domingo, 23 de mayo de 2010

El Padre Nuestro (II)

Dios quiere ser tremendamente cercano a su obra predilecta, el género humano, desde siempre y así lo ha ido manifestando en el transcurso de la Historia. Y siempre se tropezó con la tozudez de las personas. Envió luego a su Hijo para hacérnoslo ver y el resultado fue…la Cruz. Y luego la Resurrección. Ahora es el camino que nos toca recorrer aprendiendo de los errores del pasado y dando nuestra respuesta positiva a ese Padre que continuamente nos llama, nos interpela y espera nuestra respuesta diaria.

Esta cercanía, Jesús nos la quiso hacer ver en esta oración en la que manifiesta su deseo de que nos dirijamos a Dios llamándole ‘Padre’. ‘Vosotros orad así: Padre nuestro…’ (Mt. 6,9).

La semana pasada comenzamos a desgranar algo de su contenido. Hoy vemos algo más. Venga a nosotros tu Reino. Pero ¿qué Reino le pedimos que venga a nosotros? Podemos afirmar categóricamente que el Reino al que hace referencia Jesucristo no es, ni tiene nada que ver, con ningún reino con estructuras temporales, ni tampoco tiene como objetivos ningún bienestar material.

Cuando Jesús está siendo interrogado por Pilato y éste le pregunta si es rey de los judíos, la respuesta no deja resquicio alguno a la duda: ‘Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera mis seguidores hubieran luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo’. (Jn. 18, 37). Y es que el Reino que él nos quiso mostrar está a un nivel infinitamente superior a los de acá abajo porque es la Morada del Autor de todo, el cual desea que vivamos allí, con Él, sin pesares de ningún tipo y con una felicidad a la que nos destinó cuando nos llamó a la vida.

Pedirle que venga a nosotros ese Reino es pedir que seamos capaces de cumplir esta frase del Apocalipsis: ‘He aquí que hago nuevas todas las cosas’. (Ap. 21, 5). O sea, lo injusto transformarlo en justo; la dureza de corazón transformarla en un corazón puro capaz de amar a tope; que las viejas actitudes sean transformadas en motivos para servir y que la vida de cada uno sea un constante servicio a nuestros prójimos, a semejanza de lo que nos enseñó el Maestro a través de su modo de vivir.

Se trata, por una parte, de estar haciendo un análisis crítico permanente con nuestras formas de ser y de actuar para aplicarles los índices que corrección que sepamos que nos alejan de Él. Por otra parte hemos de ver que ese Reino tiene un destino muy claro: la Humanidad. Es para todos porque es universal. Como Jesús, que quiso morir por todos precisamente para que todos gocemos de ese Reino, que es el destino último y la razón de ser de nuestra vida.

Y ese viaje ya debemos empezar a prepararlo porque ‘el Reino de Dios está dentro de vosotros’. (Lc. 17, 21). No es ninguna utopía. Hemos de vivir y trabajar como si a la vuelta de cada esquina hubiésemos de tropezarnos con la puerta del Reino y entrar en ella para eternizar la forma de la vida que estemos llevando. ¿Vivimos intentando cumplir la voluntad, los planes, los pensamientos del Padre? Eso eternizaremos, porque Él nos dará bastante más del ciento por uno en ese Reino que constantemente le pedimos, sea a través de esta oración en concreto o en otros momentos de íntimo coloquio con la Santísima Trinidad. Pero nuestro esfuerzo y nuestra entrega serán valorados y premiados sin duda alguna.

Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. ¿Pero cómo podemos saber cuál es la voluntad divina? Isaías nos transmite el mensaje de Dios: ‘No son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos, dice Yavé. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos’. (Is. 55, 8-9). Si esto lo tenemos en cuenta, ¿qué hacemos? Aparentemente hay un desconcierto previo. Y digo aparentemente porque ahora vemos los que dijo Jesucristo.

'El Juicio Final'. Autor: Fra Angélico

Tengamos en cuenta lo que dice según nos cuenta San Mateo: ‘Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis,…cuantas veces hicisteis eso a uno de esos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis’. (Mt. 25, 31-46). Me da la impresión de que ahí ya podemos vislumbrar algo de esa voluntad divina.

El profeta Ezequiel nos transmite muy claramente los deseos de nuestro Padre, que van dirigidos a todos sin excepciones: ‘Dice el Señor, Yavé, que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva’. (Ez. 33, 11). Y esto es consolador y estimulante. Siempre está vuelto al arrepentimiento de cualquier hijo como nos explicó Jesús a través de una parábola que ya vimos en la entrada anterior.


Por lo tanto, cumplir la voluntad de Dios es abandonarse confiadamente en sus manos. Nuestra respuesta viene a través de nuestra fe manifestada en la radicalidad de nuestra confianza en quien sabemos que nos quiere con locura y desea ardientemente nuestro bien. Pero nuestro bien último. Pasaremos por ‘valles tenebrosos, pero no temeremos mal alguno porque Él estará con nosotros’. (Sal. 23 (22), 4). Lo demás…¿qué quieren que les diga? Es para meditar un poquito en este aspecto.

En cuanto a cumplir su voluntad así en la tierra como en el cielo, es desear que todo el universo esté inmerso en estos planes de Dios. Pero, ¡ojo! No vayamos a caer en el simplismo de pensar que como no vivimos en Saturno no tenemos nada que hacer. No me estoy refiriendo a eso sino a nuestro propio universo, a la sociedad que pertenecemos, a los ambientes que nos rodean, a la familia que diariamente vemos y besamos,… Ahí está nuestro pequeño mundo en el que el Padre nos plantó cuando nos llamó a la vida y a través del cual hemos de dar flores, semillas y frutos. Todo para Él. Es nuestra modesta contribución a cumplir su voluntad siendo espejos de Dios mediante nuestra conducta.


'Pentecostés'. Autor: José Segrelles

Estamos celebrando Pentecostés. Empezaba entonces la Aventura de la Iglesia. Ese día se materializó el envío a proclamar el Reino que Jesús había predicado. Nosotros somos los que hoy participamos activamente en esa Aventura. Y para eso necesitamos al Padre que nos bendiga, al Hijo que nos fortalezca y al Espíritu Santo que nos inunde con el mismo Fuego Divino de Pentecostés para que para hacer presente el Reino y cumplir la voluntad de la Trinidad que nos ha llamado y quiere contar con nosotros. Y el Espíritu Santo tiene mucho que decir. San Pablo nos lo explica muy bien: ‘Por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita ¡Abbá, Padre! De manera que ya no se es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios’. (Gal. 3, 6-7). Y a ese Espíritu nos debemos encomendar para hacer realidad los planes de Dios.

Que el Espíritu de Dios y Nuestra Señora de la Altagracia nos bendigan y asistan continuamente.

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