domingo, 9 de mayo de 2010

Padre nuestro (II)

En la entrada anterior planteaba que Dios es Padre y su paternidad se proyecta sobre Israel, el pueblo que eligió para acoger a su Hijo en su etapa humana. Lo fue gestando y preparando durante siglos y a pesar de ser un pueblo de ‘dura cerviz’ (‘Y me dijo Yahvé: “Ya veo que este pueblo es un pueblo de cerviz dura”. (Dt. 9, 13) siempre estuvo con él. Cuando lo creía necesario suscitaba algún profeta que, en su nombre, les transmitiese su voluntad, sus deseos, sus mensajes, sus correcciones,…

Por fin, cuando creyó llegada la hora, se encarnó en una Virgen de Nazareth, que con su ‘Hágase en mí según tu palabra’ (Lc. 1, 38), acogió en su seno la Palabra del Padre, el Logos, el Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que en Belén de Judá, con su nacimiento como hombre y Dios verdadero, empezó a dejarse ver, a manifestarse a los pastores (los más humildes) y a los Magos (con un estatus social, como diríamos hoy, sensiblemente mayor a juzgar por los regalos que le hicieron, por su séquito y alguna cosa más).

Es como si hubiese querido transmitirnos el mensaje de que Él había venido para TODOS, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, sanos y enfermos. No había distinción social alguna, de raza ni de nada.

Este Niño crece y quienes lo van tratando se van dando cuenta que no es un hombre corriente. Tiene una talla humana y moral fuera de lo normal. Y cuando comienza su vida pública va creando situaciones con sus palabras, sus hechos y su doctrina que a nadie deja indiferente. Necesariamente van surgiendo adhesiones y discrepancias. Pero no indiferencia.

Cierto es que su primo Juan fue preparándole el camino para el inicio de su vida pública, hasta que llega un punto culminante: el bautismo de Jesús en el Jordán. Si no me equivoco, es la primera vez que el Padre lo ‘presenta’ a todos: ‘Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco’ (Lc. 3, 22). Esto muestra la paternidad de Dios con Jesús.



Luego…llega otro momento cumbre. Al menos para Juan. Está en prisión. Humanamente, con dudas. Jesús le manda la respuesta con los emisarios que le envía: ‘Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído. Los cojos andan, los ciegos ven, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados; y dichoso el que no se escandaliza de mí’ (Mt. 11, 4-6). Juan ya había dicho: ‘Conviene que yo mengüe para que crezca Él’. (Jn. 3, 30). Es ésta una frase que ha sido y será el centro de muchas meditaciones personales por lo que puede representar para el enfoque de vida personal de cada persona con respecto al Salvador.

Posteriormente Salomé se encargaría de ser el instrumento para retirar a este Precursor de la Palabra de la vida de Israel. A partir de ahí, Jesús ya empieza su predicación con una doctrina que abarca muchos aspectos que iremos tocando en entradas sucesivas.

En esta nos vamos a centrar con este interés tan especial y singular de Jesús de presentarnos la figura del Padre desde su propia experiencia, desde su prisma, para que viéramos que es Alguien tremendamente cercano para cada uno de nosotros, sea pecador (Jesús diría que había venido a buscarlos) o justo. ‘No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni yo he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores’. (Mc. 2, 17).

Desea que a su Padre lo veamos como al nuestro propio, porque nos ha elegido, nos ha escogido, nos ha amado en y desde nuestra singularidad como fuente y origen de todo lo personal, abarcando toda nuestra personalidad, a través de lo que hacemos cada día, de nuestro genio, de nuestro ser,…Que lo veamos como nuestro Creador hacia el que tienden todas nuestras ansias de libertad y felicidad a pesar de nuestros condicionantes, limitaciones y salud que le presentamos en el Ofertorio de nuestras Misas poniendo a su disposición nuestra totalidad, sin reservas de ningún tipo. Y con quien hacemos suave e íntimo coloquio en la acción de gracias después de recibirle en la Eucaristía en amorosa y cordial comunicación, reconociendo su Paternidad y nuestra filiación desde la presencia real de Jesucristo en el Sacramento recibido, como nuestro Hermano Mayor.

Él quiere que alejemos de nosotros la idea que podamos tener del Dios solamente juez y castigador que se tenía de Él de entrada, sin que eso signifique que no sea Justo. Desea nuestro bien y nuestra felicidad y para que lo entendamos con mayor facilidad nos presenta la parábola del hijo pródigo que, según opinión de muchos sacerdotes, debiera ser la parábola del ‘amor y el perdón del Padre’ por el retrato que nos hace de la actitud de este personaje hacia su hijo pecador.

Cuando en ocasiones oigo decir a personas que ante alguna desgracia se empeñan en hacer aparecer a Dios como culpable de las mismas por permitirlas, lamento mucho su ceguera espiritual. Veamos. ¿Qué tiene que ver Dios con que una persona arrollara a mi esposa en un paso de peatones ocasionándole heridas muy graves? ¿Qué tiene que ver Dios con la hipotética distracción de ese conductor? ¿No será más bien que ese tipo de personas aprovechan cualquier situación para atacarlo y alejar de Él a la gente? Acaso les vendría bien escuchar lo que Jesús dice a San Pablo, según refiere el propio Apóstol: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Duro te es dar coces contra el aguijón’. (Act. 26, 14).

Cuando con los años van apareciendo los achaques propios de la edad y las enfermedades,sean las que fueren, ¿qué culpa tiene Dios? ¿Es Él quien lo manda? Pienso rotundamente que no. Analicemos, si no, el sentido de las curaciones que Jesús fue haciendo a lo largo de su vida pública e incluso las resurrecciones que obró en determinados casos. Si nuestro Salvador era especialmente sensible con los enfermos y se enternecía con su sufrimiento, hasta el extremo de tener misericordia de ellos, ¿va a ser Él quien envíe las enfermedades? Sería un claro contrasentido, ¿no?

Vivimos tiempos recios en los que el poder de las tinieblas pretende enseñorearse del mundo y en los que nuestra fe en la Trinidad Santísima debe estar por encima de todo aunque no entendamos nada. Como María en la Anunciación. Se fió absolutamente de Dios. Y si nos cuesta, pidámosles que nos la aumente, tanto a Dios como a su Madre, que también es la nuestra.

En estos momentos difíciles puede venirnos bien esta frase de Jesús aplicada a nosotros mismos: ‘Yo no estoy sólo, porque el Padre está conmigo’ (Jn 16, 32). Y cuando S. Juan nos habla de la docilidad de su Maestro a la voluntad del Padre, nos marca una línea de actuación real, no utópica, de que somos instrumentos y colaboradores directos del Padre: ‘Es el Padre, que vive en mí, el que está realizando su obra’. (Jn. 14, 10). Y eso a pesar de nuestra pequeñez e insignificancia. Contamos para el Padre como hijos únicos e irrepetibles.

Y ya resucitado, hace depositaria a María Magdalena del mensaje que debe transmitir a sus amigos los discípulos: ‘Voy a mi Padre, que ES VUESTRO PADRE, a mi Dios y a vuestro Dios’. (Jn. 20, 17). En la Cruz nos da a su Madre como la nuestra. En la Resurrección nos muestra su voluntad de que veamos y tratemos al Padre como nuestro también.

Es cierto que en diversas ocasiones de su vida pública nos lo presenta como ‘nuestro’ Padre: ‘Así, pues, habéis de orar vosotros: PADRE NUESTRO que estás en el cielo…’. (Mt. 6, 3-13). Y pedía a sus discípulos que dieran testimonio de buenas obras para que cuantos las vean ‘glorifiquen a VUESTRO PADRE, que está en los cielos’. (Mt. 5, 16).

Es posible que ellos se vieran ante sí un muro por las dificultades que podrían tener. Era nadar contra corriente. Pero les anima diciéndoles: ‘No temáis, pequeño rebaño, porque VUESTRO PADRE ha querido daros el reino’. (Lc. 12, 32). San Pablo diría más adelante a la comunidad de Éfeso: ‘Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra’. (Ef. 3, 14-15).

Y cuando nos ponemos en oración ante el Padre, reconociendo nuestra nada, sabiendo que todo viene de Él pero trabajando como si todo dependiese de nosotros, contando con el Espíritu que nos anima y nos da Vida, posiblemente estemos haciendo realidad este imperativo del Maestro: ‘Sed perfectos como VUESTRO PADRE celestial es perfecto’. (Mt. 5, 48).

Sí, amigos. El Padre nos quiere. El Hijo, también. (No en vano quiso morir en la Cruz y resucitar después por cada persona). El Espíritu vela constantemente por nosotros. La Madre no cesa de interceder por cada uno en nuestras dificultades y problemas. ¿Y nosotros? ¿Seríamos capaces de concebir este Amor como Jesús, cuando dijo ‘El Padre y Yo somos una sola cosa’. (Jn. 10, 30)?

Invito a que seamos fiel reflejo de nuestro Padre del cielo personalizando, dentro de nuestras limitaciones humanas, esta frase de Jesús: ‘El que me ve a mí, ve al Padre’ (Jn. 14, 9). Y confiemos en Él. A generosidad nadie le gana.


Que nuestro Padre celestial y Nuestra Señora Santa María la Antigua nos colmen de bendiciones.

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