domingo, 3 de enero de 2010

La Unción de Enfermos y ¿la muerte? (I)

Como cualquiera puede comprobar, ya escribí sobre los Sacramentos en general y entonces me hice el propósito de ir tratando cada uno de ellos viendo la riqueza que tienen y su propio significado.

Es posible que por las especiales circunstancias por las que estamos atravesando en mi familia, me haya detenido en el la Unción de los Enfermos parándome a reflexionar sobre el mismo y llego a la conclusión del desconocimiento que existe en general de este Sacramento.

El análisis personal que he hecho desde la Doctrina de la Iglesia y mis propias vivencias y convicciones me ha llevado a este escrito que transmito para compartirlo con todos ustedes. Es posible que deba ponerlo en dos partes por la extensión que tiene y para no cansarles con su lectura, ya que como dijo en el s. XVII Baltasar Gracián, sacerdote jesuita español, literato del conceptismo, ‘Lo bueno, si breve, dos veces bueno; lo malo, si poco, no tan malo.’

Adentrándome ya en el tema, parto de un hecho que, como creyente a tope, considero muy claro: Jesús, igual que en su etapa entre los humanos, quiere estar presente en la vida de cada persona y ayudarla en todo, pero de forma especial en los momentos de angustia, de preocupación o referidos a la salud personal.

Los Sacramentos, como ya se vio en su momento, son signos a través de los cuales Dios se manifiesta y se hace presente en nuestras vidas. Y así como cada uno de ellos tiene una significación propia y característica para momentos determinados de nuestras vidas, el de la Unción de Enfermos tiene su propia particularidad, ya que también está metido dentro del conjunto de Cristo resucitado el cual se hace presente en esos momentos para seguir salvando.

Por otra parte tiene también un contexto concreto para ser administrado: el de la enfermedad, de la que nadie nos escapamos. Ésta siempre nos sitúa ante una experiencia negativa de la vida. La del dolor y el sufrimiento. Pone ante nosotros la manifestación de lo poco que valemos físicamente, de nuestra propia debilidad.

La enfermedad nos sitúa ante ese vacío, esa indefensión personal que sentimos ante una dolencia peligrosa o grave en sí misma y que a pesar de los cuidados y adelantos médicos, de la calidad de los profesionales de la salud que nos atienden o de los medicamentos existentes más sofisticados, nos enfrentamos al interrogante de saber si saldremos de esa situación concreta o será la última que padezcamos. Es el instante de mirar de frente ese momento decisivo y trascendental que es nuestra propia muerte y que acaso sea lo más importante de nuestra existencia.

Si nos paramos a analizar lo que ocurre a nuestro alrededor, vemos que no se le da la importancia que tiene. Estamos acostumbrados a ver personas que diariamente mueren e incluso pueden ser verdaderos amigos nuestros, lo cual nos afecta de una manera especial. Y hasta lo encontramos natural por ser ley de vida, por mucho que nos cueste asumir esa realidad.

Pero cuando nos toca a nosotros o a algún familiar, especialmente si es muy cercano a nosotros, todavía nos afecta más.

Y surgen ocasiones en las que al tener la seguridad de que ese miembro de la familia va morir al cabo de un tiempo mayor o menor, algunos se empeñan en ocultarle la realidad, la camuflan o disfrazan con mil y un argumentos y no desean que se persone un sacerdote para administrarle el Sacramento de la Unción ‘para no asustarle’.

Personalmente pienso que es un desdichado engaño, porque además de privarle de la Gracia propia del Sacramento, le privamos de la presencia del mismo Jesucristo que se hace presente a través de la Unción.

Lo más digno que tenemos no es el hecho de haber nacido, ya que ahí permanecimos pasivos y nos ‘empujaron’ a vivir. Asumimos posteriormente nuestro nacimiento, nuestra existencia, con el paso de los años como un hecho natural, fuimos montándonos nuestro propio ‘rollo’ en la vida y, tal vez, permanecimos ajenos al objetivo que cada uno tenemos en nuestra persona y nuestra individualidad. Incluso podemos pasar de largo por la vida sin pena ni gloria, tristemente, anodinamente,…

Pero la muerte sí que la podemos asumir porque entra dentro del proceso de nuestra humanización y podemos darle un sentido al final de nuestra existencia. Es una aceptación de ese instante como la plenificación de nuestra humanidad inmersa en la Humanidad de Cristo Salvador y Redentor, que murió por cada uno de nosotros dando un sentido a nuestra vida y también a nuestra muerte.

Ésta hay que aceptarla como un problema muy serio para las personas. ¿No hemos presenciado el caso de la familia que se desvive por atender a ese familiar que está en sus últimos días de vida, con todas las atenciones posibles, olvidándose de ellos mismos, pero que a pesar de todo no pueden meterse en su dolor, en su sufrimiento, lo cual les hace vivir una absoluta impotencia? Ahí el enfermo está en su propia solitariedad, (que no en su soledad).

Y ante esto, ¿qué dice la Biblia? En un principio, en el A.T., se aceptaba la enfermedad como un castigo de Dios porque se tenía el concepto de que todo, lo bueno y lo malo, venía de Dios. Y el pobre Dios recibía todas las culpas de los desajustes de salud de todos los humanos. No había forma de entenderlo fuera de ese contexto. Se pensaba qué habría hecho una persona o sus padres para tener la enfermedad que pudieren padecer. Al pasar, Jesús vio a un hombre que era ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién ha pecado para que esté ciego: él o sus padres?” Jesús respondió: “No es por haber pecado él o sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios." (Jn 9, 1-3). Este pasaje nos puede dar una idea del concepto que los Apóstoles, y con ellos el pueblo judío, tenían de la enfermedad. La respuesta de Jesús es clarificadora.

El profeta Ezequiel ya rompe una lanza a favor de Dios para dejar claro que ese concepto hay que cambiarlo. ‘Quien debe morir es el que peca; el hijo no carga con el pecado del padre, y el padre no cargará con el pecado del hijo. El mérito del justo le corresponderá sólo a él, y la maldad del malo, sólo a él.’ (Ez 18, 20). Cada uno es responsable de sus actos y no tiene nada que ver la enfermedad con el comportamiento personal.

Pero las personas empezamos a entrever que Dios puede curarlos y acudimos a Él. Hay un montón de Salmos en los que se le invoca, casi con angustia y zozobra, en busca de protección. ‘Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor:«Señor, salva mi vida».(Salmo 114). O este otro ejemplo: ‘Ten piedad de mí, Señor, porque estoy angustiado: mis ojos, mi garganta y mis entrañas están extenuados de dolor. Mi vida se consume de tristeza, mis años, entre gemidos; mis fuerzas decaen por la aflicción y mis huesos están extenuados’. (Salmo 31(30).

Ya ven. Se recurre a ese Dios bueno que tantas veces ha acudido en auxilio de su pueblo.

Isaías, cuando habla del Siervo que tiene que venir, lo coloca fundamentalmente como alguien que va a salvar: los ciegos verán, los cojos andarán,… ‘Yo, el Señor, te he llamado en justicia, te tomé de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas.’ (Is 42,6-7).

En la mayoría de los milagros que realiza, Jesús quiere manifestar que el Reino ya ha llegado en medio de las personas, un Reino que básicamente es una acción por parte de Dios que se acerca a nosotros para que el fenómeno humano se realice y plenifique. Que donde hay amor y paz, lo haya en abundancia, con ausencia total y absoluta de envidias, odios o rencores.

Uno de los signos de que Dios está cercano a la persona humana es que le brinda su ayuda para que viva feliz como tal. Desea que seamos simplemente seres humanos, tal como nos creó desde el principio. Y así asumió nuestra naturaleza humana. San Pablo nos dice que ‘se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz’. (Fil. 2, 7-8).
El Evangelio de Marcos que es eminentemente activo, nos presenta un Jesús dinámico ante los cojos, los ciegos, los paralíticos, los leprosos, ante la mujer que ve venir con el cadáver de su hijo en Naím,… El objetivo de sus milagros es presentar la acción salvadora de Dios para dar vida al género humano.

Pero ¿qué lugar ocupa la Unción de Enfermos en estos hechos? La próxima semana ahondaremos un poco más en este tema. Que Dios nos bendiga a todos.

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