domingo, 2 de mayo de 2010

Padre nuestro.

A pesar del título arriba expuesto, no me voy a detener, al menos por ahora, en la riqueza que encierra esta oración cristológica. Acaso más adelante me detenga en ella con detenimiento.

No sé si estamos de acuerdo en que una de las enseñanzas más trascendentales que Jesucristo nos enseñó es que llamemos Padre a Dios, algo totalmente innovador para aquel momento de la historia del pueblo israelita. Pero, ¿siempre ha sido así? Porque una de las cosas que me he planteado es si el pueblo al que pertenecía nuestro Salvador ya lo llamaba así o no.

Esto me ha llevado a bucear un poco por las sendas de la Biblia, especialmente por el Antiguo Testamento, llevado de mi buena voluntad y mi pasión por la Palabra. Y he encontrado algunos textos que arrojaban alguna luz.

Por ejemplo, Isaías, (uno de mis profetas preferidos, junto con Jeremías, pero sin menoscabo de los demás) dice: ‘Señor. Tú eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla y tú el alfarero, todos obra de tus manos’. (Is. 64, 7). ¿Cómo llegó a esta conclusión? ¡Hombre! Si tenemos claro que el Espíritu, auténtico Autor de la Biblia, hablaba por boca de los Profetas, la respuesta ya la tendremos, pero aun así, habrá que dejar algo, por poco que sea, al hombre, a la persona, al instrumento del que se vale el Autor para plasmar su mensaje.

Y algo antes, todavía lo expone tan claro que no deja lugar para duda alguna: ‘¿Dónde está tu celo y tu fortaleza, la emoción de tus entrañas y tu misericordia? ¿Se han cortado? Con todo, tú eres nuestro padre. Abraham no nos conoció y nos desconoció Israel, pero tú, ¡oh, Yavé!, eres nuestro Padre y “Redentor nuestro” es tu nombre desde la eternidad’.- (Is. 63, 15-16). Ya ven. Este profeta lo tenía muy claro, aunque el pueblo mimado de Dios no era totalmente consciente de esto.

De cualquier modo, pensaba que esta expresión debía venir de atrás y mi primer pensamiento se dirigió a Abraham, porque ‘Yo te haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre que será una bendición’. (Gén. 12, 2). Como principio, no está mal, pero no se refleja la Paternidad que buscaba, si bien parece que la da a entender.

La Historia se va desarrollando, pasan los distintos Patriarcas y nos encontramos con ese pueblo prometido a Abraham sometido a una esclavitud feroz en Egipto. Y sin embargo el pueblo no pierde la esperanza en quien sabe que es su Dios. Su clamor es continuo y saben que llegará un libertador. Y el momento llega en el Sinaí manifestándose a Moisés., en el episodio de la zarza que arde sin consumirse. ‘El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí…Ve, pues; yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto’. (Éx. 3, 9-10).

A poco que analicemos esta orden divina, podríamos ver que corresponde a la actitud de un padre que ve a sus hijos en peligro, sufriendo y humillados. Y la respuesta llega. Cuando se consigue y se atraviesa el Mar Rojo, este pueblo elegido ha emprendido el camino hacia una libertad que lo transforma en pueblo cultual hacia su Dios, que sabe que lo protege, que son suyos, aunque las distintas infidelidades también hace que reciban algún varapalo, como cualquier padre hace con sus hijos para enmendar sus conductas erráticas.

Podemos decir que Dios ya ha dado forma, y a dado a luz a ese pueblo que tenía concebido desde la eternidad para acoger la llegada de su Hijo unos siglos más tarde. Y llega un momento en el que Moisés se ve agobiado e impotente ante sus exigencias y reclamaciones. Le dice: ‘¿Por qué has echado sobre mí la carga de todo este pueblo? ¿Lo he concebido yo ni lo he parido para que me digas: Llévalo en tu regazo como lleva la nodriza al niño a quien da de mamar, a la tierra que juraste dar a sus padres? (Núm. 11, 11-12). También parece que Moisés está empleando con Dios una terminología que corresponde a un padre o a una madre.

Pero es el profeta Oseas quien nos relata el amor tierno y entrañable que Dios manifiesta a ese pueblo que le quiere honrar, aun dentro de sus infidelidades. ‘Cuando Israel era niño, yo lo amé; yo desde Egipto vengo llamando a mi hijo, pero cuanto más los llamas, más se apartan…Yo enseñé a andar a Efraín, le llevé en brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarle. Los até con ataduras humanas, con ataduras de amor; fui para él como quien alza una criatura hasta tocar a sus mejillas, y me bajaba hasta él para darle de comer’. (Os. 11, 1-2). Aquí ya podemos observar que le está llamando claramente ‘hijo’, que lo llama desde Egipto.

Y más adelante, es Jeremías el que nos muestra con una claridad enternecedora, la reacción de Dios hacia ese hijo díscolo que tiene. ‘¿No es Efraín mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas veces trato de amenazarle, me enternece su memoria, se conmueven mis entrañas y no puedo menos que compadecerme de él, palabra de Yavé’. (Jer. 31, 20). Realmente es un consuelo que todo un Dios sea capaz de sentir esa manifiesta ternura hacia su pueblo, y, por extensión, hacia cada uno de nosotros. El profeta Ezequiel así nos lo manifiesta: ‘¿Quiero yo acaso la muerte del pecador , dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva?’ (Ez. 18, 23). Manifiesta tan claramente la voluntad de Dios que es, para nosotros, un canto a la misericordia y paternidad divinas. Es como un himno solemne al triunfo del amor de Dios sobre el mal y el pecado del mundo.

Siguiendo mi periplo por el A.T. me he detenido en el Libro de la Sabiduría. Recordé haber leído algo concreto sobre el tema que nos ocupa y me lo encontré. ‘Uno se propone navegar, se dispone a atravesar por las furiosas ondas e invoca a un leño más frágil que la nave que le lleva. Pues ésta fue inventada por la codicia del lucro y fabricada con sabiduría por un artífice. Pero tu providencia, Padre, la gobierna, porque tú preparaste un camino en el mar y en las ondas senda segura’. (Sab. 14, 1-3). Este sentido de filiación está latente en el pueblo de Dios y así lo manifiesta en ocasiones, como en estos versículos.

Y también en el Libro de los Salmos hay bastantes veces en las que el salmista acude a Dios como un hijo a su Padre. Por ejemplo: ‘Él me invocará diciendo “Tú eres mi padre, mi Dios, la roca de mi salvación”. Y yo le haré mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra. Yo guardaré eternamente con él mi misericordia y mi alianza con él no será rota’. (Sal. 89 (88), 27-29).

Este sentido de paternidad está contenido en el pueblo israelita que, como tal pueblo, se considera ‘hijo’. Luego ya vendrá Jesús de Nazaret a manifestarnos que esa paternidad trasciende al nivel personal, individual, y a la universalidad del género humano. Eso ya lo veremos en otra ocasión.



Que nuestro Padre Dios y Nuestra Señora de la Caridad del Cobre nos bendigan.

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