domingo, 18 de abril de 2010

¿Incredulidad? ¡Depende..!

Hubiese podido ser de otra manera, pero…¡fue así! Tal como nos lo relata el Evangelio joánico. Es cierto que en muchas ocasiones debemos hacer un esfuerzo mental para imaginar las cosas tal como debieron realizarse u ocurrir en momentos diversos de la vida de Jesús, de su Madre, de los Apóstoles, de la Iglesia naciente,… Pero si nos centramos en el tema que nos paremos a meditar, y con la ayuda del Espíritu que nos alienta y transmite Vida, podremos tener alguna aproximación. Veamos.

¡Qué casualidad que Jesús se apareciese a los Apóstoles faltando Tomás el Mellizo! ¿Verdad? Pues, perdónenme ustedes, pero personalmente no creo en absoluto en la casualidad. Entiendo que todo tiene un por qué, una razón de ser. Y en este caso concreto relatado en el Evangelio de Juan (20, 19-31), pienso que tal vez Jesús ya lo hiciese así por alguna razón concreta.

Hubiera podido se el mismo Juan. O Mateo. O Andrés. Cualquiera de los otros diez. Pero fue precisamente Tomás. ¿Por qué? La razón la conoce solamente Jesucristo, pero pienso que si Jesús empleó en su vida pública una pedagogía envidiable para hacer llegar la asequibilidad de su mensaje, en el caso que nos ocupa pienso que posiblemente perseguiría algo por el estilo. Y el vehículo, el instrumento, fue ese Apóstol.

‘Hemos visto al Señor’ (Jn. 20, 25), le dijeron sus compañeros apenas posó el talón de su pie en el lugar donde se encontraron. Y se lo dirían entusiasmados, locos de contento y exteriorizando una alegría difícilmente contenible. ¡Era su Amigo al que habían visto nuevamente y triunfante además! ¿No era motivo, ampliamente justificado además, de que se abalanzasen sobre Tomás para comunicarle la magnífica nueva? Resulta lógico, ¿no? Bueno. Pues para Tomás, parece ser que no.

El jarro de agua fría que les echó a sus compañeros de correrías con Jesús debió ser mortal. ¿Cómo se quedarían ellos? ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo’ (Jn. 20, 25). Podría haberles dicho, sencillamente que no lo creía, pero ¿semejante parrafada? ¿Cómo nos hubiésemos quedado nosotros?

No. No había llegado a conocer a su Maestro. Quiso dejar patente que la muerte de Jesús había sido tan real, acaso le había dolido tanto, que tal vez quiso poner a prueba la misma Resurrección, porque realmente aún no había llegado a comprender la hondura de la misma. Ni nadie, realmente. Pero esa fue su manera de decirlo. Lo puso verdaderamente difícil, pero… quedaba el Maestro. Y Tomás lo había minusvalorado a pesar de saber (o ya debería saberlo) que era el Mesías, el Hijo de Dios, Dios mismo y Rostro Humano de la Divinidad.

Y ¡claro! Jesús recogió el guante como lo demostró ocho días más tarde. Y fíjense en la finura de Juan que hace constar dos detalles, para mí muy importantes: ‘…estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos’. Y el otro: ‘…estando cerradas las puertas,…’, Hace hincapié en la presencia del incrédulo y en que todo estaba cerrado. Nadie en carne mortal podía entrar allí. Y sin embargo Jesús se puso en medio de ellos y les deseó la paz. Y, a continuación, pasa al ‘leitmotiv’ de esa reunión con sus amigos: Tomás.

¿Con qué sonrisa lo miraría? ¿Qué cara tendría este apóstol incrédulo? ‘Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado’. Tomás, ¿te convences ahora? Y a continuación, el auténtico mensaje. El objetivo último de su pedagogía divina: ‘Y no seas incrédulo, sino creyente’. Tomás no tuvo otra alternativa. Encajó la lección y el aprendizaje. Su respuesta, magistral ‘summa cum laude’: ‘¡Señor mío y Dios mío!’ (Jn. 20, 28). Todo está encerrado en esa expresión, tanto, que hay muchísima gente que en las Eucaristías la repiten en el momento de la Consagración, para sus adentros.

Pienso yo que ese es el auténtico mensaje de esta perícopa y no va dirigido a Tomás únicamente, sino también a las personas de todas las edades y de todos los tiempos. Es la Fe en el Resucitado. Es la fe en el Dios Uno y Trino el que debe mover nuestro cristianismo cotidiano. Esa es la razón por la que he puesto el título a esta entrada, porque la incredulidad o la Fe dependen de cada uno de nosotros. Jesús tiene paciencia, como hemos visto, y espera el momento oportuno para hacérnoslo ver, como a Tomás. Y, en cualquier caso, si nos confiamos a Él en nuestra oración y le pedimos que aumente la fe que podamos tener, seguro que no nos va a defraudar: ‘¡Creo, pero ayúdame a tener más fe.’ (Mc. 9, 24).


El Evangelio no nos cuenta nada de los que sucedió a continuación. Ni falta que hace. Si queremos dejar volar la imaginación con la mejor de las intenciones, es lógico suponer que a continuación habría una conversación animada entre todos, y acaso Tomás aún se viese cohibido por la ‘machada’ de la primera aparición de de Jesús en la que él no estaba y la respuesta de Jesús unos días más tarde. ¿Sería descabellado pensar que Jesús le pasaría el brazo por el hombro y le animaría a superar ese momento embarazoso? Jesús que siempre tenía una gran apertura para todos y unos deseos de ayudar a cualquier necesitado, vería que Tomás estaba en esa situación y tuvo que echarle un cable. Luego, todo sería normalidad y admiración hacia el Maestro de siempre, hasta un nuevo suceso. El mismo San Juan nos relata otra aparición de Jesús en el mar de Tiberíades. (Jn. 21, 1-14).

Parece ser que estos sucesos obedecen a una progresiva asimilación del hecho de la Resurrección. La Magdalena tampoco lo reconoce y lo confunde con el hortelano. Solamente sabe quién es cuando Jesús la llama por su nombre. ¿Cómo sería ese Cuerpo Resucitado? Volviendo a Tiberíades, seguimos el relato joánico: ‘Entonces, el discípulo a quien Jesús tanto quería, le dijo a Pedro “¡Es el Señor!” (Jn. 21, 7). Cuando ya les dijo que se sentaran a comer, lo tuvieron más claro: ‘Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle “¿Quién eres?” porque sabían muy bien que era el Señor’. (Jn. 21, 12). Pero la clave de la duda está en el final de este fragmento: ‘Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de haber resucitado de entre los muertos’. (Jn. 21,14). O sea, que la primera fue cuando faltaba Tomás. La segunda cuando ya estaba este discípulo. Y en esta tercera aún no tenían claro que fuera el Maestro, quizás por la distancia de la barca a la orilla.

Acaso a nosotros nos ocurra en ocasiones algo semejante para acabar de reconocerlo a través de las estructuras en las que nos desenvolvemos, pero cuando vamos a recibirlo en la Eucaristía y el sacerdote nos muestra la Hostia Consagrada diciéndonos ‘El Cuerpo de Cristo’, es, cuando le respondemos ‘Amén’, como si también estuviésemos respondiendo como San Juan, ’¡Sí! ¡Es el Señor!’.

Y eso nos da la fuerza necesaria para seguir caminando a pesar de que hoy nos estamos encontrando con un laicismo social en el que los valores cristianos están denostados y aparentemente caducos. Y en los pasajes de Tomás, Jesús quiere transmitirnos lo mismo que a su discípulo y al resto de los apóstoles: hay que ser creyentes en Quien dio su vida por cada uno de nosotros. Y no nos quepa la menor duda: Ante todas estas campañas en contra de la Iglesia, ‘las puertas del infierno no prevalecerán contra ella’. (Mt. 16, 18). Es una llamada a la Esperanza. Al final, será Cristo Resucitado, vencedor absoluto de la Muerte y el Pecado, quien triunfará sobre todo y sobre todos los que se empeñen en combatirlo, como en la Cruz del Calvario. Será una nueva y definitiva Resurrección: la Parusía final. También a nosotros nos está diciendo: ‘"También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón" (Jn. 16, 22).

Y eso es un infinito consuelo. Que la bendición de Jesús Resucitado y de Nuestra Señora de Czestochowa nos acompañen siempre.

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