domingo, 28 de junio de 2009

Santificarás las fiestas

No sé al empezar a escribir, si todos nosotros incluido yo mismo, tenemos claro qué es, en qué consiste, la santificación. No me vale esa salida facilona de decir que ‘consiste en ser santos’ porque caeríamos en lo mismo de antes. No. De verdad que no me vale. Ahí debe haber algo mucho más profundo desde el momento que Dios es el tres veces Santo.

Jesús, cuando algunos discípulos empiezan a retirarse de Él para no volver, les pregunta a los Apóstoles si ellos también quieren irse. Y es Pedro quien toma la palabra para responder: ‘Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios’ (Jn. 6, 66-69).

Pedro, al parecer, tuvo claro lo de la santidad, pero yo, aun teniendo claro esto de forma muy elemental, me he metido en Internet y he buscado mucho rato y en diferentes páginas este concepto. Y ha valido la pena. Al cabo de un día y medio he hecho un hallazgo. Algo así como si hubiese encontrado la dracma perdida de la parábola. Con unas palabras técnicas, pero muy reveladoras, he podido leer este texto:

SANTIFICACIÓN. Separación para Dios o Su Plan que consiste en tres fases: (1) Santificación posicional –unión con Cristo por medio del bautismo del Espíritu Santo como resultado de la salvación y por lo cual recibe la imputación de la rectitud absoluta de Dios. (2) Santificación experiencial –la condición temporal de separación para Dios del creyente cuando está en la plenitud del Espíritu Santo. (3) Santificación final –cuando el creyente es separado para Dios eternamente habiendo recibido un cuerpo de resurrección.

¿Qué les parece? Cortito pero muy sabroso. Acaso para alguno de ustedes no aporte nada nuevo, pero para mí ha sido algo definitivo. Jamás había oído ni leído una definición así. Es posible que esté en muchos tratados de espiritualidad, pero a mí no me había llegado nada en estos términos. Me ha impactado a pesar de que las etapas que marca ya las conocía, pero no desde ese prisma de unidad. Lo cierto es que me ha obligado a reflexionar y así lo expongo ante ustedes.

La santificación es una separación de alguien para Dios o para los planes de Dios. Pero entiendo que eso no es desde el planeta Saturno, por ejemplo, sino a partir de la cotidianidad de nuestra vida en la familia, en el trabajo o profesión, desde nuestro propio estado o vocación, desde la utilidad en la jubilación, desde las dificultades de la vida misma, desde el prisma de la juventud que lucha por labrarse un futuro, desde… Pongan aquí las mil y una cosas que ustedes conocen de su entorno y desde las que Dios nos llama a su servicio sin importar si se está sano o enfermo, si es adinerado o carente de muchos recursos, si tiene la experiencia de los años vividos o el impulso de los años juveniles.

Todo esto conforma la segunda fase del párrafo arriba indicado y me parece que dura toda una vida. Desde que nos bautizaron empieza ese período de existencia preñado de futuro, formación, entrega, descubrimientos, caídas y levantamientos, hasta esa tercera fase, la santificación final, en la que se echa la vista atrás, se analiza la propia trayectoria, el comportamiento de los años vividos y se emite, como San Pablo, el veredicto personal: ‘He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe. Sólo me queda recibir la corona de salvación, que aquel día me dará el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa’. (2Tim. 4, 7-8) .

Desde esta perspectiva solamente cabe esperar la llamada definitiva para volver ante Aquel que nos llamó, para verle tal cual Es y oírle decir personal y directamente: ‘Ven, bendit@ de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me alojasteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme’ (Mt. 25, 34-36). Ahí estará la santificación definitiva porque ya participaremos de la misma santidad de Dios de forma plena. Ahí daremos gracias por cuanto hicimos en la segunda fase de la santificación.

Y hasta que eso llegue habrá que continuar entregándonos en el altar de la vida diaria ofreciendo nuestro trabajo y nuestras limitaciones, conscientes de que el mismo Dios que nos ha dado soporte a lo largo de nuestra vida, lo seguirá haciendo. Luego, otros continuarán nuestras huellas apoyándose en las huellas de Jesús.

Al llegar a este punto debo centrarme de nuevo en la santificación experiencial. Si nos marcamos alcanzar la meta indicada en la tercera fase, está claro, al menos para mí, que habrá que poner de nuestra parte los medios necesarios para alcanzarla, siendo éstos básicamente dos: oración y Sacramentos.

Oración en tanto que ésta es una comunicación, una conversación con Dios como hacían nuestros primeros padres en el Paraíso antes de su caída, pero sabiendo que nosotros por nosotros mismos, somos incapaces de llegar hasta el Hacedor. Es Él quien se abaja hasta nosotros desde su cotidianidad amorosa con cada uno de nosotros.

Sacramentos, porque a través de los gestos y símbolos de cada uno de ellos, empezando con el Bautismo, base de la santificación posicional, Jesús de Nazaret, verdadero Dios (Segunda Persona de la Santísima Trinidad) y verdadero hombre, se hace presente real y verdaderamente en cada uno de nosotros llenándonos de su presencia.

¿Cómo podremos alcanzar la santificación final si no procuramos poner los medios necesarios para la santificación experiencial?

Pienso que es desde ahí de donde surge para el cristiano que desea una vida centrada en la Trinidad, la necesidad de guardar, reservar, dedicar o brindar, me da igual el verbo que queramos aplicar, un día a la semana para dedicárselo a Dios de forma especialmente personalizada, además de lo que hagamos los otros seis días restantes mediante nuestros quehaceres, nuestra oración o nuestro descanso.

Me da la impresión que cuando Dios habla a los israelitas y les dice: ‘Seis días trabajarás y harás todas tus faenas. Pero el séptimo es día de descanso en honor del Señor tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tus hijos, ni tus siervos, ni tu ganado, ni el forastero que reside contigo’. (Ex. 20, 9-10), estaba marcando una pauta de comportamiento aplicando su pedagogía divina, más que un mandato sin más objetivo que constreñir al pueblo a su voluntad.

Israel tal vez necesitaba en ese momento que se le hablase así, recién salido de una esclavitud centenaria en Egipto para reencontrarse con sus propias raíces y con las relaciones con su Dios.

Para nosotros, Jesús nos marca un camino a seguir cuando en la cena de despedida de sus amigos aquel Jueves histórico y memorable, toma el pan entre sus Santas y Venerables manos y tras bendecirlo, dice: ‘Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía’. (Lc. 22, 19) .

Es, como dice a continuación con el vino, ‘la copa de la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros’ (Lc. 22, 20).

Santificarás las fiestas. Lo que aparenta una orden sobre santificar el domingo o los festivos relativos a Dios, la Virgen o sobre lo que la Iglesia considere, es más el deseo de Jesús de compartir con nosotros mismos aquel Jueves Santo haciéndose presente en la Mesa de la Eucaristía a la que Él mismo nos invita, que una obligatoriedad sin más objetivo en sí misma.

Será necesario añadir nosotros nuestra compañía a Dios a través del culto latréutico de la Eucaristía, para ir conformando poco a poco, paso a paso, el camino a nuestra santificación final.

La vivencia personal de la Eucaristía, sea dominical o diaria, debe tener unos sentimientos hondos, unas reflexiones maduras, que nos conduzcan a comprometidos planteamientos personales.

La Eucaristía encierra una profundidad mayor que un simple ‘cumplimiento con Dios’, como he oído decir a más de una persona.

Pienso que la Eucaristía debe ser vivida y contemplada desde el prisma de una concelebración conjunta entre el sacerdote que la preside y los cristianos presentes, laicos o religiosos, que participamos en ella.

Pienso que las palabras pronunciadas por el sacerdote para ser respondidas por la Asamblea, no son frases aisladas que ‘él dice y nosotros respondemos’. No, porque son una simbiosis de personalidades en las que el sacerdote desde el altar y la Asamblea desde el lugar que ocupa en el templo, conformamos una única e indivisible personalidad dentro de la liturgia eucarística, sin anular la personalidad de cada uno, como un pueblo unido por la misma fe, la misma esperanza, el mismo amor.

Viene a ser algo así como si Jesús estuviese hablando con nosotros en una conversación distendida y amigable en la que todos hablamos y disfrutamos alrededor de una Mesa, compartiendo el alimento que fortalece el espíritu y anima al cuerpo a incrustarse en las estructuras mundanas para hacer llegar a los demás con nuestra propia vida, con nuestro propio testimonio, (aun a pesar de nuestras limitaciones y pecados), la realidad de lo que estamos viviendo.

Cuando salimos a participar de las lecturas ya no es Fulano o Mengana los que podamos leer. Son Jeremías, Isaías, Pablo, Pedro, Juan que están presentes ahí en ese momento en el ambón a través de nosotros y hablan DIRECTAMENTE a los ocupantes de la nave del templo. Proclaman la PALABRA recibida valiéndose de la boca y de la personalidad del lector o lectora como si estuvieran en Nínive, Corinto, Jerusalén, Éfeso o en el lugar correspondiente de su predicación de antaño.

Cuando el sacerdote expone la homilía, la Asamblea estará oyendo a uno de los profetas del siglo XXI o al mismo Jesús del monte de las Bienaventuranzas que les está hablando a ellos y les está transmitiendo el mensaje de la Palabra como lo hacía en cualquiera de sus intervenciones públicas. Y nos sentiremos responsables de llevar a nuestras vidas aquello que más nos ha calado en un afán constante de superación y de búsqueda de la perfección que Dios nos pide que tengamos: ‘Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’. (Mt. 5, 48)
Para nosotros el ofertorio no debe ser simplemente ofrecer el pan y el vino a Dios. Es meter en el cáliz, simbolizado por las minúsculas gotas de agua que se mezclan con el vino, todo lo que conforma nuestra existencia: los pesares, las satisfacciones, los sufrimientos, las frustraciones, las angustias, las alegrías y tantas y tantas cosas como envuelven nuestra existencia, para ofrecérselos al Padre por mediación del sacerdote. Es poner nuestra vida en el altar. Es poner nuestra disponibilidad y nuestros talentos para dejarse modelar por Dios como barro en sus manos de Supremo Alfarero.

Es sentirnos concelebrantes cuando llegan las oraciones comunes de todo el pueblo, como el Gloria, el Credo o el Padre nuestro, pronunciadas a la vez que el sacerdote, de la misma manera que cuando varios sacerdotes concelebran pronuncian las palabras de la Consagración al unísono a la vez que extienden todos sus manos sobre el pan y el vino que pasan a ser, en función de su ministerio sacerdotal y la actuación del Espíritu Santo invocado en la epíclesis, el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Porque nosotros también nos debemos sentir sacerdotes al participar del Sacerdocio de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, en función del Bautismo que en su día recibimos.

La Comunión es algo muy especial. Nos hace sentir pequeños, insignificantes, en el momento de recibir esa Hostia que sabemos, por la Fe, que Jesucristo está todo entero con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y que viene a nosotros a visitarnos en nuestra morada a pesar de haberle dicho, como el centurión, que ‘no soy digno de que entres en mi casa ...’ Pero Cristo entra. ¡Vaya si entra! Y dentro de ese momento de íntima unión entre Dios y su criatura, fluye el diálogo que ‘recrea y enamora’. La música está callada. La soledad suena en el silencio interior. No existe el tiempo. Sólo está la Eternidad, el Todopoderoso, dentro de nuestra existencia haciéndose persona de nuestra persona al acogerlo en nuestra propia intimidad.

Eso no se puede entender. Es la Fe la que nos habla. Nosotros solamente podemos abrirnos a su misericordia, a su Gracia, y dejarnos poseer. Sólo nos queda enfrentarnos a nuestros límites humanos y decirle: ‘Padre. Gracias por ser quien eres y por ser como eres. Aquí me tienes con todas mis limitaciones, mis fallos y mi nada. Haz de mí lo que quieras. Lo acepto todo con tal de que tu voluntad se cumpla en mí y que yo sea instrumento de tu paz y vehículo a través del cual te manifiestes en este mundo que has redimido y que no te conoce porque no quiere conocerte. Ayúdame con tu Gracia para no defraudarte.’

Y cuando al sacerdote levanta su voz para terminar la Eucaristía y rompe el hechizo de ese momento mágico de intimidad divina, sentimos que hemos de mordernos el pensamiento y la voluntad para no enviarle alguna barbaridad mental.

Y sí. La Eucaristía termina en el templo. Pero la bendición final es el ‘Id y predicad el Evangelio a toda criatura.’ (Mc. 16, 15). ‘Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra’. (Hech. 1, 8).

Y la Eucaristía continuará en el altar de la vida diaria : en el taller, en el mar, en la casa , con la cotidianidad de cada día transformándola en la cotidianidad del taller de un carpintero llamado José, casado con una esposa de nombre María y un joven aprendiz llamado Jesús.

La próxima Eucaristía será una continuidad de la anterior y una nueva proyección hacia el futuro de la Iglesia que espera la Parusía final. Será la búsqueda permanente de la santificación personal y comunitaria.

Entonces encontraremos sentido a ‘santificar las fiestas’ y es cuando sentiremos la necesidad de seguir viviendo la Eucaristía. Será el balón de oxígeno espiritual que estaremos necesitando.

Obviamente este tema, como los anteriores y los que seguirán, Dios mediante, tienen muchas más cosas para profundizar en ellos, pero para eso les remito a los especialistas. Mi modesta aportación es lo que es, es como es y es lo que comparto con ustedes.

Les dejo con el Salmo 34 (33). Les invito a leerlo, meditarlo u orar desde su contenido.

Bendigo al Señor continuamente,
su alabanza está siempre en mi boca.
Mi alma se gloría en el Señor,
que los humildes lo oigan y se alegren.
Engrandeced conmigo al Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Busqué al Señor y Él me respondió
librándome de todos mis temores.
Mirad hacia Él: quedaréis radiantes,
y la vergüenza no cubrirá vuestros rostros.
Cuando el humilde clama al Señor, Él lo escucha
y lo salva de todas sus angustias.

1 comentario:

euterpe dijo...

"Santificarás las fiestas"...
¿Sabe, señor Maset? Encuentro una relación entre el tercero de los precptos divinos y el momento del ofertorio en la Eucaristía. Cuando yo- cristiano en sentido genérico- en el ofertorio, tras ofrecer mis alegrías, pesares, etc, me vacío de todo y me entrego a Dios con mi respiración, mi presencia y toda mi persona hasta la última célula, entonces siento que me aparto del mundo y soy de Él... Momentos que la sensibilidad capta pocas veces, pero que siempre son reales. Y esto me lleva a recordar la definición de santo que leí no hace mucho: "Santo, el apartado del mundo y entregado a Dios".
Fuimos creados para el estado unitivo, aunque desde la caída del primer hombre este se ha de buscar y trabajar... pero es el camino de la santidad. Quizá Dios quería que siempre pudiéramos hacer un alto en nuestras rutinas y obligaciones para acercarnos a Él (o, más bien, para escucharle y dar lugar a que ocupe un lugar en nuestro corazón).
Claro que, puestos a pedir, se puede santificar algo más que las fiestas obligatorias...
Que Dios le bendiga.