domingo, 25 de abril de 2010

Jesucristo Eucaristía

En ocasiones es complicado responder a alguien. Y esto es lo que me pasa a mí con respecto al comentario que Euterpe hace al final de mi entrada del 11 de abril, titulada ‘El Amor de los Amores’. ¿Por qué? Muy sencillo. Considero que su comentario es muy denso y abarca una serie de temas, que a su vez se entrelazan con otros que no cita, que merecen una atención mayor que una simple respuesta debajo de su comentario, aunque también le he respondido por la consideración que merece esta persona, así como cualquier otra que haga algún comentario a estos escritos.

Al tratar del tema de los Sacramentos, ya quise dejar la Eucaristía para cerrar ese ciclo, precisamente porque al ser el Sacramento de la presencia real del Redentor entre nosotros, continuando aquella memorable Última Cena con los Apóstoles, hace realidad un nuevo banquete Pascual entre sus apóstoles del siglo XXI, que somos nosotros.

Ignoro si será dar vueltas al mismo tema, pero jamás me cansaré de decir y de valorar, dentro de mis enormes limitaciones humanas, la fortaleza y la vida que para nosotros supone que aquel galileo tan cuestionado por los jerifaltes y otros personajes de su época, Jesús de Nazaret, siga hoy entre nosotros.

Euterpe comenta que es el mayor milagro de la historia de la Humanidad. Es cierto. Y no es menos cierto lo que dice a continuación: ‘no le prestamos la atención que merece’. Estamos tan acostumbrados a la cotidianidad de las Misas que, en general, no nos damos cuenta de lo que está pasando cuando el sacerdote, después de la epíclesis, pronuncia las palabras que el mismo Cristo pronunció aquel Jueves Santo, primero de la Historia, y se produce la transubstanciación. El pan y el vino dejan de serlo para ser el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo.

‘Cristo no se hace presente en este Sacramento sino por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo y de toda la substancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular, que la Iglesia católica justamente y con propiedad, llama transubstanciación’. (Pablo VI, Mysterium Fidei, 03-09-1965). Así de claro lo dijo este Papa.

Sabemos, porque así nos lo han enseñado desde el Magisterio de la Iglesia en diversas Catequesis recibidas, que la Santa Misa es la renovación del Sacrificio de la Cruz de Jesús, si bien de forma incruenta, así como de su Resurrección gloriosa. Y eso tampoco se lo plantean esas personas, acaso porque lo ignoran o porque no se lo quieren creer. Y es una pena, porque se están perdiendo a Alguien que plenifica y, como dice Euterpe, donde está el verdadero fundamento y el corazón de nuestra vida espiritual.

‘La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la Historia’. (Juan Pablo II, Encíclica ‘Ecclesia de Eucaristía, 9). Este Papa también nos deja claro el sentido de nuestras Misas. ¿Qué cabida puede tener la rutina en ellas? ¡Es absurdo!

Esa es la razón por la que personalmente no puedo entender que existan ‘católicos no practicantes’, lo mismo que otras personas tampoco lo entienden. Eso solamente es una excusa para justificar la comodidad de cada cual. Dios es Padre y actúa como Padre, pero también desea que sus hijos, nosotros, correspondamos de alguna manera según los talentos que nos haya otorgado. No les gusta implicarse en la implantación del Reino de ese Padre que continuamente nos está llamando a trabajar con Él codo con codo. Les asusta el compromiso y el qué dirán.

Ya conocen la opinión que de ellos tiene Dios: ‘Conozco tus obras y no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero eres sólo tibio; ni caliente ni frío. Por eso voy a vomitarte de mi boca’. (Ap. 3, 15-16). Me da la impresión que estas palabras bíblicas (son Palabra de Dios) no se han meditado mucho ni se ha profundizado en el significado personal que tienen para cada persona.

Miren ustedes. Han sido muchas las veces que me he parado a meditar las palabras de Jesucristo referidas al fin del mundo. (Mt. 24, 36-44). Dentro de esta perícopa me llama la atención: ‘En cuanto al día y la hora nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre’ (vers. 36) ; ‘En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día que entró Noé en el arca; y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos. Pues así será también la venida del Hijo del hombre’ (vers. 38-39). Y el colofón: ‘Lo mismo vosotros, estad preparados; porque a la hora que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre’. (vers.44).

Este versículo 44 va dirigido muy directamente a nuestro propio corazón. Lo mismo nosotros. Y no estoy intentando ponerme apocalíptico. Ni mucho menos. Es por la relación que me parece que tiene con el tema de los tibios. Se vive despreocupadamente. También comemos y bebemos y nos casamos, pero la Palabra sigue viva y actual, tanto, que mucha gente desea combatirla y reducirla a simple ideología barata según sus enanos (o nulos) principios morales y éticos que puedan tener. Y a todos nos va a llegar el momento personal de rendir nuestra existencia al Creador. ¿Cómo hemos vivido? ¿Cómo ha sido nuestra entrega y correspondencia al Cristo que padeció, murió y resucitó por cada persona? ¿Cómo han sido nuestras Eucaristías y nuestras muestras de amor? ¿Qué tenemos que eternizar de nuestras propias existencias?



‘El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su reino a todos los que fueron causa de tropiezo y a los malvados. Allí llorarán y les rechinarán los dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga’. (Mt. 13, 41-43). Es una cosa lógica, pero ¡qué precioso canto a la esperanza el final! ‘Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre’. ¿Cómo no confiar en el mensaje de Jesús, tantas veces repetido, incluso por su Santa Madre en diversos lugares del mundo, invitándonos a hacer caso de su Hijo y al rezo del Rosario? (En el cerro de Tepeyac, México; en Lourdes, Francia; en Fátima, Portugal; en Zeitoun, Egipto; en Akita, Japón;…).

Les dejo con este pensamiento de San Alfonso María de Liborio: ‘Jesucristo dice: donde cada uno tiene su tesoro, allí tiene su corazón. Por eso los santos no estiman ni aman otro tesoro que a Jesucristo; todo su corazón y todo su afecto tiene en el Santísimo Sacramento’.

Que la Santísima Trinidad y Nuestra Señora de la Cruz del Sur, nos bendigan abundantemente.

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