domingo, 31 de enero de 2010

¿Hijos pródigos? ¡Pues claro que lo somos!

‘Confesar los pecados mortales, al menos, una vez al año, en peligro de muerte y si se ha de comulgar’.

Dicho así, de entrada, me podrían decir que ya conocen cuál es el segundo Mandamiento de la Santa Madre Iglesia, pero es que de alguna manera tenía que empezar a hablar del Sacramento del Perdón de Dios, de la Reconciliación con Dios, del sabor espiritual del Amor que nuestro Padre nos tiene a cada uno, de forma personalizada e infinita. De cualquier modo, pienso que es un buen preámbulo o una buena introducción a este Sacramento.

No obstante me da la impresión, por lo que veo a mi alrededor, que a este Sacramento no se le valora como se debe y merece.


Ignoro si ustedes también lo observan, pero personalmente veo colas enormes a la hora de la Comunión en las Misas (en ocasiones hemos estado el sacerdote celebrante y cuatro Ministros Extraordinarios más ayudando), pero los confesionarios han permanecido vacíos o han tenido poquísima gente. Seis como máximo. De pena, ¿no creen? Es como para hacer un análisis crítico y sacar nuestras propias conclusiones.

Y aunque las causas pueden ser muy variadas, no es el objetivo de este tema. Desde estas líneas me gustaría profundizar en el Sacramento en sí mismo aterrizando en nosotros mismos que somos los destinatarios directos de este Sacramento y de todos los demás, sin ser, ni mucho menos, exhaustivo. Y como siempre, es una satisfacción personal compartir con ustedes mis propias experiencias.

Creo que todos conocemos y hasta es posible que hayamos meditado, incluso más de una vez, la parábola del ‘Hijo Pródigo’. (Lc. 15, 11-32). Más o menos, todos nos hemos visto retratados en ella sintiéndonos el hijo que se marcha del hogar paterno. Esa es la razón por la que he puesto el título que han visto en el encabezamiento de la entrada. Todos somos pecadores en mayor o menos grado, pero no por eso nos vamos a rasgar las vestiduras, porque teniendo un Padre como el que tenemos, ¿qué vamos a temer? ‘Os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse’. (Lc.15, 7).

Para Dios, perdonar es una gran fiesta en la que la alegría y el regocijo adquieren el carácter de divinos porque hemos permitido a Dios Ser-Él-Mismo: Amor, Perdón, Acogida, Ternura, Cariño,…infinitos.

Metámonos en esta escena: Una mujer pecadora llora sus pecados a los pies de Jesús, realmente arrepentida al enfrentarse a la vida que ha llevado. Va a Jesús. No le dice nada. Sólo llora. En un momento determinado surge una voz que la envuelve en el Perdón: ‘Tus pecados te son perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz’. (Lc. 7, 48-50). ¿Cómo sería este momento para Jesús que perdona y para la mujer que se ve libre de las ataduras amargas de su vida anterior? ¿Qué sentiría la mujer al oír la voz del Maestro y su gesto liberador? ¿Qué hubiésemos sentido nosotros de haber estado presenciando esa escena? No lo sé, pero sí sé que es para estar meditando este fragmento evangélico unos momentos antes de acercarnos al confesionario.

La actitud de Jesús es idéntica a la del padre de la parábola del Hijo Pródigo: acoge a la hija arrepentida que, sin palabras, pide perdón. Es el signo de la misericordia divina que queda patente ante la actitud de conversión del/la pecador/a arrepentido/a.

Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica ‘Reconciliatio et Paenitentia’, dice que: ‘el hijo que desea volver a los brazos de su Padre y de ser perdonado, nos representa a todos y cada uno de nosotros’.

Pero nosotros, ¿sentimos realmente eso en nuestro interior? Porque me da la impresión que cuando en cualquiera de las Eucaristías a las que asistimos empezamos a rezar ‘Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra u omisión…’, cuando acabamos de decirlo y, sobre todo, cuando finaliza la Misa, en nuestro interior no nos reconocemos tan pecadores en la práctica de la vida diaria, ni a sentir la necesidad de recibir el Sacramento de la Reconciliación con la frecuencia que debiéramos.

El Mandamiento de la Iglesia de confesar, al menos, una vez al año, supone una actitud de mínimos. Para el cristiano consciente y enamorado de Dios, debe suponer una frecuencia mucho mayor.

Recuerdo que en la homilía de un determinado domingo, el sacerdote celebrante nos decía: ‘Yo, siendo sacerdote, me confieso cada quince días. ¿Y vosotros? No hace falta que me contestéis. Es suficiente que os respondáis vosotros mismos’. Les puedo asegurar, por lo que pude ver, que fue un comentario acertado y efectivo. Caló en las conciencias de muchos de los asistentes y aumentó notablemente las colas en el confesionario.

Jesús nos regaló el Sacramento de la Reconciliación y no tenemos derecho a arrinconarlo, a no usarlo, porque estaríamos despreciando o desestimando su gran detalle de amor para con nosotros. ‘Paz a vosotros. Como me envió el Padre así os envío Yo. Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retengáis les serán retenidos’. (Jn. 20, 21-23). Esta es la clarísima institución del Sacramento del Perdón el mismísimo Domingo de Pascua, dando Jesús potestad de perdonar los pecados en Su nombre, a los Apóstoles y a sus sucesores. Un magnífico regalo para todos nosotros, ¿no?

Este fragmento evangélico me da pie para tocar una determinada postura de un determinado número de personas que plantean una cuestión: ‘Yo me confieso con Dios’. Bueno. No dudo de su buena fe, pero sí dudo de su conocimiento de la Religión que dicen profesar y del desconocimiento del Evangelio. El fragmento evangélico de Juan anteriormente citado expone sin lugar a dudas que el Perdón de Dios debe llegar de la mano de un sacerdote por voluntad expresa de Jesucristo a quien decimos seguir. Esa expresión suena a excusa barata para esconder el posible miedo a enfrentarse a su propia realidad de pecador, a ponerse delante de Dios que no es juez, sino Padre que lo espera con los brazos abiertos, a decir a un hombre determinado (pero sacerdote) sus pecados, sus angustias, sus problemas que le impiden caminar con libertad y alegría por la vida.

Además. ¿Qué garantía tiene que con su ‘confesión’ con Dios, Éste le ha perdonado sus pecados? ¿Cómo lo sabe? ¿No será más sencillo y efectivo oír las palabras del sacerdote diciendo: ‘Escucha cómo Dios te perdona’. Y a continuación, extendiendo sus manos sobre el penitente, continúa: ‘Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz. Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO’. Y cuando quien se confiesa responde ‘amén’, allá en el Cielo, en la Eternidad, en el Reino de Dios o como queramos llamar a la morada del Dios Uno y Trino, revienta la alegría, la fiesta, el regocijo y quién sabe cuántas cosas más por el pecador arrepentido que vuelve a la amistad con el Padre.

No. El sacerdote no es un hombre cualquiera. En virtud del Sacramento del Orden Sacerdotal está revestido de una Gracia especial. Es un hombre de Dios. Es el puente que nos lleva a Dios. Es quien hace posible la Gran Fiesta Celestial al administrar el Perdón divino.

Porque en el momento de la Confesión el sacerdote representa a Cristo. Es Él mismo quien está actuando, acogiendo, a través del sacerdote, que se convierte en su instrumento visible para perdonar y sanar nuestras conciencias. Él es el continuador de la misión de los Apóstoles.

Esa es la razón por la que no debemos confesar los pecados solamente una vez al año. Cuando la Confesión es frecuente se van modificando en nosotros las malas tendencias porque vamos recibiendo nuevas Gracias de la Trinidad que nos ayudan a eliminar esos defectos que nos impiden llegar a la santidad y, a la vez, ir adquiriendo virtudes. El resultado, a un plazo más o menos largo, es ir consiguiendo esa perfección de la hablaba Jesús: ‘Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto’. (Mt. 5, 48). Pienso que vale la pena.

Pienso que este Sacramento no es para vivirlo como una rutina, como un ‘porque sí’. Es mucho más serio al ser un encuentro con Dios, como en cualquier otro Sacramento. Hemos de intentar vivirlo como un encuentro personal con el mismísimo Jesucristo y prepararnos a la Confesión siempre de forma especial como si fuese la primera vez que lo fuésemos a recibir.

Valdría la pena prepararnos previamente con alguna lectura de la Palabra de Dios que nos ayudase o animase a recibir el Sacramento; hacer el examen de conciencia reposadamente, con mucha tranquilidad y responsabilidad y tener una oración que finalizase este preámbulo, a ser posible nacida de nuestro corazón. No temamos improvisar. Aquí sí que tenemos que dirigirnos a Dios pidiéndole ayuda y Gracia para hacer una buena confesión que nos reconcilie con Él. ¿Sería una barbaridad que retumbase en nuestros oídos la respuesta de Dios diciéndonos: ‘En la palma de mis manos te tengo escrito. Aunque tu padre y tu madre te abandonen, Yo no te abandonaré’. (Is. 49, 15-16). ‘Alargó de lo alto la mano y me recogió, me recobró de las enormes aguas, me tomó, me dio respiro, me salvó, porque me quiere’. (Sal. 18(17), 17-20).
Pienso que sí somos realmente hijos pródigos todos los mortales. Y a todos nos tiene preparado un lugar en su morada. Solamente es necesario querer. Y querer, es poder.

Les dejo con estos fragmentos del Salmo 32(31)

Dichoso el que ve olvidada su culpa y perdonado su pecado.
Dichoso aquel a quien el Señor no le imputa la falta,
Y en cuyo espíritu no hay engaño….


Por eso te importan todos los fieles en los momentos de angustia,
Y aunque se desborden las aguas caudalosas, no los alcanzarán.
Tú eres mi refugio, me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación.
Yo te instruiré, te mostraré el camino a seguir.
Y me ocuparé de ti constantemente…

Muchas son las penas del malvado,
Pero al que confía en el Señor lo envuelve el amor.


Que nuestro Dios, Uno y Trino, y su Madre nos bendigan a todos.

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