domingo, 21 de marzo de 2010

Monólogo con Jesús

Sí. Este es el momento esperado todo el año y la razón de ser de la Iglesia. Atrás ha quedado un año, desde la anterior Semana Santa, cargado de ilusión, trabajos y actividades. Queda atrás un año y ahora vamos a empezar otro Triduo Pascual con todo el emotivo y profundo significado que conlleva el Memorial de la Redención por parte de Jesús de Nazaret.

Es el momento de la meditación y contemplación en los misterios de su Pasión y su Muerte para luego sumergirnos en el triunfo de la Resurrección.

Vamos a vivir algunos de los momentos cumbres de esos días decisivos en que Jesús de Nazaret, Rostro humano de Dios en el mundo, Palabra creadora del universo, cumple la Misión para la que ha nacido asumiendo nuestra propia naturaleza y siendo igual que nosotros absolutamente en todo, menos en el pecado.

Es el momento del recogimiento interior y parece que nos puede ayudar vernos sumergidos en el ambiente de aquel Jueves Santo y meditar en un monólogo interior con la Virgen y su Hijo. Contemplemos la escena: Jesús ya se ha despedido de todos sus amigos con una Cena. La Eucaristía, signo de su presencia actual entre nosotros, ya se ha realizado. Y salen a Getsemaní. Jesús siente la necesidad de tomar fuerzas para los momentos posteriores. Necesita hablar con el Padre. Su Humanidad comienza a sufrir. Comencemos nuestro monólogo.

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Parece, Jesús, que después de la Cena que has tenido has ido al Huerto de los Olivos a descansar tranquilamente, pero no es así. Tu alma comienza a agitarse. Estás en tensión. No en vano te has despedido de tus amigos porque se acerca tu Hora y Tú lo sabes. Para eso naciste en Belén, te adoraron los Magos y los pastores ante el asombro o aturdimiento de José y María.

Aquello queda lejos en el tiempo. Las emociones de la cena te llevan a una vigilia del alma que quiere entregarse del todo. Es tu Misión. Te alejas llevándote sólo a Pedro, a Juan y a Santiago. Son los mismos que estuvieron en la Transfiguración del Tabor contemplando tu gloria, y los mismos que vieron con sus ojos la resurrección del hijo de la viuda de Naím, en un gesto de misericordia ante aquella mujer que quedaba sola en el mundo. Ahora van a ser testigos de algo mucho más difícil de entender: la agonía de Cristo.

Te retiras como a un tiro de piedra a un lugar donde existe una enorme roca. Y empiezas a entristecerte y a sentir angustia. Dices a tus amigos: ‘Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo" (Mt. 26, 38). Pero no es así. Ellos no conocen el momento crucial que vive la Humanidad. Y les vence el sueño.

Y Tú Jesús comienzas la Pasión en tu alma que siente una soledad intensa. Sientes la batalla que comienza en tu interior. Eres hombre como nosotros y te sientes más hombre que nunca, aunque también más Dios que nunca. Pero la angustia, el desasosiego, las lágrimas, el desaliento hacen acto de presencia. Y clamas al Padre.

¿Qué pasó por tu interior en esos momentos? ¿Se te hicieron presentes los sufrimientos de la crucifixión que ibas a sufrir? ¿Acaso las burlas y humillaciones venideras? Aun así, sabías que era voluntad del Padre y cumplirla era tu alimento y tu fortaleza. Y continuaste rezando y…amando. Y con todo tuviste que clamar al Padre como un niño pequeño, sólo y desamparado: ‘¡Abbá! Si es posible pase de mí este cáliz’. (Mt. 26, 39).

Pero sabías que el Padre quiere salvar a los hombres con el máximo amor del que puede ser capaz: un Amor infinito que nos devolviera su amistad con Él.

El intenso sufrimiento psíquico te hizo sudar gotas de sangre que resbalaban por tu cara cayendo al suelo. Y tu reacción no podía ser otra. Fuiste capaz de sobreponerte a Ti mismo y darle la respuesta que marcó el principio de la Redención: ‘Pero que no se cumpla mi voluntad, sino la tuya’. (Mt. 26, 39).

Fue el momento de la respuesta del Padre. "Un ángel del cielo se le apareció para confortarle” (Lc. 22, 43). Todo tu cuerpo lo tienes empapado en ese extraño sudor de sangre. La angustia de tu alma llega a ser terror; pero no te vence, no desistes de tu empeño de entregarte. Quieres el cumplimiento de la voluntad del Padre, que es la tuya, aunque como hombre estés lleno de pavor.
¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo? (Mt. 26, 40). Es la pregunta decepcionada que le dices a tus tres amigos. No han sabido estar a la altura de las circunstancias. Y acaso nosotros tampoco hayamos sabido estar a la altura de las circunstancias, en otros momentos de nuestra vida, con ese Jesús que, en esos momentos de angustia y soledad, se acordaba de todos y cada uno de nosotros, con nuestros nombres, apellidos y procedencias. Y eso le hizo vencer su pánico y aceptar el sacrificio. Por nosotros.

Ha llegado la hora. El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ‘Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar’. (Mt. 26, 46).

Sí. Ya llegaban. Judas se acerca y besa al Hijo del hombre. El rostro de Cristo quedó marcado por la huella de unos labios que consumaban la repugnante traición, labios que a su vez se tiñeron del rojo sudor de la sangre del Salvador.

Ahora quedamos nosotros. Es nuestra hora. Es nuestro acompañamiento a aquel Cristo sufriente representado por tantas imágenes del Cristo silencioso que hay en todos nuestros templos y que nos contempla conociendo hasta el fondo lo más íntimo de nuestra persona. Y espera que no lo abandonemos como hicieron Pedro, Santiago y Juan.

La contemplación de esta escena de la Pasión en Getsemaní es posible que pueda ayudarnos a ser lo suficientemente fuertes como para no dejar nunca el acompañamiento que le hacemos esas noches de oración íntima con Él. Y también para cumplir la Voluntad de Dios en cosas que nos cuesten. ¡Señor, que no se hagan las cosas como yo quiero, sino como quieres Tú! «Jesús, lo que Tú quieras. Como Tú quieras. Cuando Tú quieras”.
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Ya has llegado ante Pilatos, donde te ha remitido el Sanedrín judío.

Mientras Pilatos te interroga va llegando a la conclusión de que no hay ninguna culpa en Ti. Los motivos que aducen los jerifaltes judíos son religiosos y Roma no pinta nada ahí. Pero cuando ya le dicen que quiere ser rey de los judíos, eso ya suena a sedición, a revuelta, a alborotar al pueblo. Y eso sí debe atenderlo. Aún así, tampoco ve nada peligroso e intenta librarte proponiendo soltarte a Ti o a Barrabás. Y el pueblo eligió la libertad de un bandolero. ¡Qué sólo te encontrarías, Jesús!


A Pilato le faltó valor. Su cobardía le llegó al extremo de mandar que te azotasen. Y para cumplir semejante orden, te atan las muñecas y pasan la cuerda por una argolla del techo para dejarte de pie con los brazos extendidos hacia arriba dejando al descubierto pecho, espalda y todo el cuerpo. La pequeña defensa amortiguadora de los brazos estaba anulada.

Por la Sábana Santa sabemos, mirando la dirección de los latigazos, que fueron dos los sayones colocados uno a cada lado. Cada uno con un flagelo romano: un mango o empuñadura a la que iban unidas cuatro tiras de cuero de 50 centímetros cada una, al final de cada una de las cuales había dos bolas de plomo alargadas. Es decir, que cada latigazo equivalía a cuatro de golpe, con cuatro desgarros en la piel y en la carne a causa de las bolas de plomo.

El lugar donde descargar los latigazos podía ser la espalda, pero cuatro medios metros de cinta de cuero podían pegar en espalda, pecho, vientre o piernas, ocasionándote heridas en todos esos sitios. Y además del golpe en sí mismo, el corte ocasionado por la retirada brusca de las tiras para descargar un nuevo golpe.



Bestial. ¿Cuántos golpes te dieron, Jesús? ¡Qué caros te hemos costado! Los judíos tenían estipulado que fueran 40 en su Ley, pero como mucho llegaban a 39 para no matar al reo. Y no lo hacían con un flagelo. Los romanos eran bastante más animales. Pegaban hasta que se cansaban de pegar pero sin matar al reo. No olvidemos que Pilato lo quería soltar. Aun así, estarías IRRECONOCIBLE. “No hay en Él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, no hay en Él belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada.”(Is. 53, 2-3). Es el poema del siervo de Yavé que ahora se cumplía en Ti, se hacía presente,cobraba triste y trágica realidad. Para eso naciste. Para eso aceptaste esa forma de Redención pudiendo hacerlo de otra forma, incluso incruenta. Pero fue así. Y no tiraste la toalla. Supiste (y pudiste, aunque no sepamos cómo) aguantar el tipo hasta ese final que aún tenía que llegar.

Pero hay más. Además de las heridas que se podían observar, del vergonzoso espectáculo de ver correr tu sangre por las losas de aquel patio, debemos pensar, contemplar, deducir,…en las heridas internas de tu cuerpo. Tu hígado y tus riñones debieron quedar dañados. Con el dolor que estarías sintiendo, ¿cómo estarían tu corazón y tus pulmones? ¿Empezaría a hacer acto de presencia la asfixia, la enorme dificultad para respirar al no poder expandir los pulmones por el dolor que sentirías?

Podemos pensar que eras un pedazo enorme de dolor recubierto de forma humana. Serías todo dolor. Sin lugar a dudas.

Y te soltaron. Y nos imaginamos que no sería con ninguna delicadeza: cortaron la cuerda y caíste el suelo entre los charcos de tu propia sangre. La Redención ya había empezado.

Pero no tuvieron bastante. Tú habías dicho que eras Rey y a alguno de aquellos romanos se le ocurriría ponerte una corona, no de laurel como en sus juegos olímpicos, sino de la planta que hubiese por allí. Y la que había tenía espinas, pero eso parece que les divirtió más. ¡Claro! La cabeza todavía no tenía apenas heridas…

Y te la pusieron. Te coronaron. Te hicieron burla hasta el extremo de colocarte una clámide romana sucia y vieja como manto real y darte una caña como cetro de realeza y poder. Incluso hasta te compusieron un himno de la coronación: ‘Salve, Rey de los judíos’ (Mc. 15, 18), acompañado de bofetones y escupitajos. Eso fue otro tipo de flagelación: la de tipo moral. La humillación, el abuso de un ser en tus condiciones físicas,…

El espectáculo debió ser muy divertido para ellos. ¡Qué orgullosos estarían! Para nosotros ¿cómo sería? ¿dantesco?, ¿horroroso?, ¿infernal?... No sé. Acaso no encontraríamos calificativo alguno con el que resumir esos instantes.

“¡Ecce homo!” (Jn. 19, 5). Pilato te presentó así a la plebe. ¿Para qué? ¿Para que sintieran lástima de ti? ¡No! Si ya habían decidido la conveniencia de que un hombre debía morir por el pueblo (Jn. 11, 50), no se iban a enternecer ahora. Más bien pienso que te presentó, si bien ignorándolo, para que en los siglos venideros te pudiésemos contemplar la Humanidad entera y plantearnos el sacrificio que habías elegido por cada uno de nosotros.



Y la Historia sigue. Y nosotros formamos parte de esa Historia. Con nuestros nombres y apellidos. Con nuestras circunstancias. Con nuestras limitaciones, pero hasta cierto punto. Si Tú no dijiste ¡basta ya! nosotros debemos continuar, como Tú hasta que nos llames ante Ti. Y en ese momento, ten presente tu misericordia y los Méritos de esa Pasión, Muerte y Resurrección que tuviste por nosotros.

Pero eso de que ‘si lo dejas libre no eres amigo del César’ (Jn. 19, 12), debió influirle de forma definitiva. Solución: ‘Se lo entregó para que lo crucificaran’. (Jn 19 16). Y continúa la Pasión de forma más cruenta. Hasta ahora han sido palabras, acusaciones, silencios,…y latigazos.

Ahora…continúa de otra forma. Es el camino al Gólgota.

Que Dios y Nuestra Señora de los Dolores nos bendigan.

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