domingo, 25 de abril de 2010

Jesucristo Eucaristía

En ocasiones es complicado responder a alguien. Y esto es lo que me pasa a mí con respecto al comentario que Euterpe hace al final de mi entrada del 11 de abril, titulada ‘El Amor de los Amores’. ¿Por qué? Muy sencillo. Considero que su comentario es muy denso y abarca una serie de temas, que a su vez se entrelazan con otros que no cita, que merecen una atención mayor que una simple respuesta debajo de su comentario, aunque también le he respondido por la consideración que merece esta persona, así como cualquier otra que haga algún comentario a estos escritos.

Al tratar del tema de los Sacramentos, ya quise dejar la Eucaristía para cerrar ese ciclo, precisamente porque al ser el Sacramento de la presencia real del Redentor entre nosotros, continuando aquella memorable Última Cena con los Apóstoles, hace realidad un nuevo banquete Pascual entre sus apóstoles del siglo XXI, que somos nosotros.

Ignoro si será dar vueltas al mismo tema, pero jamás me cansaré de decir y de valorar, dentro de mis enormes limitaciones humanas, la fortaleza y la vida que para nosotros supone que aquel galileo tan cuestionado por los jerifaltes y otros personajes de su época, Jesús de Nazaret, siga hoy entre nosotros.

Euterpe comenta que es el mayor milagro de la historia de la Humanidad. Es cierto. Y no es menos cierto lo que dice a continuación: ‘no le prestamos la atención que merece’. Estamos tan acostumbrados a la cotidianidad de las Misas que, en general, no nos damos cuenta de lo que está pasando cuando el sacerdote, después de la epíclesis, pronuncia las palabras que el mismo Cristo pronunció aquel Jueves Santo, primero de la Historia, y se produce la transubstanciación. El pan y el vino dejan de serlo para ser el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo.

‘Cristo no se hace presente en este Sacramento sino por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo y de toda la substancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular, que la Iglesia católica justamente y con propiedad, llama transubstanciación’. (Pablo VI, Mysterium Fidei, 03-09-1965). Así de claro lo dijo este Papa.

Sabemos, porque así nos lo han enseñado desde el Magisterio de la Iglesia en diversas Catequesis recibidas, que la Santa Misa es la renovación del Sacrificio de la Cruz de Jesús, si bien de forma incruenta, así como de su Resurrección gloriosa. Y eso tampoco se lo plantean esas personas, acaso porque lo ignoran o porque no se lo quieren creer. Y es una pena, porque se están perdiendo a Alguien que plenifica y, como dice Euterpe, donde está el verdadero fundamento y el corazón de nuestra vida espiritual.

‘La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la Historia’. (Juan Pablo II, Encíclica ‘Ecclesia de Eucaristía, 9). Este Papa también nos deja claro el sentido de nuestras Misas. ¿Qué cabida puede tener la rutina en ellas? ¡Es absurdo!

Esa es la razón por la que personalmente no puedo entender que existan ‘católicos no practicantes’, lo mismo que otras personas tampoco lo entienden. Eso solamente es una excusa para justificar la comodidad de cada cual. Dios es Padre y actúa como Padre, pero también desea que sus hijos, nosotros, correspondamos de alguna manera según los talentos que nos haya otorgado. No les gusta implicarse en la implantación del Reino de ese Padre que continuamente nos está llamando a trabajar con Él codo con codo. Les asusta el compromiso y el qué dirán.

Ya conocen la opinión que de ellos tiene Dios: ‘Conozco tus obras y no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero eres sólo tibio; ni caliente ni frío. Por eso voy a vomitarte de mi boca’. (Ap. 3, 15-16). Me da la impresión que estas palabras bíblicas (son Palabra de Dios) no se han meditado mucho ni se ha profundizado en el significado personal que tienen para cada persona.

Miren ustedes. Han sido muchas las veces que me he parado a meditar las palabras de Jesucristo referidas al fin del mundo. (Mt. 24, 36-44). Dentro de esta perícopa me llama la atención: ‘En cuanto al día y la hora nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre’ (vers. 36) ; ‘En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día que entró Noé en el arca; y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos. Pues así será también la venida del Hijo del hombre’ (vers. 38-39). Y el colofón: ‘Lo mismo vosotros, estad preparados; porque a la hora que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre’. (vers.44).

Este versículo 44 va dirigido muy directamente a nuestro propio corazón. Lo mismo nosotros. Y no estoy intentando ponerme apocalíptico. Ni mucho menos. Es por la relación que me parece que tiene con el tema de los tibios. Se vive despreocupadamente. También comemos y bebemos y nos casamos, pero la Palabra sigue viva y actual, tanto, que mucha gente desea combatirla y reducirla a simple ideología barata según sus enanos (o nulos) principios morales y éticos que puedan tener. Y a todos nos va a llegar el momento personal de rendir nuestra existencia al Creador. ¿Cómo hemos vivido? ¿Cómo ha sido nuestra entrega y correspondencia al Cristo que padeció, murió y resucitó por cada persona? ¿Cómo han sido nuestras Eucaristías y nuestras muestras de amor? ¿Qué tenemos que eternizar de nuestras propias existencias?



‘El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su reino a todos los que fueron causa de tropiezo y a los malvados. Allí llorarán y les rechinarán los dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga’. (Mt. 13, 41-43). Es una cosa lógica, pero ¡qué precioso canto a la esperanza el final! ‘Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre’. ¿Cómo no confiar en el mensaje de Jesús, tantas veces repetido, incluso por su Santa Madre en diversos lugares del mundo, invitándonos a hacer caso de su Hijo y al rezo del Rosario? (En el cerro de Tepeyac, México; en Lourdes, Francia; en Fátima, Portugal; en Zeitoun, Egipto; en Akita, Japón;…).

Les dejo con este pensamiento de San Alfonso María de Liborio: ‘Jesucristo dice: donde cada uno tiene su tesoro, allí tiene su corazón. Por eso los santos no estiman ni aman otro tesoro que a Jesucristo; todo su corazón y todo su afecto tiene en el Santísimo Sacramento’.

Que la Santísima Trinidad y Nuestra Señora de la Cruz del Sur, nos bendigan abundantemente.

domingo, 18 de abril de 2010

¿Incredulidad? ¡Depende..!

Hubiese podido ser de otra manera, pero…¡fue así! Tal como nos lo relata el Evangelio joánico. Es cierto que en muchas ocasiones debemos hacer un esfuerzo mental para imaginar las cosas tal como debieron realizarse u ocurrir en momentos diversos de la vida de Jesús, de su Madre, de los Apóstoles, de la Iglesia naciente,… Pero si nos centramos en el tema que nos paremos a meditar, y con la ayuda del Espíritu que nos alienta y transmite Vida, podremos tener alguna aproximación. Veamos.

¡Qué casualidad que Jesús se apareciese a los Apóstoles faltando Tomás el Mellizo! ¿Verdad? Pues, perdónenme ustedes, pero personalmente no creo en absoluto en la casualidad. Entiendo que todo tiene un por qué, una razón de ser. Y en este caso concreto relatado en el Evangelio de Juan (20, 19-31), pienso que tal vez Jesús ya lo hiciese así por alguna razón concreta.

Hubiera podido se el mismo Juan. O Mateo. O Andrés. Cualquiera de los otros diez. Pero fue precisamente Tomás. ¿Por qué? La razón la conoce solamente Jesucristo, pero pienso que si Jesús empleó en su vida pública una pedagogía envidiable para hacer llegar la asequibilidad de su mensaje, en el caso que nos ocupa pienso que posiblemente perseguiría algo por el estilo. Y el vehículo, el instrumento, fue ese Apóstol.

‘Hemos visto al Señor’ (Jn. 20, 25), le dijeron sus compañeros apenas posó el talón de su pie en el lugar donde se encontraron. Y se lo dirían entusiasmados, locos de contento y exteriorizando una alegría difícilmente contenible. ¡Era su Amigo al que habían visto nuevamente y triunfante además! ¿No era motivo, ampliamente justificado además, de que se abalanzasen sobre Tomás para comunicarle la magnífica nueva? Resulta lógico, ¿no? Bueno. Pues para Tomás, parece ser que no.

El jarro de agua fría que les echó a sus compañeros de correrías con Jesús debió ser mortal. ¿Cómo se quedarían ellos? ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo’ (Jn. 20, 25). Podría haberles dicho, sencillamente que no lo creía, pero ¿semejante parrafada? ¿Cómo nos hubiésemos quedado nosotros?

No. No había llegado a conocer a su Maestro. Quiso dejar patente que la muerte de Jesús había sido tan real, acaso le había dolido tanto, que tal vez quiso poner a prueba la misma Resurrección, porque realmente aún no había llegado a comprender la hondura de la misma. Ni nadie, realmente. Pero esa fue su manera de decirlo. Lo puso verdaderamente difícil, pero… quedaba el Maestro. Y Tomás lo había minusvalorado a pesar de saber (o ya debería saberlo) que era el Mesías, el Hijo de Dios, Dios mismo y Rostro Humano de la Divinidad.

Y ¡claro! Jesús recogió el guante como lo demostró ocho días más tarde. Y fíjense en la finura de Juan que hace constar dos detalles, para mí muy importantes: ‘…estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos’. Y el otro: ‘…estando cerradas las puertas,…’, Hace hincapié en la presencia del incrédulo y en que todo estaba cerrado. Nadie en carne mortal podía entrar allí. Y sin embargo Jesús se puso en medio de ellos y les deseó la paz. Y, a continuación, pasa al ‘leitmotiv’ de esa reunión con sus amigos: Tomás.

¿Con qué sonrisa lo miraría? ¿Qué cara tendría este apóstol incrédulo? ‘Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado’. Tomás, ¿te convences ahora? Y a continuación, el auténtico mensaje. El objetivo último de su pedagogía divina: ‘Y no seas incrédulo, sino creyente’. Tomás no tuvo otra alternativa. Encajó la lección y el aprendizaje. Su respuesta, magistral ‘summa cum laude’: ‘¡Señor mío y Dios mío!’ (Jn. 20, 28). Todo está encerrado en esa expresión, tanto, que hay muchísima gente que en las Eucaristías la repiten en el momento de la Consagración, para sus adentros.

Pienso yo que ese es el auténtico mensaje de esta perícopa y no va dirigido a Tomás únicamente, sino también a las personas de todas las edades y de todos los tiempos. Es la Fe en el Resucitado. Es la fe en el Dios Uno y Trino el que debe mover nuestro cristianismo cotidiano. Esa es la razón por la que he puesto el título a esta entrada, porque la incredulidad o la Fe dependen de cada uno de nosotros. Jesús tiene paciencia, como hemos visto, y espera el momento oportuno para hacérnoslo ver, como a Tomás. Y, en cualquier caso, si nos confiamos a Él en nuestra oración y le pedimos que aumente la fe que podamos tener, seguro que no nos va a defraudar: ‘¡Creo, pero ayúdame a tener más fe.’ (Mc. 9, 24).


El Evangelio no nos cuenta nada de los que sucedió a continuación. Ni falta que hace. Si queremos dejar volar la imaginación con la mejor de las intenciones, es lógico suponer que a continuación habría una conversación animada entre todos, y acaso Tomás aún se viese cohibido por la ‘machada’ de la primera aparición de de Jesús en la que él no estaba y la respuesta de Jesús unos días más tarde. ¿Sería descabellado pensar que Jesús le pasaría el brazo por el hombro y le animaría a superar ese momento embarazoso? Jesús que siempre tenía una gran apertura para todos y unos deseos de ayudar a cualquier necesitado, vería que Tomás estaba en esa situación y tuvo que echarle un cable. Luego, todo sería normalidad y admiración hacia el Maestro de siempre, hasta un nuevo suceso. El mismo San Juan nos relata otra aparición de Jesús en el mar de Tiberíades. (Jn. 21, 1-14).

Parece ser que estos sucesos obedecen a una progresiva asimilación del hecho de la Resurrección. La Magdalena tampoco lo reconoce y lo confunde con el hortelano. Solamente sabe quién es cuando Jesús la llama por su nombre. ¿Cómo sería ese Cuerpo Resucitado? Volviendo a Tiberíades, seguimos el relato joánico: ‘Entonces, el discípulo a quien Jesús tanto quería, le dijo a Pedro “¡Es el Señor!” (Jn. 21, 7). Cuando ya les dijo que se sentaran a comer, lo tuvieron más claro: ‘Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle “¿Quién eres?” porque sabían muy bien que era el Señor’. (Jn. 21, 12). Pero la clave de la duda está en el final de este fragmento: ‘Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de haber resucitado de entre los muertos’. (Jn. 21,14). O sea, que la primera fue cuando faltaba Tomás. La segunda cuando ya estaba este discípulo. Y en esta tercera aún no tenían claro que fuera el Maestro, quizás por la distancia de la barca a la orilla.

Acaso a nosotros nos ocurra en ocasiones algo semejante para acabar de reconocerlo a través de las estructuras en las que nos desenvolvemos, pero cuando vamos a recibirlo en la Eucaristía y el sacerdote nos muestra la Hostia Consagrada diciéndonos ‘El Cuerpo de Cristo’, es, cuando le respondemos ‘Amén’, como si también estuviésemos respondiendo como San Juan, ’¡Sí! ¡Es el Señor!’.

Y eso nos da la fuerza necesaria para seguir caminando a pesar de que hoy nos estamos encontrando con un laicismo social en el que los valores cristianos están denostados y aparentemente caducos. Y en los pasajes de Tomás, Jesús quiere transmitirnos lo mismo que a su discípulo y al resto de los apóstoles: hay que ser creyentes en Quien dio su vida por cada uno de nosotros. Y no nos quepa la menor duda: Ante todas estas campañas en contra de la Iglesia, ‘las puertas del infierno no prevalecerán contra ella’. (Mt. 16, 18). Es una llamada a la Esperanza. Al final, será Cristo Resucitado, vencedor absoluto de la Muerte y el Pecado, quien triunfará sobre todo y sobre todos los que se empeñen en combatirlo, como en la Cruz del Calvario. Será una nueva y definitiva Resurrección: la Parusía final. También a nosotros nos está diciendo: ‘"También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón" (Jn. 16, 22).

Y eso es un infinito consuelo. Que la bendición de Jesús Resucitado y de Nuestra Señora de Czestochowa nos acompañen siempre.

domingo, 11 de abril de 2010

El Amor de los Amores


Ya han quedado atrás los días de Cuaresma y del Triduo Pascual. Apenas hemos empezado a saborear el triunfo de Jesucristo sobre el pecado y la muerte. La frase, tan repetida estos día, de ‘¿Dónde está, muerte, tu victoria?’, se ha rezado, cantado y hecho patente en nuestras oraciones como un digno colofón a la Pasión y Muerte del Salvador, como una bandera de Resurrección vencedora del pecado y de la Muerte eterna. Gracia y Misericordia de Dios se hacen patentes cada momento.

Y sin embargo queda un aspecto de la vida de Jesús entre nosotros que debemos valorar en la medida de nuestras posibilidades. Es un acontecimiento ocurrido en la despedida de sus amigos el Jueves Santo en su Última Cena con ellos: la institución de la Eucaristía.

Aunque hayamos dejado atrás los acontecimientos posteriores a esta Cena, no podemos olvidarnos de ella porque es la mayor de las locuras de Jesús por todos y cada uno de nosotros: a través del pan y el vino quiere quedarse entre nosotros para no dejarnos huérfanos y que podamos acudir a Él siempre que queramos. ‘No os dejaré huérfanos; volveré a estar con vosotros’. (Jn. 14, 18). Es la Disponibilidad Divina a nuestra disposición. Es el valor del Sacramento de la Eucaristía, presencia real y verdadera del mismo Jesús flagelado, torturado, crucificado, muerto y resucitado por nosotros para nuestra propia santificación.

El recordado Papa Juan Pablo II dijo: ‘Cuando nos alimentamos con el pan vivo que ha bajado del cielo, nos asemejamos más a nuestro Salvador resucitado, que es la fuete de nuestra alegría, una alegría que es para todo el pueblo’. (Lc. 2,10). (Homilía del 2 de febrero de 1981). Jesús es la fuente de toda nuestra alegría, que plenifica nuestros actos cotidianos, porque, como oí decir a un sacerdote en uno de los retiros espirituales a los que he asistido, ’un santo triste, es un triste santo’. Y la Resurrección de Jesucristo y su presencia sacramental en la Eucaristía, es para que reventemos de gozo y expandamos nuestra alegría a los cuatro puntos cardinales.

‘La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la Historia’. Esto también es de Juan Pablo II, en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 7 y 9. Es decir, que este Sacramento es el eje motor del cristianismo de nuestro tiempo y de todos los tiempos, de nuestras vidas y de las vidas de cuantos acuden a Él para refugiarse en Él y cumplir la voluntad del Padre.

¿Cuántas veces nos hemos arrodillado ante el Sagrario sabiendo que dentro está Jesucristo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, bajo la forma sacramental? ¿Cuántas veces le hemos abierto nuestro corazón, nuestros problemas, nuestras necesidades e inquietudes,…? ¿Cuánta paz y fuerza hemos encontrado en la Adoración a la Eucaristía? Porque ‘Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí no tendrá ya hambre, y el que cree en Mí jamás tendrá sed’ (Jn. 6, 35).

De ahí que nuestro compromiso con la Eucaristía, como canto a la Vida y fuente de Vida, Esperanza y Amor, sea absoluto. Y la Santa Misa el vehículo que nos conduce a la adoración del Amor de los Amores. No sé si tendremos claro el auténtico valor de la Misa, teniendo en cuenta nuestras limitaciones humanas. Me da la impresión de que no podemos llegar a alcanzarlo, pero la Gracia de Dios siempre viene en nuestro auxilio y se abaja hasta nosotros para que nuestra adoración le llegue, aunque no sepamos cómo. Es nuestro abandono adorador en Sus Manos. Es nuestra nada magnificada por la Gracia y Misericordia del Resucitado.

¿Cómo intentar vivir nuestras Eucaristías? Pienso que si participamos del sacerdocio común de Jesucristo por el Bautismo que un determinado día recibimos, también podemos concelebrar la Misa, si bien no de forma ministerial como el sacerdote que la preside desde el presbiterio y que nosotros seguimos desde los asientos respectivos del templo.

Cuando el sacerdote sale de la sacristía revestido con las vestiduras litúrgicas del momento, nos ponemos de pie como un signo de respeto y una preparación para comenzar la celebración. Entendemos que las palabras que el presidente de la Asamblea dice y las que nosotros contestamos, no son frases aisladas que ‘él dice y nosotros respondemos’, no. Son una simbiosis de personalidades en las que el sacerdote desde el altar y nosotros desde nuestro lugar conformamos una personalidad única e indivisible dentro de la liturgia eucarística, pero sin anular la individualidad personal de cada uno.

Viene a ser algo así como (y esto es muy difícil de explicar) si Jesús estuviese hablando con nosotros en una conversación distendida en la que todos hablamos y disfrutamos alrededor de una mesa, de SU mesa, compartiendo el alimento que fortalece el espíritu y anima al cuerpo a incrustarse en las estructuras mundanas para hacerles llegar la Vida a través de nuestra propia vida, con nuestro propio testimonio, (a pesar de nuestras limitaciones y pecados).

Algunos salen a participar de las lecturas pero no debemos ver a Fulano o Mengana que están leyendo. Son Jeremías, Isaías, Pablo, Pedro o Juan que están presentes ahí en ese momento en el ambón a través de esas personas y hablan directamente a los ocupantes de la nave del templo. Proclaman la PALABRA recibida valiéndose de la boca y de la personalidad del lector o lectora como si estuvieran en Nínive, Corinto, Jerusalén, Éfeso o en el lugar correspondiente de su predicación de antaño.

Cuando el sacerdote expone la homilía estamos oyendo a uno de los profetas del siglo XXI o al mismo Jesús del monte de las Bienaventuranzas que nos está hablando a todos y nos está transmitiendo el mensaje de la Palabra como lo hacía en cualquiera de sus intervenciones públicas. Y nos debemos sentir responsables de llevar a nuestras vidas aquello que más nos ha calado en un afán constante de superación y de búsqueda de la perfección que Dios nos pide que tengamos.

Cuando llegan las oraciones comunes de todo el pueblo, como el Gloria, el Credo o el Padre nuestro, debemos pronunciarlas a la vez que el sacerdote, sin prisas, de la misma manera que cuando varios sacerdotes concelebran pronuncian las palabras de la Consagración al unísono, a la vez que todos extienden sus manos sobre el Pan y el Vino que han pasado a ser, en función de su ministerio sacerdotal, el Cuerpo y la Sangre de Cristo.



Para nosotros, el ofertorio no es simplemente ofrecer el pan y el vino a Dios. Es meter en el cáliz, simbolizado por las minúsculas gotas de agua que se mezclan con el vino, todo lo que conforma nuestra existencia: los pesares, las satisfacciones, los sufrimientos, las frustraciones, las angustias, las alegrías y tantas y tantas cosas como envuelven nuestra existencia, para ofrecérselos al Padre por mediación del sacerdote. Es poner nuestra vida en el altar. Es poner nuestra disponibilidad y nuestros talentos para dejarnos modelar por Dios como barro en sus manos de Supremo Alfarero.

La Consagración es la cumbre. Es el momento magnífico e indescriptible, el momento divino que el Resucitado se hace presente entre nosotros. Es como si estuviésemos en aquel sepulcro viéndolo salir triunfante, con los ojos de nuestra fe. Es cuando nos está diciendo a cada uno de nosotros ‘Vosotros seguiréis viéndome porque yo vivo y vosotros también viviréis. Cuando llegue ese momento, comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros’. (Jn. 14, 19-20). Es acompañar la genuflexión del sacerdote ante la presencia real de Jesucristo que en ese momento nos visita a la Asamblea, inclinando nuestra cabeza y adorando hasta donde nuestros límites humanos lo permitan. Es nuestro desierto convertido en vergel. Es el anonadamiento humano ante la Divinidad presente.

La Comunión es algo muy especial. Hace que nos sintamos pequeños, insignificantes, en el momento de recibir esa Hostia que sabemos, por la Fe, que Jesucristo está todo entero con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y que viene a nosotros a visitarnos en nuestra morada a pesar de haberle dicho, como el centurión, que ‘no soy digno de entres en mi casa ...’ (Mt. 8, 8). Pero Cristo entra. ¡Vaya si entra! Y en ese momento de íntima unión, fluye el diálogo que ‘recrea y enamora’. La música está callada. La soledad suena en el silencio interior. No existe el tiempo. Sólo está el Todopoderoso haciéndose presente en nuestra persona que Lo acoge en su intimidad.

Y eso no se puede entender. Es la Fe la que nos habla. Las personas solamente podemos abrirnos a su misericordia, a su Gracia, y dejarnos poseer. El Altísimo ha hecho morada en nosotros. Sólo nos queda enfrentarnos a nuestros propios límites humanos y decirle: ‘Padre. Gracias por ser quien eres y por ser como eres. Aquí me tienes con todas mis limitaciones, mis fallos y mi nada. Haz de mí lo que quieras. Lo acepto todo con tal de que tu voluntad se cumpla en mí y que yo sea instrumento de tu paz y vehículo a través del cual te manifiestes en este mundo que has redimido y que no te conoce porque no quiere conocerte. Ayúdame con tu Gracia para no defraudarte.’

Y cuando al sacerdote levanta su voz para terminar la Eucaristía y rompe el hechizo de ese momento mágico de intimidad, sentimos que tenemos que superar esa interrupción al salir de ese diálogo amoroso.

Y sí. La Eucaristía termina en el templo. Pero la bendición final es el ‘Id y predicad el Evangelio por todo el mundo’. (Mc.16, 15). Y es también el ‘Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra”. (Act.1, 7).



Y la Eucaristía continuará en el altar de la vida diaria : en el taller, en la mar, en el campo, en la casa , con la cotidianidad de cada día transformándola en la cotidianidad del taller de un carpintero llamado José, casado con su esposa, de nombre María y un joven aprendiz llamado Jesús.

La próxima Eucaristía será una continuidad de la anterior y una nueva proyección hacia el futuro de la Iglesia que espera la Parusía final.



Que el Cristo Resucitado y Glorioso y Nuestra Señora del Carmen del Maipú, nos bendigan a todos.

domingo, 4 de abril de 2010

La Muerte no pudo con Él


Pero si es que tenía que hacerlo así. Era su triunfo total y absoluto. Lo había dicho muchas veces a sus discípulos y amigos: ‘Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar’. (Mt. 16, 21). Mateo recoge aquí el primer anuncio de la Pasión, y también en (Mt. 17, 22-23) y (Mt. 20, 19) recoge la segunda y tercera vez que lo dijo.

Incluso cuando después de la Última Cena se dirigen a Getsemaní, les dice Jesús: ‘Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche, porque escrito está: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas de la manada. Pero después de resucitado os precederé a Galilea’. (Mt. 26, 31-32). Pero aquello que Jesús quería transmitirles no alcanzaban a comprenderlo. Acaso no era todavía el momento. En cualquier caso, es posible que lo tomaran desde un punto de vista muy superficial o lejano, pero no en su verdadera magnitud.

No obstante, cuando María Magdalena y la otra María van a la tumba de Jesús, se encuentran con el ángel que les dice: ‘Sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí. Ha resucitado según había dicho’. (Mt. 28, 2-7). San Lucas también recoge este momento, con otras palabras, en Lc. 24, 1-12.

Y el mismo Jesús no pierde la ocasión de dirigirse nuevamente a sus amigos después de resucitado y les hace ver cuanto les dijo cuando aún estaba con ellos: ‘Esto es lo que yo os decía estando aún con vosotros: que era preciso que se cumpliera cuanto está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos de mí. Entonces les abrió la inteligencia para que entendieran las Escrituras, y les dijo: Que así estaba escrito que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase entre los muertos…’. (Lc. 24, 44-48). ¡No está mal como recordatorio! ¿Verdad?

La Resurrección es el mayor acontecimiento de la Humanidad: Nada menos que un hombre, que sin perder su divinidad, es capaz de vencer la muerte y una muerte de cruz, como nos diría San Pablo posteriormente, y reconciliarnos a todos con el Padre. Genial. Magnífico. Pero cualquier calificativo se queda corto e inadecuado para describir esta increíble gesta divina y humana.



Todas las confabulaciones que se forjaron en el Templo y el Sanedrín, a través de los personajes que creyeron haber triunfado, se vinieron abajo como castillo de naipes construido por manos infantiles. La madrugada de aquel sábado se volvió contra ellos. En vano quisieron acallar las voces de los centinelas del sepulcro. Fue inútil. Ni el dinero con el que sobornaron a los guardias sirvió para nada. (Mt. 28, 11-15). Sus amigos y el Espíritu de Dios se encargaron de ello.

La resurrección del Cristo despojado de sus vestiduras y pobre de solemnidad en el Gólgota, venció desde el Amor y el Perdón a sus propios verdugos. Y la Resurrección supone para nosotros los cristianos y para todas las personas de buena voluntad, el triunfo de la esperanza, de nuestra esperanza personal. La Resurrección de Cristo es una invitación formal a cada uno de nosotros a vencer la muerte del pecado y resucitar con Él nuestro último día. La Resurrección de Cristo supone sabernos inmersos en la fuerza del Espíritu y sentirnos llamados a la Evangelización haciendo presente el Reino de Dios en el mundo a través de nuestra insignificancia y nuestra nada. Es encontrarnos con el Resucitado en cada esquina a través de nuestros semejantes y tener la certeza de que desde la diestra del Padre nos hace un guiño de complicidad para acompañarle en su misión que se perpetúa en cada uno de nosotros con la asistencia de su Espíritu.

Porque si creemos en la Resurrección de nuestro Maestro, Salvador y Redentor, nuestras luchas en la cotidianidad del día a día en nuestro trabajo, en nuestra familia, en nuestra Comunidad, nos llevará a seguir el camino de esa Victoria final que todos anhelamos. Será el triunfo del Amor de Dios en cada uno de nosotros. Será el primer gran paso a la resurrección de todas las personas de este bendito mundo, ya sin egoísmos, envidias, celos ni nada que nos impida seguir las sendas que Dios nos marca, porque la muerte, no es el final, sino el principio de la Vida con un destino común: el Corazón del Padre.

Porque todos estamos llamados a participar de la Resurrección de Jesús el día de nuestra propia resurrección. ‘Creo en la resurrección de la carne y en la Vida Eterna’, dice el Credo. Y San Pablo también nos dice: ‘Y si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido’ (I Cor. 15, 14). Continúa más adelante: "Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (I Cor. 15, 21-22). Y de esas expresiones paulinas me parece que todos estamos de acuerdo con ellas.

Oiga. ¿Y cómo será nuestro cuerpo resucitado? Pues mire usted. Ni lo sé ni me interesa, porque me fío totalmente de Dios. Siguiendo a San Pablo, nos transmite algo muy interesante: ‘Según escrito está, “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman”. (I Cor. 2, 9). Por lo tanto, si nos fiamos de Él ahora con nuestras limitaciones, ¿no nos vamos a fiar de Él en ese momento? ¡Pues claro que sí! Personalmente les digo que luego ya no quiero un cuerpo defectuoso, dolorido, con limitaciones,… Quiero un cuerpo como Dios me lo quiera dar en su Reino que, desde luego, habrá superado todos los límites de este mundo y reviente en adoración perfecta al Creador. Y para siempre. Será hermoso ese momento para cada uno de nosotros, como lo fue para Dimas.

Pero antes de terminar no resisto la tentación de tocar un tema que me gusta y me conmueve. Me refiero al “otro” encuentro de Jesús con su Madre. ¿Jesús Resucitado se apareció a su Madre? Nunca me había planteado esa posibilidad y esa furtiva mirada introspectiva la repetí varias veces. Y ya me movió la curiosidad. No recordaba haber leído nada en los Evangelios en ese sentido. Y nada encontré, como habrán podido suponer.

Y sin embargo pensé que me quedaba un camino: pensar, razonar, meditar, orar,… Si Jesús se apareció a otras mujeres, (Mt. 28, 1-10) ; (Mc. 16, 9-10) ; (Jn. 20, 11-18) ¿no iba a aparecerse a su Madre? Si Jesús la quería con locura. Si Jesús la había visto sufrir hasta el desgarramiento íntimo en la Vía Dolorosa. Si Jesús se había visto incapaz da consolarla, de acariciarla, de tantas cosas como un hijo haría con su madre porque sabía que estaba siendo el intérprete de la voluntad de su Padre para redimir la Humanidad, ¿dejaría de ir a buscarla y abrazarse a ella como un loco, con su cuerpo resucitado y glorioso y que su Madre comprendiera ya la realidad de la Misión de su Hijo y el papel que Ella había tenido en la Redención con aquel FIAT ya lejano? ¿Cómo sería el abrazo desesperadamente gozoso, increíblemente alegre, infinitamente feliz, con el que se agarraría a su Jesús, sin apenas creer humanamente lo que estaba viendo y viviendo? ¿Con qué dulzura y cariño le hablaría Jesús transmitiéndole esa paz que solamente Él puede dar?

Ya sé que es dejar volar la imaginación, pero ¿realmente piensan que es una barbaridad llegar a las conclusiones a las que personalmente llegué? Mi fe de cristiano viejo no rechaza esta posibilidad. Al contrario. Me aporta paz, alegría y cercanía de Jesucristo y de su Madre en mi caminar hacia Ellos.

Hoy, en esta alegría de la Pascua, los cristianos saboreamos el triunfo del Resucitado. Hoy que nuestras gargantas enronquecen con el canto del Aleluya, les invito a la meditación gozosa de este Acontecimiento que ha transformado nuestras vidas dándonos una razón de ser y existir en todos nuestros ambientes y con todos los que nos rodean.

Adelante, pues. Dentro de un año volveremos a revivir estos instantes, pero ahora unámonos a Jesús como María estuvo siempre unida a Él. Pero en estos instantes, más que nunca.

A todos ustedes les envío nuestra sincera felicitación Pascual. Que la bendición de Cristo Resucitado y de Nuestra Señora de la Alegría nos acompañen siempre.