domingo, 28 de marzo de 2010

Monólogo con la Madre

Hay dos Estaciones del Vía Crucis que, precisamente por no estar recogidas en los Evangelios me han llamado más la atención: Los encuentros de Jesús con su Madre y con la Verónica.

¿Es, entonces, una tradición? No sé, pero mi conciencia cristiana no los rechaza. Desde aquí vamos a intentar imaginarnos en el escenario de aquel Jerusalén. Vamos a ser protagonistas. Vamos a meternos en sus calles abarrotadas de gente que había llegado con motivo de la Pascua y que se había encontrado con aquel espectáculo. Miremos bien la escena. Tres hombres iban a morir en la cruz, el horrible suplicio romano reservado a los malhechores y criminales. Y uno de ellos era Jesús, el Cristo, el Ungido de Dios.

Pero nosotros no podemos perder de vista, dentro de ese terrible escenario, el papel de una mujer destrozada por la angustia y el dolor, por la impotencia y el sufrimiento. Su nombre, María de Nazaret. La Madre, dolorosa ya, del que iban a matar de forma ignominiosa.

Y pensamos, María, que podemos considerar lógico que en tu amargura y desesperación de madre clamaras al Dios que te cubrió con su sombra y te hizo Madre de esa persona que salía a la calle cubierta de sangre, heridas y escarnio del palacio de Pilato, cargado con una Cruz.

Y pensamos también que irías siguiéndolo en toda la Vía Dolorosa llamándolo con esos gritos desgarrados por la impotencia y el dolor de Madre para transmitirle tu apoyo y calor materno con la esperanza de que se supiese arropado por ti desde tu corazón, atravesado ya por la espada que, en un tiempo ya lejano, te profetizó el anciano Simeón en el Templo de Jerusalén.

Y hasta lo verías de cerca, especialmente cuando os tropezasteis y os mirasteis de frente. ¿Qué os dijisteis con la mirada, María? ¿Qué sentimientos de dolor inhumano fuiste capaz de experimentar al ver que en vez de un Hijo tenías ante ti un apunte de persona, un resto de algo que alguna vez tuvo forma de Hombre, que lo amamantaste, lo educaste, lo cubriste de besos como niño y como adulto y que ahora te lo mostraban destrozado? ¿Cómo fue entonces la fe en el Padre que te escogió para sufrir y soportar ese momento? ¿Cómo fuiste capaz de llegar hasta el pie de la Cruz? Para todos cuantos estamos aquí en este siglo nos resulta humanamente incomprensible.

Solamente la Fuerza del Espíritu que se posó en Ti y la virtud del Altísimo que te cubrió con su sombra pudieron ayudarte y darte esa fuerza sobrehumana, divina podríamos decir, que necesitabas en tu desolación para no morir de dolor, angustia, impotencia y desesperación.

Jesús…, tenía que seguir su camino y terminar el destino para el que había venido al mundo, sufriendo, además de los dolores físicos horribles que tendría, el de verte sola frente a Él y no poder consolarte con una simple caricia filial. No. Habría que decir, humanamente, que no era eso, pero en los planes divinos, que era eso. Y seguiste el camino.

Acaso te sirviera de consuelo, si es que llegaste a presenciarlo, ver a esa mujer que, jugándose el tipo y sin poder entender que a un hombre al que iban a ajusticiar, llagado y lleno de sangre por todas partes, no hubiese nadie capaz de darle agua o limpiarle esa cara llena de sangre, sudor y salivazos de los sayones que, también en el camino, lo iban azotando.

Y tuvo el arranque de generosidad, de misericordia humana, de desprendimiento de su propia seguridad, para limpiar el Rostro de tu Hijo con su propio velo.

Y dentro de su rotura interior y exterior, tu Jesús tuvo el detalle de premiarla imprimiendo, insertando, marcando o llámese como se quiera, su propio Rostro en los tres pliegues de ese pedazo de tela, desde entonces Santo ya. Era el nacimiento de la Santa Faz que tanto ha supuesto para muchos cristianos.

Si lo presenciaste, estamos seguros que agradecerías ese gesto y, dejando volar la imaginación, pensamos que harías por ver a esa mujer y agradecerle su compasión. Tal vez fue la única ayuda que tuvo Jesús camino de la muerte, porque el cireneo fue forzado a llevar la cruz. No fue por iniciativa propia. Y si Roma consintió en esa ayuda tampoco fue por generosidad ni piedad, sino para que pudiera llegar vivo al Gólgota y concluir la asquerosa sentencia de Pilatos.

Era el momento del regocijo del poder de las tinieblas. Pero también era el momento de que muriese el grano de trigo para que surgiera el fruto del triunfo del bien sobre el mal. Y Tú, Madre, también participaste y colaboraste en ello. Porque a través de Ti nos llegó la Redención copiosa e infinita de tu Hijo, verdadero Hombre y verdadero Dios.

Permítenos, Madre, que meditemos unos instantes en cómo sería tu dolor de Madre y tu impotencia ante esa injusticia que con tu Hijo se cometía.

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Ya estamos en el Calvario. Todos. ‘Ellos’ y también nosotros, que vamos a intentar acompañarte. A Ti, como Madre. Y a Él, como nuestro Redentor.



Jesús va dando, dentro de su penoso estado y a pesar del mismo, respuestas concretas y demostración de ejemplo a seguir por nuestra parte.



Madre. ¿Le oías pedir perdón por los que le habían clavado los clavos en muñecas y pies a aquellos maderos, así como a los que antes lo habían azotado, coronado de espinas, ultrajado,…y decirlo en voz alta? Bueno. No sabemos si sería alta, si sería gritando o sería en un murmullo entrecortado y jadeante teniendo en cuenta su estado. Pero pidió el perdón para aquellos a través de los cuales y de su ignorancia se llevaban adelante los Planes Salvíficos y Redentores de Dios.

¿Oíste el momento de oír gritar a los dos individuos crucificados junto a Él, uno insultándolo y el otro clamando misericordia para él? La actitud de tu Hijo le hizo, no sabemos si revivir, pero teniendo en cuenta la trayectoria de su vida, perdonando y atendiendo a quienes se arrepentían de sus conductas pasadas, le hizo ser fiel a Sí mismo. Tampoco sabemos cómo se lo dijo ni nos lo podemos imaginar, pero surgió el Jesús de los caminos y de los atardeceres compasivos. “Te lo aseguro. HOY estarás conmigo en el Paraíso”. (Lc. 23, 39-43). Y eso es más que una promesa. Ese HOY es una realidad vivida ya desde el Presente Continuo de la Eternidad de Dios. Dimas, aun desde su cruz, debió morir dentro de una paz desconocida para él hasta ese momento. Puede que cuando le quebraran las piernas no se enterase de ello y si se enteró es posible que le diera igual. Se vería viviendo los pasos previos a los más hermosos de su vida: la entrada en el Reino de la mano de tu Jesús.

Pero el momento de hablar directamente contigo, su Madre, es inenarrable. ¿Qué se puede decir? Ni siquiera Juan, que desde su fidelidad al Maestro amigo fue el único Apóstol que le acompañó en la Cruz junto a ti, María, fue totalmente consciente del encargo que estaba recibiendo. No era ya recibirla en su casa y cuidar físicamente de Ella. Era cuidar de la Madre de la Iglesia naciente, era cumplir de alguna manera con la función del Hijo que físicamente se iba para que su Madre, como a la viuda de Naím, no notase tanto su soledad ni quedase desamparada. Era ser depositario del germen de la Maternidad de María como Madre de todos cuantos en el transcurso de los siglos íbamos a ser, como miembros de la Iglesia, hijos suyos por deseo expreso de Jesús.

¿Cómo y con qué fuerza dijiste eso, Jesús? ¿Cómo y con qué ánimo recibiste ese encargo, Madre? Y tú, Juan, ¿cómo y con qué actitud tomaste a esa mujer a la que tantas veces habías visto acompañando a tu Amigo? ¿Cómo fue el abrazo de acogida que le diste a tu nueva Madre? ¿Cómo vivisteis los dos el principio de esa nueva era que nacía desde el fin de la etapa de Dios como Hombre en la tierra?

No conoceremos jamás las respuestas a estos interrogantes, pero debemos verlo como una realidad implícita en ese momento de la Historia de la Humanidad, ya redimida.

Y nosotros, ¿no somos capaces de oír en el silencio de nuestro corazón, esa voz dirigida a todos nosotros, que nos dice muy claramente: “Escúchame tú, hombre o mujer que me acompañas en mi Cruz: Ahí tienes a tu Madre”?.

Y Tú, María, continúas hoy dándonos ánimos en nuestro trabajo, en nuestra vida, en nuestros quehaceres cotidianos, en nuestra dedicación a la causa de tu Hijo. No nos abandones jamás. Somos tus hijos por encargo explícito de tu Hijo…

Luego, salió el Hombre. Te ves sólo, Jesús. Abandonado. La vida se te escapa a cataratas. El sufrimiento es cada vez mayor. ¿Cómo podías seguir vivo después de todo lo que habían hecho? Das a entender que tenías una enorme fortaleza humana y tal vez fuese así, pero la Fortaleza que te mantenía vivo debía proceder de Alguien como Tú. Y clamaste a Él como Hombre. Después, en un rasgo de luz, acaso te dieras cuenta que era necesario que pasaras por ahí y que ese Dios que creíste por un momento que te había abandonado seguía fiel a su Plan Redentor a través de Ti. No en balde demostraste un temple fuera de lo común cuando ibas predicando por caminos, pueblos y ciudades.

Pero el cuerpo, o lo que quedaba de él, empezó a protestar. Tenía sed. Estabas desangrado. Nadie te había dado de beber. Necesitabas reponer líquido que luego saldría por todos los agujeros que te habían hecho. El último, la lanzada en tu costado, así lo demostró. Salió agua. Sangre ya no quedaba apenas. Era imposible. Pero solamente te dieron vinagre en una esponja colocada en la punta de una lanza para refrescarte la boca. (Jn.19, 28-30). ¿Cómo se iban a subir a una escalera para dar agua a un moribundo? No valía la pena, ¿verdad? Pero así se cumplió la Escritura.


Y quisiste que ésta quedase más patente: “Todo está cumplido”.(Jn.19,30).Tu misión, Jesús, estaba prácticamente cumplida, finalizada. Fuiste fiel al Padre y al Espíritu. Ya no tenías nada. Desnudo viniste y desnudo te fuiste. Alguna persona caritativa te pondría el paño de pureza como un signo externo de respeto y piedad hacia Ti. Bendita sea quien así actuó. Luego, los escultores y pintores de todas las épocas se encargaron de inmortalizar a los ojos de las gentes de todos los tiempos este gesto caritativo.

Y el final muy propio de Ti. Dirigirte al Padre con quien tantas veces te habías comunicado en la oración de los anocheceres y de los amaneceres. En el silencio de los montes o en la quietud de los mares. Y ahora no podía ser de otra manera: desde un monte, el Gólgota, le diriges la suprema y última oración: “Padre. En tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc. 23, 46)

Que Cristo en la Cruz y Nuestra Señora de la Esperanza nos bendigan

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