domingo, 15 de noviembre de 2009

MATEO

Shalom. Buenos días. Buenas tardes o buenas noches.

He sido amablemente invitado a estar hoy aquí. El tío Maset me ha visitado y me ha ofrecido la oportunidad de estar un rato con todos vosotros. No he podido negarme porque para mí supone revivir una serie de circunstancias que marcaron hondamente mi existencia.

Permítid que me presente. Mi nombre es Leví. Mi padre era Alfeo, el cual me dio una formación y educación de acuerdo con las enseñanzas de la época que me tocó vivir, sólo que yo hice una opción más o menos acomodaticia. Mi lugar de residencia era una ciudad llamada Cafarnaúm, poblado ubicado a orillas del mar de Galilea o lago Tiberíades, ya que lo llaman de las dos maneras.

Los tiempos eran difíciles. Mi país era una colonia romana y ellos eran los que imponían sus normas aunque respetasen nuestras costumbres hasta ciertos límites. Si te ponías frente a ellos lo pasabas mal, así que opté por aliarme con ellos ya que no podía vencerles, de manera que me hice algo parecido a lo que ahora se conoce como un empleado de la hacienda pública.

Entonces esa función consistía en ser publicano, o sea, recaudador de impuestos, cosa que como es natural, provocaba las iras de mis conciudadanos judíos y me consideraban pecador. Recibía el desprecio de mis convecinos que veían en mí al típico colaboracionista con los romanos. Y en el fondo, eso me dolía y hacía que me sintiera un perfecto canalla.

Pero si tenemos en cuenta que de lo que recaudaba me quedaba una parte e iba amasando una fortuna aceptable, si bien de forma irregular, era comprensible, y como todos mis compañeros hacían lo mismo, yo lo veía como una cosa natural. Cargábamos más de lo que debíamos en los impuestos, tanto en los que eran para el César como para los del Templo, y eso engrosaba nuestros bolsillos.

Formábamos una especie de piña y nos juntábamos en frecuentes banquetes a costa de lo que habíamos robado al pueblo. Y sin embargo, después de esas comilonas siempre me venía la resaca, pero no la del exceso de comida o bebida.

Era otra más honda que no me permitía ser feliz. Tenía dinero, compañeros de trabajo (no me atrevo a llamarles amigos) y diversiones cuantas quería, pero mi vida no estaba llena. Es cierto que en mi telonio (lo que ustedes llaman despacho) las cuentas cuadraban, a mi conveniencia, por supuesto. Pero solía tener una agitación interna que no sabía a qué achacar. No me permitía ser totalmente feliz. Mi corazón que buscaba la felicidad y el amor, no lo encontraba y notaba la existencia de un vacío difícil de llenar. Me veía a mí mismo lleno de inmundicia, malestar y resentimiento contra no sabía quién. Acaso fuese contra mí mismo.

Y ese agujero anímico crecía cada vez más.

Llegué a plantearme un cambio radical en mi vida, pero ¿dónde iba a ir y cómo iba a vivir? Estaba acostumbrado a un ritmo de vida que me era muy difícil dejar. Me llegaban algunos rumores de pecadores que cambiaban de vida después de haber visto u oído a un joven rabí que les llevó una esperanza, pero ¿quién era yo para ir a verlo o siquiera que se fijase en mí, en mi insignificancia? Yo era un pecador a los ojos de mi pueblo y los rabís no nos tenían en cuenta más que para recoger los impuestos y marcharse lejos de nosotros.

En ocasiones me decía: ‘Y ¿por qué no? Debería ir a oírlo y conocerlo para ver quién es y comprobar lo que dicen de Él, pero si me decidiese a hablarle y confiarle mis problemas y mi infelicidad, ¿me aceptará o me rechazará como lo hacen los demás maestros de Israel?’

En cierta ocasión en que lo estaba pasando muy mal, no recuerdo si fue después de una de las tantas comilonas con mis compañeros, pero sí recuerdo que estaba solo y me vino en mi angustia vital un salmo que me salió de lo más íntimo de mi ser : ‘Desde lo hondo a Ti grito. Señor. Señor: Escucha mi voz. Estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.’(Sal. 130(129), 1-2)


No supe cómo, ni aun hoy podría dar una razón lógica del por qué, pero una gran paz me invadió. Experimenté una serenidad como jamás había sentido. Un extraño optimismo se presentaba a mi vida, por primera vez, con expectativas de futuro, aunque no sabía exactamente cuál ni cómo iba a ser.

No tardaría mucho en saberlo.

Cierto día que estaba en mi telonio cobrando los impuestos de peaje que los pasajeros pagaban al venir por el lago de Tiberíades noté un movimiento inusual de gentes por la orilla del lago. Indagué y me comunicaron la causa: el rabí acababa de llegar con unos acompañantes después de haber curado a un paralítico. Este hecho había causado una conmoción en toda la comarca.

Preparé las cosas para ir a conocerle, pero cuál no sería mi sorpresa cuando de repente me lo encuentro frente a mi, me mira a los ojos y solamente me dice una palabra: ‘SÍGUEME’. (Mt. 9, 9)

Este momento fue trascendental en mi vida. Tanto, que le dio un giro de ciento ochenta grados y a partir de él tomé el nombre de Mateo, cosa que era frecuente entre mi pueblo: Cefas, era llamado Pedro. Saulo fue llamado Pablo, por ejemplo.

¿Y por qué elegí Mateo en vez de otro? Mateo viene del griego Mathaios y del arameo Mattai y en ambos casos su significado es el mismo: “don de Dios”, porque noté que con esa llamada se me hacía un gran regalo, una gran donación sin merecer nada yo por mí mismo.

A partir de ese momento me di cuenta que la respuesta a los interrogantes de mi vida había llegado y que ésta ya no iba a ser la misma. Mi destino iba a estar ligado para siempre con el rabí y mi seguimiento iba a ser incondicional. Así pasé a ser uno de los doce que le seguíamos a todas partes y que con el tiempo nos llamarían LOS APÓSTOLES.

Pero antes de salir de mi ambiente tenía que transmitir esa alegría que me desbordaba a todos mis compañeros y amigos. No podía callar. La mejor forma de hacerlo era invitarlos a un banquete. Sabía que iba a ser el último con ellos, pero éste sería diferente porque había invitado al mismo rabí. Así se lo presentaría a ellos y ¡quién sabe! Acaso alguno llegase a sentir la felicidad desbordante que yo sentía.

Todo Cafarnaúm se conmovió en cuanto se enteró, pues en el pueblo todo se conocía con rapidez. La gente buena se alegraba sinceramente del cambio de mi vida. Los retorcidos no dejaban de hablar entre ellos haciendo conjeturas sobre la solidez de mi conversión y buscando no sé qué razones ocultas para explicar lo que para mí era muy sencillo: abrirme al Maestro. Los indiferentes no entendían nada ni querían hacerlo. Les bastaba con los pobres y enanos horizontes de sus vidas.

No me cansaba de proclamar que el rabí era distinto de todos los demás rabís y era tanto el fuego que ponía que a cuantos invité sintieron la curiosidad por conocerlo y compartir ese momento de la despedida. A fin de cuentas invitarles a comer o a cenar era una muestra de amistad al más alto nivel y supieron corresponder a ella. Después, con el tiempo, el Maestro se despediría también de nosotros con una cena íntima inolvidable, pero ¡qué distinta de ésta!


Mi casa, esa noche, rebosaba luz, alegría,… Allí estaban los demás publicanos compañeros de profesión, había gente pecadora, incluidos hombres y mujeres de mala vida. La fiesta empezó y no reparé en gasto alguno, pero en todas las caras se notaba la tensión de esperar la aparición de ese rabí a quien llamaban Jesús y era oriundo de Nazaret.

De repente fue haciéndose el silencio. Tanto, que se hubiera podido oír cómo crecía la hierba del campo. Todas las miradas eran unánimes mirando el dintel de la puerta de mi casa. Allí se recortaba una figura alta, bien proporcionada, no exenta de una belleza que tenía su origen en sus ojos. Una mirada a la que nadie podía sustraerse ni permanecer indiferente. Su voz resonó en la estancia cargada de paz infinita : SHALOM HABERIM. PAZ A VOSOTROS.


De su fuerte personalidad emanaba un magnetismo que, desde su sencillez y cercanía le hacía ser el protagonista indiscutible de la velada. Realmente hizo fácil y grata la comunicación con todos mis invitados que, poco a poco fueron perdiendo su rigidez síquica y pasaron a un comportamiento natural con Jesús que estaba disfrutando enormemente. Creo que me atrevería a decir que su disfrute era infinito.

Observándolos a todos puedo decir que más de uno comenzó una nueva vida después de esa noche de cara a Dios.

Pero todo lo bueno tiene su parte negativa. Una sombra alteró el grato ambiente que teníamos. La provocaron los escribas y los fariseos cuando se dirigieron a los discípulos de Jesús que lo acompañaban esa noche diciéndoles hipócritamente escandalizados: ‘¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y los pecadores?’(Mt. 9, 11)

Sus discípulos no supieron qué contestar, pero el rabí que se había dado cuenta de la situación y llamando su atención les replicó: ‘No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. Ni Yo he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores’. (Mt. 9, 12)

Os aseguro que escuché con un gran gozo estas palabras. No solamente me vi retratado y acogido en ellas sino que muchos de mis invitados también se vieron reflejados en estas palabras y captaron el sentido de misericordia y acogida que tenían. A partir de ahí la cena ya se desarrolló sin más incidentes. Los que enturbiaron la fiesta con su escándalo farisaico se marcharon y nosotros quedamos con una extraña sensación de unidad y camaradería desconocida hasta entonces.

Cuando finalizamos la fiesta, ya nadie era el mismo de antes. En mayor o menor grado teníamos un planteamiento nuevo de nuestra vida, diferente al que habíamos tenido hasta entonces, si bien hubo reticentes que no desearon renunciar al estilo de vida que llevaban.

Yo, por mi parte, al día siguiente puse en orden todo lo mío y marché a presentar la dimisión de mi cargo ante las autoridades de las que dependía. Y así, con el saco vacío y el corazón lleno comencé una nueva andadura, mucho más difícil que la anterior, pero más gratificante, que solamente finalizaría cuando Dios me llamase a su presencia.

A partir de ahí comenzó la plenitud de mi vida y ésta se llenó de muchas vivencias.

Recuerdo con especial cariño el día que le pedimos que nos enseñara a rezar y lo hizo con una oración en la que a Dios lo llamaba PADRE. Es la que vosotros ahora llamáis el Padre Nuestro. El Maestro nos lo enseñó, lógicamente, en arameo, que es la lengua en la que nosotros nos comunicábamos.

Y valió la pena. Hubo muchas experiencias, algunas muy fuertes, que fueron marcando mi destino y que reflejé en unos escritos que, recopilados y ordenados, dieron lugar a lo que hoy se conoce como EL EVANGELIO DE MATEO y los destiné básicamente a que mi pueblo tuviese claro que el rabí, el Maestro, no era otro que EL HIJO DE DIOS, el Salvador que todos habíamos estado esperando durante tantos siglos. Y yo tuve la inmensa suerte y alegría de haber convivido con Él y compartir sus confidencias y enseñanzas.


Y eso no se podía perder.

Pero de eso ya dejo que os hablen diversos escritores que con el paso de los siglos han ido analizando y descubriendo la intencionalidad de esos escritos en diversas publicaciones. Yo he sido muy afortunado de compartir con vosotros unos cuantos recuerdos de mi vocación. Seguid también vosotros esa llamada del Maestro que en ningún momento os fallará y siempre permanecerá atento a vuestras necesidades y problemas.

Yo me despido y vuelvo con mi Maestro. Ahora sois vosotros los nuevos Mateo, o Marcos, o Lucas, o Juan o cualquiera de los Apóstoles, discípulos y discípulas que acompañaron y siguieron las enseñanzas de Jesús, porque os corresponde continuar la labor que nosotros emprendimos hace más de dos mil años.

Para ello siempre os acompañará la bendición del Maestro toda vuestra vida. Hasta siempre y que Él os bendiga. SHALOM.

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Bueno. No sé si debo presentarles mis disculpas por mostrarles de esta manera la parte más conocida de la vida y conversión del evangelista San Mateo. Es evidente que las cosas no sucedieron exactamente así en su totalidad, pero pienso que, de alguna manera, recogen lo fundamental de su conversión y seguimiento a Jesús de Nazaret. En cualquier caso, digamos que el ‘culpable’ de esto es mi Acompañante espiritual. Quiso que en la Catequesis de Adultos presentase la figura de este personaje evangélico y, cuando le pregunté desde qué aspecto quería que lo hiciese, solamente me dijo: ‘Métete en el personaje’.

Y no lo pensé dos veces. Por unos momentos dejé de ser ‘yo’ para presentarme como el pecador que ante la llamada del Maestro no dudó en seguirlo ante esa tremenda personalidad que tenía y la acogida que emanaba. Un par de semanas más tarde, ante un auditorio de unas cuarenta y cinco personas, Leví, luego Mateo, hizo acto de presencia. Y lo curioso es que hubo personas que luego de la charla me comentaron que les había ayudado a entender la conversión de este apóstol.

De cualquier modo, pienso que lo verdaderamente importante y el objetivo real de esta entrada, es profundizar en el proceso de conversión de Mateo, pecador como cualquiera de nosotros, pero que supo abrirse a la salvación de su Maestro. Pasó a un seguimiento sin reservas ni restricciones de ningún tipo hasta el final de su vida.

Toda una lección para cada uno de nosotros, ya que el camino de la conversión es permanente, máxime de cara al Adviento que pronto vamos a vivir. Siempre tenemos algo que modificar y perfeccionar. Y para eso nunca es tarde. Jesucristo, el LOGOS, es capaz de colmar todas nuestras ansias de paz, de libertad, de felicidad, que todos llevamos en nuestro interior.

Y de momento nada más. Les reitero mis disculpas por esta pequeña travesura, que no es en modo alguno ninguna frivolidad. Mi respeto por los Apóstoles y por todos los cristianos de todas las épocas es absoluto, ya que con su vida y su esfuerzo contribuyeron a ir levantando la Iglesia. En todo caso es, llamémoslo así, una licencia literaria.

Muchas gracias por su comprensión y que Dios nos bendiga a todos.

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