domingo, 11 de abril de 2010

El Amor de los Amores


Ya han quedado atrás los días de Cuaresma y del Triduo Pascual. Apenas hemos empezado a saborear el triunfo de Jesucristo sobre el pecado y la muerte. La frase, tan repetida estos día, de ‘¿Dónde está, muerte, tu victoria?’, se ha rezado, cantado y hecho patente en nuestras oraciones como un digno colofón a la Pasión y Muerte del Salvador, como una bandera de Resurrección vencedora del pecado y de la Muerte eterna. Gracia y Misericordia de Dios se hacen patentes cada momento.

Y sin embargo queda un aspecto de la vida de Jesús entre nosotros que debemos valorar en la medida de nuestras posibilidades. Es un acontecimiento ocurrido en la despedida de sus amigos el Jueves Santo en su Última Cena con ellos: la institución de la Eucaristía.

Aunque hayamos dejado atrás los acontecimientos posteriores a esta Cena, no podemos olvidarnos de ella porque es la mayor de las locuras de Jesús por todos y cada uno de nosotros: a través del pan y el vino quiere quedarse entre nosotros para no dejarnos huérfanos y que podamos acudir a Él siempre que queramos. ‘No os dejaré huérfanos; volveré a estar con vosotros’. (Jn. 14, 18). Es la Disponibilidad Divina a nuestra disposición. Es el valor del Sacramento de la Eucaristía, presencia real y verdadera del mismo Jesús flagelado, torturado, crucificado, muerto y resucitado por nosotros para nuestra propia santificación.

El recordado Papa Juan Pablo II dijo: ‘Cuando nos alimentamos con el pan vivo que ha bajado del cielo, nos asemejamos más a nuestro Salvador resucitado, que es la fuete de nuestra alegría, una alegría que es para todo el pueblo’. (Lc. 2,10). (Homilía del 2 de febrero de 1981). Jesús es la fuente de toda nuestra alegría, que plenifica nuestros actos cotidianos, porque, como oí decir a un sacerdote en uno de los retiros espirituales a los que he asistido, ’un santo triste, es un triste santo’. Y la Resurrección de Jesucristo y su presencia sacramental en la Eucaristía, es para que reventemos de gozo y expandamos nuestra alegría a los cuatro puntos cardinales.

‘La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la Historia’. Esto también es de Juan Pablo II, en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 7 y 9. Es decir, que este Sacramento es el eje motor del cristianismo de nuestro tiempo y de todos los tiempos, de nuestras vidas y de las vidas de cuantos acuden a Él para refugiarse en Él y cumplir la voluntad del Padre.

¿Cuántas veces nos hemos arrodillado ante el Sagrario sabiendo que dentro está Jesucristo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, bajo la forma sacramental? ¿Cuántas veces le hemos abierto nuestro corazón, nuestros problemas, nuestras necesidades e inquietudes,…? ¿Cuánta paz y fuerza hemos encontrado en la Adoración a la Eucaristía? Porque ‘Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí no tendrá ya hambre, y el que cree en Mí jamás tendrá sed’ (Jn. 6, 35).

De ahí que nuestro compromiso con la Eucaristía, como canto a la Vida y fuente de Vida, Esperanza y Amor, sea absoluto. Y la Santa Misa el vehículo que nos conduce a la adoración del Amor de los Amores. No sé si tendremos claro el auténtico valor de la Misa, teniendo en cuenta nuestras limitaciones humanas. Me da la impresión de que no podemos llegar a alcanzarlo, pero la Gracia de Dios siempre viene en nuestro auxilio y se abaja hasta nosotros para que nuestra adoración le llegue, aunque no sepamos cómo. Es nuestro abandono adorador en Sus Manos. Es nuestra nada magnificada por la Gracia y Misericordia del Resucitado.

¿Cómo intentar vivir nuestras Eucaristías? Pienso que si participamos del sacerdocio común de Jesucristo por el Bautismo que un determinado día recibimos, también podemos concelebrar la Misa, si bien no de forma ministerial como el sacerdote que la preside desde el presbiterio y que nosotros seguimos desde los asientos respectivos del templo.

Cuando el sacerdote sale de la sacristía revestido con las vestiduras litúrgicas del momento, nos ponemos de pie como un signo de respeto y una preparación para comenzar la celebración. Entendemos que las palabras que el presidente de la Asamblea dice y las que nosotros contestamos, no son frases aisladas que ‘él dice y nosotros respondemos’, no. Son una simbiosis de personalidades en las que el sacerdote desde el altar y nosotros desde nuestro lugar conformamos una personalidad única e indivisible dentro de la liturgia eucarística, pero sin anular la individualidad personal de cada uno.

Viene a ser algo así como (y esto es muy difícil de explicar) si Jesús estuviese hablando con nosotros en una conversación distendida en la que todos hablamos y disfrutamos alrededor de una mesa, de SU mesa, compartiendo el alimento que fortalece el espíritu y anima al cuerpo a incrustarse en las estructuras mundanas para hacerles llegar la Vida a través de nuestra propia vida, con nuestro propio testimonio, (a pesar de nuestras limitaciones y pecados).

Algunos salen a participar de las lecturas pero no debemos ver a Fulano o Mengana que están leyendo. Son Jeremías, Isaías, Pablo, Pedro o Juan que están presentes ahí en ese momento en el ambón a través de esas personas y hablan directamente a los ocupantes de la nave del templo. Proclaman la PALABRA recibida valiéndose de la boca y de la personalidad del lector o lectora como si estuvieran en Nínive, Corinto, Jerusalén, Éfeso o en el lugar correspondiente de su predicación de antaño.

Cuando el sacerdote expone la homilía estamos oyendo a uno de los profetas del siglo XXI o al mismo Jesús del monte de las Bienaventuranzas que nos está hablando a todos y nos está transmitiendo el mensaje de la Palabra como lo hacía en cualquiera de sus intervenciones públicas. Y nos debemos sentir responsables de llevar a nuestras vidas aquello que más nos ha calado en un afán constante de superación y de búsqueda de la perfección que Dios nos pide que tengamos.

Cuando llegan las oraciones comunes de todo el pueblo, como el Gloria, el Credo o el Padre nuestro, debemos pronunciarlas a la vez que el sacerdote, sin prisas, de la misma manera que cuando varios sacerdotes concelebran pronuncian las palabras de la Consagración al unísono, a la vez que todos extienden sus manos sobre el Pan y el Vino que han pasado a ser, en función de su ministerio sacerdotal, el Cuerpo y la Sangre de Cristo.



Para nosotros, el ofertorio no es simplemente ofrecer el pan y el vino a Dios. Es meter en el cáliz, simbolizado por las minúsculas gotas de agua que se mezclan con el vino, todo lo que conforma nuestra existencia: los pesares, las satisfacciones, los sufrimientos, las frustraciones, las angustias, las alegrías y tantas y tantas cosas como envuelven nuestra existencia, para ofrecérselos al Padre por mediación del sacerdote. Es poner nuestra vida en el altar. Es poner nuestra disponibilidad y nuestros talentos para dejarnos modelar por Dios como barro en sus manos de Supremo Alfarero.

La Consagración es la cumbre. Es el momento magnífico e indescriptible, el momento divino que el Resucitado se hace presente entre nosotros. Es como si estuviésemos en aquel sepulcro viéndolo salir triunfante, con los ojos de nuestra fe. Es cuando nos está diciendo a cada uno de nosotros ‘Vosotros seguiréis viéndome porque yo vivo y vosotros también viviréis. Cuando llegue ese momento, comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros’. (Jn. 14, 19-20). Es acompañar la genuflexión del sacerdote ante la presencia real de Jesucristo que en ese momento nos visita a la Asamblea, inclinando nuestra cabeza y adorando hasta donde nuestros límites humanos lo permitan. Es nuestro desierto convertido en vergel. Es el anonadamiento humano ante la Divinidad presente.

La Comunión es algo muy especial. Hace que nos sintamos pequeños, insignificantes, en el momento de recibir esa Hostia que sabemos, por la Fe, que Jesucristo está todo entero con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y que viene a nosotros a visitarnos en nuestra morada a pesar de haberle dicho, como el centurión, que ‘no soy digno de entres en mi casa ...’ (Mt. 8, 8). Pero Cristo entra. ¡Vaya si entra! Y en ese momento de íntima unión, fluye el diálogo que ‘recrea y enamora’. La música está callada. La soledad suena en el silencio interior. No existe el tiempo. Sólo está el Todopoderoso haciéndose presente en nuestra persona que Lo acoge en su intimidad.

Y eso no se puede entender. Es la Fe la que nos habla. Las personas solamente podemos abrirnos a su misericordia, a su Gracia, y dejarnos poseer. El Altísimo ha hecho morada en nosotros. Sólo nos queda enfrentarnos a nuestros propios límites humanos y decirle: ‘Padre. Gracias por ser quien eres y por ser como eres. Aquí me tienes con todas mis limitaciones, mis fallos y mi nada. Haz de mí lo que quieras. Lo acepto todo con tal de que tu voluntad se cumpla en mí y que yo sea instrumento de tu paz y vehículo a través del cual te manifiestes en este mundo que has redimido y que no te conoce porque no quiere conocerte. Ayúdame con tu Gracia para no defraudarte.’

Y cuando al sacerdote levanta su voz para terminar la Eucaristía y rompe el hechizo de ese momento mágico de intimidad, sentimos que tenemos que superar esa interrupción al salir de ese diálogo amoroso.

Y sí. La Eucaristía termina en el templo. Pero la bendición final es el ‘Id y predicad el Evangelio por todo el mundo’. (Mc.16, 15). Y es también el ‘Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra”. (Act.1, 7).



Y la Eucaristía continuará en el altar de la vida diaria : en el taller, en la mar, en el campo, en la casa , con la cotidianidad de cada día transformándola en la cotidianidad del taller de un carpintero llamado José, casado con su esposa, de nombre María y un joven aprendiz llamado Jesús.

La próxima Eucaristía será una continuidad de la anterior y una nueva proyección hacia el futuro de la Iglesia que espera la Parusía final.



Que el Cristo Resucitado y Glorioso y Nuestra Señora del Carmen del Maipú, nos bendigan a todos.

2 comentarios:

euterpe dijo...

Estimado señor Maset:
La Eucaristía: el mayor milagro de la historia de la Humanidd. Y no le prestamos la atención que merece. Se podría preguntar a diversas personas por qué "van a misa" y seguramente no sabrían responder. Hay "católicos no practicantes" (?) que dicen que son cristianos de fondo y acusan a quienes frecuentan los Sacramentos de ser "cristianos de forma"... y, naturalmente, para su comodidad, argumentan que es más importante el fondo que la forma.
Nuestro cristianismo tiene su razón de ser en Cristo, el Mesías, cuya figura ha sido estupendamente expuesta por el señor Maset (gracias por su trabajo). Si Él está presente en la Eucaristía en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, ES EN ELLA DONDE ESTÁ EL VERDADERO FUNDAMENTO, EL CORAZÓN DE NUESTRA VIDA ESPIRITUAL. No nos confundamos. Nunca cabrá mayor amor que el Suyo, que voluntariamente se dejó torturar cruelmente y asesinar por amor a nosotros. Si comprendemos este hecho, cambiará completamente nuestra actitud ante ese regalo de Nuestro Señor.
Que Dios bendiga a usted y a quienes en todo el mundo buscan a Dios.

El tío Maset dijo...

¡Cuánto tiempo sin tener noticias suyas! Deseo sinceramente que no haya sido por problemas graves. Bienvenid@ de nuevo.

Pone el dedo en la llaga. La Eucaristía es fundamental en la vida del cristiano. Sin ella, ¿qué haríamos? Los temas que toca merecen más atención. Tanto es así que daré mi modesta opinión en una entrada próxima, tal vez la de esta semana, porque hay varios puntos que merecen atención.

Nuevamente le muestro mi agradecimiento y sabe que tiene estas páginas a su disposición. Que Dios y su Santísima Madre l@ bendigan, así como a su familia.