domingo, 1 de agosto de 2010

Obras de Misericordia (VIII).- Enterrar a los muertos



Una de las cosas más ciertas que existen es que todos los días, independientemente de la forma y de las circunstancias, muere alguna persona. Y generalmente, este fallecimiento conlleva el consiguiente sufrimiento y dolor de sus familiares por la separación física que ello comporta.

A lo largo de toda la Historia, desde los tiempos prehistóricos, como nos lo atestigua la Arqueología, han existido ritos, ceremonias, a través de las cuales se ha despedido al difunto y se le ha dado sepultura. Una de las civilizaciones que ha cuidado el enterramiento de los difuntos y su ‘viaje al más allá’, es el Egipto de los faraones. Y lo mismo podríamos decir de las antiguas culturas ibera, celta, azteca, paraca, inca, sumeria, dinastía Shang en China, griega y ese largo etcétera de los pueblos que han ido poblando la tierra hasta llegar a nuestros días.

Cuando alguien fallece todos sus familiares, amigos y conocidos le rodean para despedirlo de una manera digna y se le suelen reconocer los méritos que ha tenido en su vida, se manifiesta la gratitud por sus esfuerzos, trabajos, amistad y otras muchas cosas que están latentes en la memoria y en el corazón de los asistentes y de los que, por la circunstancia que fuere, no han podido acudir a despedirle.

Se atiende a la familia del fallecido para manifestarles la solidaridad con su dolor así como su apoyo y ayuda para contribuir de alguna manera a hacerles más llevadero ese acontecimiento.

Pero los cristianos, dentro de la pena que nos pueda roer el alma y machacar nuestros sentimientos y recuerdos, debe tener una significación más honda, más profunda, que de alguna manera debe ir más allá de los sentimientos humanos para desembocar en un recuerdo sólido y conmovedor: ‘Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá’. (Jn. 11, 25). No. No estamos solos en ningún momento. Si Jesús ha estado presente en nuestras vidas, en la de cada uno, a lo largo de la vida, ¿cómo nos va a dejar solos en ese momento culminante? ¡Si para eso nos creó! Y tanto la familia como los amigos es algo que deben tener en cuenta.

No conocemos cómo es el más allá, pero Jesús también nos ha dicho que ‘En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así os lo diría, porque voy a prepararos un lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado un lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo para que donde yo estoy, estéis también vosotros’. (Jn. 14, 2-3). Para eso nació. Para eso murió y nos redimió. Para eso resucitó y venció a la muerte. Y ese es el motivo por el que, a pesar de nuestro dolor humano, sintamos la alegría de que el sentido cristiano de la vida que todo bautizado debe tener, está plenificándose en esos momentos.

Todos hemos de pasar por ese trance. ¿Cuándo? ¡Qué más da! Dios conoce el mejor momento para llevarnos a cada uno junto a Él. Humanamente todos quisiéramos vivir mucho tiempo, cuanto más, mejor, pero si tenemos en cuanta que ‘ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman’ (1Cor. 2, 9) no tendríamos más salida que desear la llegada de ese momento, como dijo Santa Teresa de Jesús: ‘Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero’. Y su gran amigo San Juan de la Cruz dijo lo mismo en otro poema propio.

Y ahí nuestra fe tiene que dar la talla de la madurez cristiana y esperar en la misericordia de Dios para que, cuando ese momento llegue, todos estemos preparados debidamente y poder presentarle los frutos que Él ha recibido a través de los talentos que nos ha dado para ponerlos a fructificar en esta bendita vida que estamos disfrutando, a pesar de enfermedades, limitaciones, contratiempos y esa larga serie de cosas por las que cada día pasamos. Pero vale la pena. Dios no nos defraudará porque a generosidad nadie le va a ganar.

Con esos sentimientos les daremos sepultura, lo cual no significa en modo alguno que ya los olvidemos. Aunque quisiéramos, no podríamos, porque el recuerdo de tantas cosas vividas con el fallecido nos hace tenerlo presente e incluso visitar su tumba. Además, aquí se entronca esta otra Obra de Misericordia que nos dice que debemos rezar por los difuntos. No en vano han sido templos vivos del Espíritu Santo cuando vivieron y recibieron al mismo Jesús en la Eucaristía. Y la oración siempre es eficaz tanto si rezamos por los difuntos como por los vivos.

Pero tenemos otro aspecto posterior al enterramiento de los difuntos. El profeta Ezequiel describe la visión que Dios le muestra: ‘El Señor me invadió con su fuerza y su espíritu me llevó y me dejó en medio del valle, que estaba lleno de huesos…Y me dijo: ‘Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?’ Yo le respondí: ‘Señor. Tú lo sabes’. Y me dijo: ‘Profetiza sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor! Os voy a infundir espíritu para que viváis. Os recubriré de tendones, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis, y sabréis que yo soy el Señor… Profeticé como el Señor me había mandado y el espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron de pie. Era una inmensa muchedumbre’. (Ez. 37, 1-14). He recortado algunas cosas en aras de la brevedad, pero la cita completa pueden leerla para mayor y mejor comprensión del contexto, si bien me imagino que la conocen.

Este pasaje del Antiguo Testamento ya nos da a entender que la muerte no es el final. Casi me atrevería a decir que es el principio del Todo. Dios sigue haciéndose presente dándonos una razón para la esperanza, aunque la definitiva razón de esta esperanza es la siguiente: ‘De pronto hubo un gran temblor. El ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, rodó la piedra del sepulcro y se sentó en ella. Su aspecto era como el del relámpago y su vestido blanco como la nieve. Al verlo, los guardias se pusieron a temblar y se quedaron como muertos, pero el ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: ‘Vosotras no temáis; sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. HA RESUCITADO como dijo. (Mt. 28, 1-10).

Sí, amigos. Esa es la razón última de nuestra existencia. Cuando nos llegue la hora participaremos de la muerte del Salvador, pero, como he dicho antes, no será el final. También nos llama a participar de su Resurrección. Y eso es una canto a la Esperanza, a la auténtica Vida a la que se nos ha llamado desde la primera llamada que Dios nos hizo con nuestro nacimiento en este mundo para conocerle, aceptarle, amarle, servirle con nuestra vida y acciones para hacer presente su Reino en este mundo y luego eternizarlo en esa Vida a la que naceremos para no morir y vivir con ese Dios que se derrite de Amor por nosotros y siempre nos espera con los brazos abiertos.

Y tenemos el apoyo de la Madre. Jesús nos la dio como tal y es nuestra eficaz intercesora y medianera de todo cuanto le confiamos. Y también sabe responder. Les doy mi palabra de honor que sí responde. ¿Cómo va a abandonar a los que su Hijo le dio como hijos? Dondequiera que se produzca nuestra muerte, allí estará ella tendiéndonos la mano para recogernos y conducirnos ante la presencia del Padre, el Hijo y el Espíritu en ese definitivo acto de intercesión por nosotros. Será la victoria definitiva sobre la muerte y el Maligno y sus falacias.

Que Cristo Resucitado y la Virgen de Candelaria, Nuestra Señora de Copacabana nos bendigan, nos protejan y nos guarden para la Vida Eterna.

1 comentario:

Pontipee dijo...

Más que un comentario es una pregunta que no sé si ud. sabrá.
Me pregunto: Cristinamente ¿cuánto tiempo hay que esperar para enterrar a un muerto?.
Ya sé que legalmente ya no hace falta ni esperar 24 horas, pero ¿cristianamente?