Ahora sí. Ahora ya voy a entrar en esa oración que Jesús enseñó a los apóstoles y, por extensión, a todos nosotros. Aunque solamente sea por las dos primeras palabras de su comienzo, ya merece la pena. Mateo nos hace un relato genial porque, además de la oración en sí misma, nos apunta una serie de recomendaciones del Maestro que son para tenerlas presentes siempre que oremos y en la vida nuestra de cada día. (Mt. 6, 5-15).
Él no quiere las apariencias para que la gente diga o piense lo buenos que somos. Sería caer en la hipocresía (no seáis como los hipócritas…(Mt. 6, 5). Desea la sinceridad y la rectitud de intención al comunicarnos con el Padre y tal vez por eso empieza con estas palabras llenas de confianza y abandono: ‘Padre nuestro…’. Pero es que hay más. Sigue una recomendación que personalmente me llamó mucho la atención: ‘Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará’. (Mt. 6, 6).
¿Por qué? En un principio me centré en la materialidad de quedarnos solos en una habitación de la casa donde no hubiese nada ni nadie que nos distrajese y, con el Evangelio en la mano, meditar la Palabra para intentar llevarla a nuestra vida. Pero es que luego, en un retiro que hice, el sacerdote que lo coordinaba destapó el frasco de los perfumes con ese fragmento y nos fue explicando el sentido profundo que tiene esta frase, más allá de meternos físicamente en la habitación. Y eso supuso un nuevo y grandioso descubrimiento personal que ya no me abandonó.
‘Entrad en vuestro interior, en la habitación de vuestro espíritu, tal como sois –nos decía-, cerrad la puerta de todo aquello que no sea Dios para abriros a Él. Eso supone olvidarse de todos los trabajos que os ocupan, de los problemas que os obsesionan. Haced el silencio interior y dejaos llevar por el Espíritu’.
Aproximadamente era el mensaje que nos transmitió. Han pasado más de treinta años y todavía conservo esta idea. Y eso me ha llevado a meditar muchas veces el contenido de esta oración que Jesús enseñó después de este prólogo a sus discípulos.
Esa manera de comenzar está poniendo ante nosotros un acercamiento, una confianza, una familiaridad en el trato con Dios que se corresponde con lo que Él quiere de nosotros, según nos da a entender el mismo Jesús. Pienso que para los discípulos supuso una gran novedad dirigirse a Dios de esa manera. Israel no estaba familiarizado con su Dios de esa manera. Y si nos paramos a pensar en el trato que le damos al Padre en pleno siglo XXI, ¿realmente frecuentamos esa confianza a través del trato de llamarlo Padre? ¿De verdad nos dirigimos con soltura y le llamamos Padre con la frecuencia que debiéramos?
Getsemaní está todavía relativamente reciente en nuestro pensamiento y en la vivencia de la Semana Santa y aún tenemos fresco aquel ¡Abbá! desgarrador que dirigió a su Padre pidiendo que le librase de cuanto se le venía encima. Pero hay otros momentos en que la Palabra ‘Padre’ está preñada de agradecimiento y ternura. Cuando regresan los discípulos que había enviado y le cuentan las maravillas que habían hecho, pletórico de alegría se dirige al Padre y le dice: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla” (Lc 10, 17-24). Lo recuerdan, ¿verdad? No desaprovechaba ocasión alguna de dirigirse a Él en cualquier momento o circunstancia.
Esta oración es una expresión y un acto de fe, esperanza y amor hacia nuestro Padre. Cuando a través de ella nos dirigimos a Dios, viene a ser como la acogida que el Padre hace al hijo pródigo cuando vuelve y se dirige a él. Acaso uno de los que mejor haya recogido ese momento de apertura paternal haya sido Rembrant. ¿Se dan cuenta de esa cabeza del hijo recostada en el regazo de su padre? ¿Se dan cuenta de las dos manos del padre sobre la espalda del hijo transmitiéndole su cariño, su acogida, su perdón, su ánimo a comenzar de nuevo?
La actitud del hijo, y, por extensión, la de cada uno de nosotros, manifiesta una actitud de dependencia y confianza en su padre. Pero es que la actitud del padre también está expresando, a su vez, una confianza ilimitada, a pesar de su absoluta superioridad sobre el hijo.
Aterrizando en nuestra realidad, al rezar esta oración estamos manifestando también una confianza sin límites en nuestro Padre que, a pesar de lo que alguien pueda pensar, es absolutamente sensible a nuestras necesidades, problemas, sentimientos y sufrimientos de cualquier índole y sus oídos siempre están atentos a nuestros clamores y súplicas. Y, por favor, no caigamos en aquellas arcaicas concepciones de un absurdo miedo que no tiene sentido alguno de dirigirnos con total confianza y libertad a nuestro Padre, que ‘hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos’. (Mt. 5, 45). Él continuamente nos está esperando en lo alto de todos los caminos para vernos llegar y acogernos en su misericordia y en ese infinito Amor del Creador hacia su criatura preferida.
Algo verían los discípulos cuando Jesús se dirigía al Padre al orar que les impulsó a pedirle que les enseñase a orar. Y acaso esto fuese una de las cosas que más satisfizo a Jesús cuando les enseñó (y también nos enseñó a nosotros), a llamar a Dios ‘Abbá’, para que nuestra oración incluyese una naturalidad, una espontaneidad, una llaneza de trato, hasta entonces desconocida, que nos condujese a una encantadora intimidad con el Dios de la Historia, de la Revelación, de la Creación,…
San Pablo es consciente de esto y cuando escribe a la Comunidad de Roma, les dice: ‘Vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y nos permite clamar “Abba”, es decir, “Padre”. Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios’. (Rom. 8, 15-16).
‘Santificado sea tu nombre’. ¿Qué encierra este deseo que Jesús nos enseña? Cuando manifestamos nuestro deseo de que sea santificado el Nombre de Quien no tiene Nombre (‘Si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé? Dios contestó a Moisés: Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: “Yo soy” me envía a vosotros’. (Ex. 3, 13-14). Estamos reconociendo, venerando e incluso adorando ese Nombre desde nuestras limitaciones e imperfecciones, sí, pero también desde nuestra aceptación de saber que siendo quien es y siendo como es, nos acoge y acepta como somos cada uno. Y además, nos pide nuestra colaboración con Él. Dice San Juan: ‘Ha llegado la hora en que los que rindan verdadero culto al Padre, lo harán en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad’. (Jn. 4, 23-24).
Desear que sea santificado el nombre de Dios es manifestar un deseo de algo que es propio del Padre: su Santidad. Desde esa expresión estamos manifestando el modo propio de ser de Dios. Manifestamos la honra, el respeto que le profesamos en ese Misterio Trinitario que no comprenderemos jamás en esta vida, pero que en la Vida auténtica entenderemos y sabremos adorar en plenitud y perfección.
Desde esta perspectiva resulta nimio y absurdo invocarlo como a un dios que queremos que tape nuestras miserias, fracasos y frustraciones. Queremos que esté a nuestro servicio según las necesidades que creamos tener en cada momento, según nuestras propias concepciones de las cosas. Y claro. Al no cumplirse nuestras pequeñas y humanas perspectivas, nos desinflamos, dudamos de Él y tiramos la toalla. Eso no es santificar su nombre. Y es que Dios es inmanejable, amigos. Nos faltaría el abandono confiado en sus manos. El saber que nos transmite su propia santidad a través de la Gracia que recibimos en los Sacramentos, lo cual nos permite tener un parecido más cercano al suyo, aunque todavía muy limitado.
La próxima semana, Dios mediante, continuaremos con el contenido de esta breve pero densa oración.
Que nuestro Padre-Dios y nuestra Madre, Nuestra Señora del Nahuel Huapi, nos bendigan.
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