentos de la Historia de este
planeta que el Creador nos regaló, hasta llegar ‘la plenitud de los tiempos’. Llegó el momento.
Sin embargo, para llegar
al momento de los padecimientos de la Pasión de Cristo, es necesario
retrotraernos a su vida pública para darnos cuenta cómo se fue gestando el odio
que lo llevó a la Cruz. Él fue dando a conocer la actitud de Dios con respecto
a la especie humana (‘Cierto es, y digno de ser por todos
recibido, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los
cuales yo soy el primero’. 1Tim. 1, 15).
SAN CIRILO DE JERUSALÉN, DOCTOR DE LA IGLESIA
Cirilo de Jerusalén, uno de los Padres de la Iglesia
dijo en su Catequesis: ‘Cristo por
elección a su Pasión, feliz de su hazaña, sonriendo a la corona, encantado de
salvar a la humanidad – y no avergonzándose de la Cruz porque salvaba la tierra
entera. El hombre que abordaba el sufrimiento no era un hombre ordinario, sino
un Dios hecho hombre’ (XIII, 6).
ENSEÑANDO A LOS DISCÍPULOS.-JAMES TISSOT.-S.XIX-XX |
Pero no todo
cayó bien, especialmente entre los poderosos. De eso era perfectamente
consciente y así lo hacía saber a sus discípulos:
‘Comenzó a enseñarles cómo era preciso que el Hijo del hombre padeciese mucho,
y que fuese rechazado por los ancianos y
por los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que fuese muerto y
resucitado después de tres días. Claramente les hablaba de esto’. (Mc. 8, 31).
Se preocupaba de que ellos se fuesen acostumbrando a oír esto y que lo fuesen
asimilando.
Esta persecución, más o
menos solapada, por muy consciente que fuese, tenía que influir en su estado de
ánimo y no sería nada extraño que, como hombre que era, acudiese a su padre,
como cualquiera de nosotros a pedir fuerzas. ‘En
cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para planear
el modo de acabar con Él’. (Mc. 3, 6). Este es uno de tantos
ejemplos en este sentido, pero no podían tolerar tampoco que se atribuyese el
poder de perdonar los pecados: ‘Estaban
sentados allí algunos escribas, que pensaban entre sí: ¿Cómo habla así éste?
Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados
sino sólo Dios?’ (Mc. 2, 6-7). Era una acusación de
blasfemia la que pasaba por sus cabezas. Cualquier situación, palabra o acción
de Jesucristo pasaba por el tamiz de los juicios de todos esos personajes para
ver en qué lo podían coger.
Aparecía en
ocasiones como signo de contradicción entre quienes le oían proclamar la Buena
Nueva, creando división entre ellos: ‘Había entre las
muchedumbres gran cuchicheo acerca de Él. Los unos decían: Es bueno. Pero otros
decían: No; seduce a las turbas. Sin embargo nadie hablaba libremente de Él por
temor de los judíos’ (Jn. 7, 12-13).
Pero no siempre fue así.
Al principio le oían, incluso en las distintas sinagogas, y se le aceptaba
hasta el extremo que tanto los judíos como sus gerifaltes espirituales lo
consideraban como un rabí o maestro. ‘Los
fariseos, oyendo que había hecho enmudecer a los saduceos, se juntaron en torno
a Él, y le preguntó uno de ellos, doctor, tentándole: Maestro, ¿cuál es el
mandamiento más grande de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente’. (Mt. 22, 34-37).
Claro, que
eso suponía chocar muchas veces con sus antagonistas, porque no consideraba
suficiente manifestar su interpretación
de la Ley entre quienes le escuchaban, sino que muchos de ellos, generalmente
del pueblo llano, estaban viendo claramente que esas enseñanzas e
interpretaciones, además de manifestar unos aspectos nuevos para sus oyentes,
palpaban que ‘les enseñaba como quien tiene autoridad, y
no como sus maestros de la ley’ (Mt. 7, 29).
Este conjunto
de situaciones en las que manifestaba su autoridad moral dejando, incluso, en
entredicho y sin argumentos a quienes le discutían, iban conformando poco a
poco el caldo de cultivo de la animadversión que paulatinamente iba creciendo
en sus conciencias y los conducía a buscar la perdición de Jesús, lo cual no
significa que algunos de los fariseos, además de Nicodemo o José de Arimatea, mirasen
con buenos ojos lo que decía: ‘Dijeron
entonces algunos de los fariseos: No puede venir de Dios este hombre, pues no
guarda el sábado. Otros decían: ¿Y cómo puede un hombre pecador hacer tales
milagros? Y había desacuerdo entre ellos’. (Jn. 9, 16).
Más adelante
continúa diciendo San Juan: ‘Otra vez se
suscitó desacuerdo entre los judíos a propósito de estos razonamientos. Pues
muchos de ellos decían: Está endemoniado, ha perdido el juicio; ¿Por qué le
escucháis? Otros decían: Estas palabras no son de un endemoniado, ni el demonio
puede abrir los ojos a los ciegos’. (Jn. 10, 19-21). Ya ven. No
eran unánimes. Había entre ellos quien vislumbraba algo que podía venir de lo
Alto. Con estos antecedentes no es raro que esperasen cualquier ocasión propicia
para quitárselo de en medio, la cual se presentó en la persona de Judas
Iscariote, a través de una traición valorada en treinta monedas de plata.
Continuamos.
Después de la
cena con la que celebraron la Pascua, marchó con los once restantes ‘a un lugar llamado Getsemaní’, (testigo directísimo de
estos prolegómenos de su Pasión) y les dijo: Sentaos aquí mientras voy a orar
un poco más allá. Llevó consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo; comenzó a
sentir tristeza y angustia, y les dijo: Siento una tristeza mortal; quedaos
aquí y velad conmigo’. Con estas palabras ya podemos atisbar un
poco los sentimientos que invadían su espíritu. Sabía lo que se le venía encima
y, como hombre, le daba pavor.
Por eso ‘cayó rostro a tierra y estuvo orando así: Padre mío, si
es posible, que pase de mí esta copa de amargura; pero no sea como yo quiero,
sino como quieres tú’. De esta escena, San Lucas nos la completa
con un detalle estremecedor. ‘Entonces se le
apareció un ángel del cielo que lo estuvo confortando. Preso de la angustia,
oraba más intensamente, y le entró un sudor que chorreaba hasta el suelo como
si fueran gotas de sangre’ (Lc. 22, 43-44). ¿Cómo lo estaría
pasando? ¿Realmente el ‘Padeció…’ del
Credo es capaz de dar a entender toda la intensidad de este momento en Jesús de
Nazaret? Y no era más que el comienzo.
El torrente
Cedrón y el huerto de Getsemaní fueron testigos directos de estos hechos y de los
que siguieron: ‘Judas, llevando consigo un destacamento de
soldados romanos y los guardias puestos a su disposición por los jefes de los
sacerdotes y los fariseos, se dirigió a aquel lugar. Iban armados y equipados
con linternas y antorchas’. (Jn. 18, 3).
Realmente
cuando rezamos el Credo no hay tiempo material para pensar estos detalles, pero
¡caramba! Por lo menos sí podemos tenerlos en cuenta, aunque sea mínimamente,
ya que aún siguen más. ‘El que iba a
entregarle les dio una señal, diciendo: Aquel a quien yo besare, ese es;
prendedlo. Y al instante, acercándose a Jesús, dijo: Salve, Rabí. Y le besó.
Jesús le dijo: Amigo, ¿a qué vienes? Entonces se adelantaron y echaron las
manos sobre Jesús apoderándose de Él’. (Mt. 26, 48-50).
Sí, amigos.
El beso de la ignominia. ¿Cómo le sentaría al Maestro? ¿Qué sentiría en su
interior? Generalmente el beso es un signo de cariño, de afecto mutuo, de
alegre confianza,…pero ¿el de Judas? Ese tenía el sabor de la traición. Y Jesús
lo aguantó y, casi con toda seguridad, perdonando a quien así obraba: ‘Amigo, ¿a qué vienes?’ (Mt. 26, 50) y San
Lucas da más detalles: ‘Judas, ¿con un
beso entregas al Hijo del hombre? (Lc. 22, 48). Llamarlo ‘amigo’. ¿Amigo? Me parece que no es ése
el concepto que nosotros tenemos de la amistad. Pero así se mostró la grandeza
del Salvador.
En ese
momento comenzaba la procesión del padecimiento. Del moral, del psíquico, del
físico y de todo lo que queramos, referido a nuestra salvación personal a causa
del infinito Amor que nos daba quien es el Amor de los Amores.
Que Él y
Nuestra Señora de las Angustias nos bendigan.
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